97 segundos (32 page)

Read 97 segundos Online

Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

La comitiva de tres vehículos entró en el recinto. Ned y Olga seguían en la parte de atrás del furgón, y el profesor Lightman ocupaba uno de los asientos traseros del coche en que también viajaba la comandante Taylor. Un último automóvil, tipo monovolumen, transportaba a varios agentes militares de incógnito.

—Recuerde, profesor, que la vida de sus amigos depende de usted —dijo la comandante.

Lightman no contestó. Se mantenía callado y con expresión severa. Únicamente miró a la mujer un momento antes de volver a dirigir su vista al frente.

Los vehículos fueron avanzando por las descomunales instalaciones hasta el edificio en que se hallaba su laboratorio-tapadera. Una vez allí, la comandante hizo que llevaran a Lightman, Ned y Olga a la zona más amplia donde quedaron custodiados por dos agentes armados, mientras ella iba en busca de Lenard para conocer el estado del experimento.

Los tres mostraban consternación en sus semblantes. Ned habló en voz baja con el profesor.

—No permitirá que…

Lightman le interrumpió, levantando las manos.

—¡Por supuesto que no! —dijo, comprendiendo muy bien lo que Ned quería expresar—. Pero no es momento de hablar de eso. Sé lo que tengo que hacer. Yo he confiado en ustedes. Ahora deben confiar en mí.

Ned y Olga asintieron. Cerca de ellos había un artefacto del tamaño de un coche pequeño, aunque el doble de alto, con varias consolas a su alrededor, que ocupaba el centro de la gran habitación. A ambos lados había ordenadores y una estantería con diversas clases de material. Una de las repisas la ocupaban cofres similares al que los astronautas del Apolo XI habían hallado en la Luna.

Lightman contestó a sus preguntas antes de que las formularan.

—Esto es lo que podríamos denominar, impropiamente, la máquina del tiempo.

—Pero… —empezó a decir Ned— no parece que tenga ninguna puerta.

El profesor sonrió sin que eso deshiciera la amargura de su rostro.

—Esa idea le debe venir a usted de la ciencia-ficción y el cine. En realidad, lo que viaja en el tiempo no se halla físicamente dentro de la máquina. El mismo concepto de espacio-tiempo, de hecho, se quiebra gracias a ella. En palabras sencillas, se puede enfocar un fragmento del espacio-tiempo y alterar sus coordenadas espacio-temporales. Cambiarlas por las de otro lugar y otro momento.

Olga le miraba con cara de que su explicación no era tan sencilla como él había asegurado.

—¿Por qué dice usted siempre «espacio-tiempo», profesor?

—Porque el espacio y el tiempo son un todo.

—Entonces, profesor —intervino Ned—, si se quiere enviar un objeto de esta habitación al pasado o al futuro, hay que tener en cuenta que el lugar que ocupará es distinto al del presente.

—Eso es —asintió Lightman—. Por eso la máquina dispone de una computadora cuántica, capaz de realizar en un tiempo aceptable los millones de cálculos necesarios para establecer las coordenadas espacio-temporales de destino. Sin ella, el salto sería algo descontrolado. Podríamos enviar un objeto al espacio, o que apareciera en una montaña. Es una mera cuestión de capacidad y potencia de cálculo. Con todo, cuanto más lejos del punto de origen se envíe, en el espacio o en el tiempo, la precisión será menor.

—¿Como por ejemplo la Luna en 1969? —dijo Olga.

—Eso es, señorita. Por eso, en las imágenes que me han mostrado, se ve que el cofre hallado por Armstrong está algo alejado de la posición del módulo lunar.

—Yo sigo teniendo una duda, profesor —dijo Ned, con los ojos clavados en la máquina—. ¿En qué consiste exactamente ese maldito experimento?

—Pretendemos hacer colisionar dos protones a una energía inconmensurable en relación a su masa. Eso simulará las condiciones primigenias del universo, del propio Big-Bang y nos permitirá comprender cómo se generaron el espacio y el tiempo, que no existían inicialmente. Fueron generándose a medida que el universo nacía y se expandía. Eso es lo que necesitamos dilucidar para que la máquina pueda ser calibrada. No lo tomen a mal, pero la base tecnológica es tan compleja que no voy a tratar siquiera de exponérsela.

Los agentes les observaban desde la puerta, con gesto impasible. El profesor bajó la voz para añadir:

—Si no conseguimos detener la prueba, tendremos que volver a enviar un mensaje al pasado. Quizá esta vez la diosa Fortuna nos sonría…

—No se fíe de esa furcia —dijo Ned, y Olga asintió—. Lo que debe hacer es negarse a colaborar. Aunque nos maten. Moriremos de todas formas si lo lleva a cabo.

—Para el experimento en sí no me necesitan. Mis cálculos están en manos de mi colaborador más estrecho, Martin Lenard. Él puede efectuarlo sin mí. Para lo que me necesitan es para calibrar la máquina. Por eso no me opuse a que nos trajeran aquí. Si el agujero negro se genera, al menos tendremos la oportunidad de enviar de nuevo un mensaje de alerta al pasado.

El sonido de la puerta de la estancia, al abrirse, hizo que todos se volviesen. Era la comandante Taylor, acompañada de Lenard. Ambos se aproximaron a ellos. Verlos juntos en estas circunstancias lo decía todo. Lenard, el hombre al que el profesor consideraba su amigo, le había traicionado. O peor aún: quizá nunca había estado de su lado. No era necesario recriminárselo en voz alta. La mirada que Lightman clavó en su discípulo le hizo desviar la suya. Puede que por vergüenza, si es que a aquel hombre le restaba alguna pizca de integridad.

—El experimento está listo para ser ejecutado —dijo la comandante—. El señor Lenard le asistirá, profesor. Espero que no intente hacer ninguna tontería. Y eso vale también para vosotros dos —añadió mirando a Ned y a Olga.

La sala de control estaba en el subsuelo. Descendieron seis niveles, hasta la profundidad del gran acelerador de partículas. Tuvieron que recorrer un estrecho pasillo hasta el lugar desde el que conducirían cada una de las fases de la prueba. Lightman ocupó su puesto frente a una gran consola, similar en su aspecto a las de las centrales nucleares. Delante había una pantalla que mostraba infinidad de datos, que a Ned y Olga les parecieron jeroglíficos.

Antes de comenzar, Lenard se volvió hacia Lightman.

—Espero que sus cálculos sean correctos, profesor.

—Mis cálculos son correctos. Ese es justamente el problema.

La comandante se había situado justo detrás. Se interpuso entre ambos hombres con rudeza.

—Ya hemos hablado de esto, profesor. No crea que va a engañarme. ¡Comience el experimento!

—A usted tampoco le han contado toda la verdad, ¿no es así?

—¿Qué verdad? ¿Que el experimento es peligroso? Ningún científico serio lo cree así. Y el control del tiempo es demasiado importante para mostrar remilgos infundados.

—¡¿No comprende que el mensaje que debieron entregarme me alertaba contra esto?! —dijo el profesor.

—Lo comprendo mejor de lo que usted cree. Por eso le han vigilado durante todos estos años. Por eso han comprobado sus cálculos las más sesudas mentes. Por eso colocamos a Lenard a su lado. Para que no pudiera cometer errores. ¡Basta de charla! Inicien de una vez la prueba. De lo contrario…

Lightman pensó que no podría convencer a Lenard de que el peligro era real. Únicamente quedaba entonces seguir adelante. Si le mataban ahora, no sólo se generaría el agujero negro, sino que ya nadie podría enviar un nuevo mensaje de advertencia al pasado. 

Aunque tal vez hubiera otra posibilidad…

Quizá Lenard no estuviera tan completamente ciego como la militar. En ese caso, aún podía obtener ayuda de él. Era jugárselo todo a una carta, pero ya no había más en la baraja.

—¡No lo haga, profesor! —gritó Ned, a su espalda, ignorante de sus verdaderas intenciones.

La comandante se encargó de hacerle callar. No dijo una palabra. La que habló fue la culata de su pistola reglamentaria, que impactó con locuaz furia contra su cara.

Olga se agachó para ayudarle a levantarse. Una de sus cejas sangraba y la mejilla empezaba a inflamarse.

—¡Es usted una zorra sádica! —increpó a la militar, que ni siquiera se dignó mirarla.

—Ustedes sigan con lo suyo —dijo a Lightman y Lenard.

El profesor estaba ajustando los valores del experimento en la consola. Si estaba en lo cierto, y Lenard aún tenía algo de sensatez en su espíritu, no alertaría a la comandante de que estaba introduciendo valores incorrectos.

Y no lo hizo. Pero una simple mirada suya bastó para delatarlo. Lightman pretendía generar una sobrecarga del acelerador que sacara de línea los potentes electroimanes encargados de acelerar las partículas atómicas hasta velocidades infinitamente próximas a la de la luz. La comandante no tardó en darse cuenta de que algo iba mal. Lo vio en los ojos de Lenard. Cuando le interpeló, éste negó sus sospechas.

—¡Apártese de la consola, Lightman! —ordenó la militar al profesor, con la pistola en la mano—. Y usted, Lenard, haga los ajustes adecuados o será el primero en sufrir las consecuencias.

Lenard no era un hombre valiente. Empezó a introducir las correcciones cuando los valores alterados estaban casi listos. Por eso Lightman hizo algo que no debió hacer. Se arrojó sobre la consola, tratando desesperadamente de poner en marcha el acelerador y averiarlo.

La detonación fue seca. El arma de la comandante escupió una bala, cuyo ruido fue amortiguado por el silenciador. Todo sucedió como a cámara lenta. El profesor se desplomó, herido en la espalda, a un lado de la consola.

Ned, aún aturdido por el golpe que había recibido, se levantó tambaleándose.

—¡¿Qué ha hecho?! —gritó con todas sus fuerzas, aunque su voz quedó ahogada por la angustia.

—Vamos, Lenard, continúe. Y usted —dijo la comandante a otro de los científicos— compruebe que todo está en orden y ocupe el puesto de Lightman.

En un hilo de voz, el profesor repetía desde el suelo la palabra «no», con uno de sus brazos tratando inútilmente de levantarse hacia la consola.

—Los ajustes están completos —anunció el otro hombre que ahora asistía a Lenard.

Tras unos segundos que parecieron eternos, la comandante pronunció un lánguido:

—Procedan.

Comenzó a escucharse un sonido ronco y débil. Poco a poco aumentó de intensidad hasta inundar el laboratorio, haciéndose cada vez más agudo. Los protones habían sido impulsados en un acelerador menor, para avanzar ahora en círculo por el interior de los monstruosos veintisiete kilómetros del LHC. Antes de colisionar, eran capaces de dar una vuelta completa en menos de cien millonésimas de segundo.

El momento clave llegó. La suerte estaba echada. Las partículas atómicas chocaron en el punto exacto del acelerador. Al principio sólo se detuvo el ruido que hasta ese momento producían los sistemas eléctricos. Luego, fue sustituido por una leve vibración.

—¡Ha sido un éxito! —gritó Lenard, con auténtico júbilo—. ¡Un éxito completo!

Sudaba como un colegial antes del examen de su vida. También la comandante dejó escapar una bocanada de aire después de la tensión contenida.

Pero toda esa alegría duró un instante. Después, las caras de asombro dieron paso a la preocupación. La vibración inicial quedó amortiguada y pareció desaparecer, aunque no fue así. Ahora regresaba con mayor y creciente intensidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó la militar.

—No lo sé… —contestó Lenard sin despegarse de los controles y con la mirada puesta en la pantalla—. Algo va mal.

En el interior del túnel del LHC, una temible bestia, en la forma de un minúsculo punto imposiblemente negro, dio rienda suelta a su insaciable voracidad. En un entorno cada vez mayor, empezó a atraer hacia sí la energía que lo circundaba. Lentamente, pero sin pausa.

—Creo que… —murmuró Lenard—. Creo que… El profesor tenía razón. ¡Es un agujero negro!

—¿Cómo puede estar seguro? —dijo la comandante.

—Las lecturas indican que está creciendo en masa de un modo exponencial. Dentro de poco alcanzará el tamaño de una bola de golf. Luego… Estaremos condenados.

46

La situación era crítica. Sólo disponían de unos minutos para enviar otro desesperado mensaje en el espacio y el tiempo. Y ojalá esta vez diera resultado. Antes de actuar, a Ned le asaltó fugazmente la idea de que quizá estaban destinados a repetir todo aquello infinitas veces, sin ser capaces de evitarlo ninguna de ellas. A entrar en un bucle sin fin. Pero logró volver a la acuciante realidad.

—¡Comandante! —gritó con una mano en el rostro herido—. ¿Comprende ahora lo que ha provocado? Déjenos llevar al profesor a la otra sala. Él es nuestra única esperanza.

La mujer que hasta entonces había sido como una pantera, siempre alerta y desafiante, ahora parecía aturdida hasta el extremo de ser incapaz de reaccionar.

Entre Ned, Olga y Lenard llevaron al profesor en brazos hasta su máquina del tiempo. Estaba muy débil. No podría realizar los ajustes por sí mismo.

—Martin… —dijo en un susurro—. Tendrás que hacerlo tú por mí.

—Sí, profesor. Perdóneme…

—Eso no importa ya. Haz lo que yo te diga… Al pie de la letra. Necesito las lecturas del acelerador… en el momento de la colisión.

Lenard fue hasta uno de los ordenadores y encontró lo que el profesor le pedía. Lightman seguía perdiendo sangre, a pesar de que Olga presionaba su herida con un pañuelo. Ned le hablaba para evitar que perdiera el conocimiento.

—Ahora, Martin… Introduce estos datos en la computadora de la máquina —dijo, señalándolos en las hojas—. Hay que… preparar la caja y el mensaje…

Ésas fueron las últimas palabras del profesor. La conciencia abandonó su mente con un último destello de sus ojos vidriosos. Los mantuvo muy abiertos durante un segundo y dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas como queriendo escapar de la negrura.

—¿Ha muerto? —casi gritó Olga.

—Sólo ha perdido el conocimiento —respondió Ned, con los dedos en el cuello del profesor. Luego se volvió hacia Lenard—. ¿Tiene ya los datos?

—Sí. Pero tardaré un poco en introducirlos.

—¡Dese toda la prisa que pueda, por el amor de Dios!

Olga seguía sujetando el cuerpo de Lightman. Como la comandante Taylor, ella también se mostraba ausente. Ned corrió hacia los cofres con el sello de Estados Unidos grabado en sus tapas. Estaba a punto de repetir la historia de Lightman en la línea temporal que él mismo alteró al enviar su mensaje a la Luna. Pero se detuvo en seco antes de tomar una de ellas.

Other books

Wasting Away by Cochran, Richard M.
The Great Leader by Jim Harrison
The Midnight Gate by Helen Stringer
Beneath a Meth Moon by Jacqueline Woodson
The Privateer by Zellmann, William