¡Acabad ya con esta crisis! (24 page)

Se cumplen ahora diez años desde que un grupo pionero de estados miembros de la Unión Europea dio un paso decisivo y lanzó la moneda única, el euro. Tras muchos años de meticulosos preparativos, el 1 de enero de 1999 el euro pasó a ser la moneda oficial de más de trescientos millones de ciudadanos, en la recién creada zona euro. Y, al cabo de tres años, el día de Año Nuevo de 2002, empezaron a aparecer las brillantes monedas nuevas y los relucientes billetes nuevos: los euros que en los bolsillos y monederos de la gente sustituyeron a doce monedas nacionales.

Ahora, una década después, celebramos la unión económica y monetaria y el euro, y contemplamos cómo se ha cumplido lo que nos prometía.

Se han producido gratos cambios desde que el euro está en circulación: hoy, la zona euro ha crecido hasta incluir 15 países, con la incorporación de Eslovenia en 2007 y Chipre y Malta en 2008. Y el empleo y el crecimiento prosperan al tiempo que los resultados económicos mejoran.

Además, el euro va convirtiéndose, de forma progresiva, en una moneda plenamente internacional, lo que otorga a la zona euro una voz más profunda en las cuestiones económicas internacionales.

Pero los beneficios que ha traído el euro no se reducen a los números y las estadísticas. Ha introducido, asimismo, más posibilidad de elección, más certidumbre, más seguridad y más oportunidades en la vida cotidiana de los ciudadanos. En esta publicación, les presentamos algunos ejemplos de cómo el euro ha comportado, y sigue comportando, verdaderas mejoras sobre el terreno para las gentes de toda Europa
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Introducción a «Diez años del euro: diez historias de éxito», folleto publicado por la Comisión Europea a principios de 2009

D
urante los últimos años, comparar entre la evolución económica de Europa y Estados Unidos se asemejaba a una carrera de cojos contra rengos; o, si lo prefieren de otro modo, una competición sobre quién puede pifiarla más a la hora de dar una respuesta a la crisis. Mientras escribo estas páginas, Europa parece llevar un pie de ventaja en la carrera hacia el desastre; pero démosle tiempo.

Si esto les parece despiadado, o suena a regodeo desde Estados Unidos, permítanme ser más claro: las dificultades económicas que está sufriendo Europa son indudablemente terribles, y no solo por el sufrimiento que provocan, sino también por sus implicaciones políticas. Durante unos sesenta años, Europa se ha entregado a un noble experimento: un intento de reformar, mediante la integración económica, un continente azotado por la guerra, para situarlo de forma permanente en el camino de la paz y de la democracia. Al mundo entero le interesa que el experimento sea un éxito y el mundo entero padecerá si fracasa.

El experimento comenzó en 1951, con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. El nombre es prosaico, pero se trataba de un intento de muy nobles ideales, concebido para que la guerra resultara imposible en Europa. Al establecer el libre comercio en, vaya, el carbón y el acero —esto es, se eliminaron todos los aranceles y restricciones que gravaban los envíos económicos transfronterizos, de modo que las acerías pudieran comprar carbón al productor más cercano, aunque estuviera al otro lado de la frontera—, el pacto generaba beneficios económicos. Pero, al mismo tiempo, se garantizaba que las acerías francesas dependieran del carbón alemán, y viceversa; se esperaba que, así, cualquier futura hostilidad entre los países fuera tan tremendamente perjudicial que resultara impensable.

La CECA fue un gran éxito y sirvió de modelo para una serie de medidas similares. En 1957, seis países europeos fundaron la Comunidad Económica Europea, una unión aduanera con libre comercio entre sus miembros y aranceles comunes sobre las importaciones del exterior. En los años setenta, se unieron al grupo Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca; mientras tanto, la Comunidad Europea iba ampliando su papel, prestando ayuda a las regiones más pobres y fomentando los gobiernos democráticos por toda Europa. A lo largo de los años ochenta, Grecia, España y Portugal, liberadas ya de sus dictadores, recibieron como recompensa la incorporación a la comunidad; y los países de Europa estrecharon sus lazos económicos armonizando las regulaciones económicas, eliminando puestos fronterizos y garantizando la libre circulación de sus trabajadores.

En cada estadio, los beneficios económicos derivados de una integración más profunda avanzaban parejos con un nivel cada vez más estrecho de integración política. Las políticas económicas nunca trataron solo de economía; siempre intentaban promocionar, además, la unidad europea. Por ejemplo, la utilidad económica del libre comercio entre España y Francia era igual de obvia durante el mandato de Franco que tras su muerte (y los problemas que supuso la entrada de España fueron tan reales tras su muerte como lo habrían sido antes), pero añadir al proyecto europeo una España democrática era un objetivo que valía la pena, y el libre comercio con un dictador, en cambio, no lo era. Y esto contribuye a explicar lo que ahora parece un error fatídico: la decisión de pasar a una moneda común. Las élites europeas estaban tan embelesadas con la idea de crear un poderoso símbolo de unidad que exageraron los beneficios de una moneda única e hicieron caso omiso de las advertencias al respecto de un inconveniente importante.

EL PROBLEMA DE LA MONEDA (ÚNICA)

Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga una moneda independiente; es la razón que explica por qué sería una mala idea que Brooklyn, por decir algo, contase con su dólar propio, como sí hace Canadá.

Pero tener moneda propia también supone algunas ventajas nada desdeñables; la más conocida es cómo la devaluación —reducir el valor de la propia moneda en relación con las otras— puede, en ocasiones, facilitar el proceso de ajuste posterior a una crisis económica.

Situémonos ante el siguiente ejemplo, nada hipotético: España ha vivido buena parte de la última década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado por grandes entradas de capital proveniente de Alemania. Este auge ha alimentado la inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de Alemania. Pero, al final, resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja que ahora ha estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando a un lado la construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto, sin embargo, la industria española no es competitiva, porque los sueldos españoles son demasiado altos comparados con los alemanes. ¿Cómo puede recuperar España su competitividad?

Una forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos inferiores (o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer si España y Alemania comparten moneda, o si, como consecuencia de una directriz política no modifica-ble, la moneda española se ha fijado frente a la moneda alemana.

Pero si España tiene su propia moneda, y está dispuesta a dejarla caer, para conservar sus sueldos le basta con devaluar la moneda. Si pasamos de 80 pesetas por marco alemán a 100 pesetas por marco, aunque los sueldos españoles en pesetas no cambien, habremos reducido de golpe los sueldos españoles un 20 por 100, en relación con los alemanes.

¿Por qué tiene que ser más fácil así que si negociamos una bajada de sueldos? La mejor explicación la ofrece Milton Friedman —ni más ni menos—, quien defendió los tipos de cambio flexibles en un artículo clásico de 1953 («The case for flexible exchange rates», en
Essays in Positive Economics
). Decía Friedman:

La defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero, obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple permitir que un precio cambie —el precio de una divisa extranjera— que confiar en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la estructura interna del precio.

Sin duda, Friedman está en lo cierto. Los trabajadores siempre se muestran reticentes a aceptar recortes en sus salarios, pero sobre todo se niegan si no están seguros de que otros trabajadores vayan a aceptar otros recortes similares y que el coste de la vida vaya a rebajarse igual que bajan los costos laborales. No conozco ningún país cuyas instituciones y mercado laboral le faciliten responder a la situación que acabo de describir para España por la vía del recorte salarial generalizado. Pero los países sí pueden sufrir, y de hecho sufren, importantes disminuciones de sus sueldos relativos de forma más o menos repentina, por la vía de la devaluación de la moneda; y lo hacen con trastornos relativamente menores.

Por lo tanto, fijar una moneda única implica ciertos sacrificios. De un lado, compartir moneda aumenta los rendimientos: disminuyen los costes empresariales y, es de suponer, mejora la planificación de los negocios. Del otro, se pierde flexibilidad, lo cual puede acarrear serios problemas si llegan a producirse «choques asimétricos» como el hundimiento de un
boom
inmobiliario cuando tiene lugar solo en algunos países, no en todos.

Es difícil cuantificar el valor de la flexibilidad económica. Y es aún más difícil cuantificar los beneficios obtenidos por compartir moneda. Disponemos, no obstante, de abundantes estudios económicos sobre los criterios para determinar una «zona monetaria óptima», un tecnicismo feo, pero útil, para aludir a un grupo de países que se beneficiarían de una fusión de sus monedas. ¿Qué dicen esos textos?

En primer lugar, no tiene sentido que unos países compartan moneda de no ser que entre ellos exista un gran comercio. En la década de 1990, Argentina fijó el valor del peso en 1 dólar estadounidense, en teoría de forma permanente, lo cual, aunque no significaba lo mismo que abandonar su moneda, se pretendía que fuese lo más parecido. Sin embargo, resultó ser una operación abocada al fracaso que terminó en devaluación e impago. Y una de las razones por las que estaba condenada al fracaso era que Argentina no mantenía un vínculo económico tan estrecho con Estados Unidos, que solo supone el 11 por 100 de sus importaciones y el 5 por 100 de las exportaciones. Así, por una parte, cualesquiera que fuesen los beneficios obtenidos al otorgar seguridad empresarial en lo tocante al tipo de cambio dólar-peso, estos quedaron en poco porque Argentina comerciaba escasamente con Estados Unidos. Por otra parte, Argentina estaba sometida al mismo tiempo a las fluctuaciones de otras monedas, en especial a las grandes caídas frente al dólar tanto del euro como del real brasileño, lo que implicaba precios excesivos para las exportaciones argentinas.

A este respecto, a Europa no parecía irle mal: los países europeos realizan aproximadamente el 60 por 100 de su comercio entre sí, y el suyo es un comercio muy profuso. Sin embargo, atendiendo a otros dos criterios importantes —la movilidad laboral y la integración fiscal—, Europa no parecía ni de lejos tan bien preparada para asumir una moneda única.

La movilidad laboral ocupaba un primer plano en el artículo que dio origen a todo el campo de estudio de la zona monetaria óptima, escrito en 1961 por el economista de origen canadiense Robert Mundell. Un resumen a grandes rasgos de la tesis de Mun-dell diría que los problemas de ajustarse a un boom en Saskat-chewan y una depresión simultánea en la Columbia británica (o viceversa) se reducirían bastante si los trabajadores se desplazaran libremente allí donde están los empleos. Y, de hecho, la mano de obra se mueve libremente por las provincias canadienses, exceptuando el Quebec; y se mueve libremente por los distintos estados de Estados Unidos. Sin embargo, no se mueve libremente por los países de Europa. Aunque los europeos tienen, desde 1992, derecho legal a trabajar en cualquier parte de la Unión Europea, las divisiones lingüísticas y culturales son suficientemente grandes como para que incluso grandes diferencias en las tasas de desempleo ocasionen unas tasas migratorias muy modestas.

La importancia de la integración fiscal fue subrayada por Peter Kenen, de Princeton, pocos años después de la publicación del artículo de Mundell. Para ilustrar el punto de vista de Kenen, imaginemos una comparación entre dos economías que —dejando a un lado los paisajes— se parecen mucho en la actualidad: Irlanda y Nevada. Ambas tuvieron enormes burbujas inmobiliarias que han estallado, ambas cayeron en profundas recesiones que dispararon las tasas de desempleo y en ambos casos hay una elevada morosidad en las hipotecas de la vivienda.

Pero en el caso de Nevada, las crisis se han visto amortiguadas, en gran medida, gracias al gobierno federal. Ahora Nevada está pagando muchos menos impuestos a Washington, pero los ancianos del estado siguen cobrando los cheques de la seguridad social, y Medicare sigue pagándoles las facturas sanitarias; en consecuencia, la realidad es que el estado está recibiendo mucha ayuda. Además, los depósitos de los bancos de Nevada están garantizados por una agencia federal, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC en sus siglas inglesas), y algunas pérdidas derivadas de la morosidad hipotecaria recaen sobre Fannie y Freddie, que cuenta con el respaldo del gobierno federal.

Irlanda, por el contrario, está principalmente sola: tiene que rescatar a sus bancos, pagar las jubilaciones y costear la sanidad a partir de sus propios ingresos, muy disminuidos. Por tanto, aunque la situación es dura en ambos lugares, Irlanda no está pasando por la crisis igual que Nevada.

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