Acqua alta (18 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Primero, las cosas prácticas. Llamó a Vianello y le pidió que subiera y que, al pasar por delante del despacho de Patta, rogara a la
signorina
Elettra que lo acompañara. El informe de la Interpol no había llegado todavía, por lo que pensaba que ya era hora de empezar a indagar por su cuenta. Fue a la ventana y la abrió mientras esperaba que llegaran.

Entraron juntos, minutos después. Vianello abrió la puerta e invitó a la mujer a entrar primero. Cuando ambos estuvieron dentro, Brunetti cerró la ventana y el sargento, el adusto y tosco Vianello, acercó una silla a la mesa de Brunetti y la ofreció a la
signorina
Elettra. ¿Vianello?

Mientras se sentaba, la
signorina
Elettra dejó una hoja de papel en la mesa de Brunetti.

—Ha llegado esto de Roma, comisario. —En respuesta a su muda pregunta, agregó—: Han identificado las huellas.

Bajo el membrete de los
carabinieri
, la carta, que tenía una firma indescifrable, decía que las huellas tomadas del teléfono de Semenzato correspondían a las de Salvatore La Capra, de veintitrés años, residente en Palermo. A pesar de su juventud, La Capra tenía a su espalda un número considerable de arrestos y acusaciones: extorsión, violación, agresión, intento de asesinato y asociación con conocidos miembros de la Mafia. Acusaciones que habían sido retiradas en distintas fases del largo proceso legal que mediaba entre el arresto y el juicio. Tres testigos del caso de extorsión habían desaparecido; la mujer que había presentado la denuncia de violación se había retractado. La única acusación que se había mantenido contra La Capra era por exceso de velocidad, infracción por la que había pagado una multa de cuatrocientas veintidós mil liras. El informe señalaba también que La Capra, que no estaba empleado, vivía con su padre.

Cuando acabó de leer el informe, Brunetti miró a Vianello.

—¿Ha visto esto?

Vianello asintió.

—¿Por qué me suena el nombre? —preguntó Brunetti dirigiéndose a los dos.

La
signorina
Elettra y Vianello empezaron a hablar al mismo tiempo, pero el sargento, al oírla, se interrumpió y le cedió la palabra con un ademán.

Como ella callara, Brunetti, irritado por tanta ceremonia, azuzó:

—¿Bueno?

—¿El arquitecto? —preguntó la
signorina
Elettra, y Vianello movió la cabeza afirmativamente.

Bastó para refrescar la memoria a Brunetti. Hacía cinco meses, el arquitecto encargado de unas extensas obras de restauración en un
palazzo
del Gran Canal, había denunciado al propietario del
palazzo
por amenazas formuladas por el hijo de éste, de recurrir a la violencia si la restauración, que ya había entrado en el octavo mes, sufría más retrasos. El arquitecto había intentado justificarse alegando dificultades en la obtención de los permisos de obra, excusas que el hijo del dueño había rechazado, advirtiéndole que su padre no era hombre que estuviera acostumbrado a que se le hiciera esperar y que quienes incomodaban a su padre o a él mismo solían pasarlo mal. Al día siguiente, y antes de que la policía hubiera tenido tiempo de actuar, el arquitecto volvió a presentarse en la
questura
para decir que todo había sido un malentendido y que en realidad no habían mediado amenazas. Los cargos se habían retirado, pero se redactó el informe de la denuncia, que habían leído los tres, por lo que ahora recordaban que ésta había sido hecha contra Salvatore La Capra.

—Creo que deberíamos ver si el
signorino
La Capra o su padre están en casa —propuso Brunetti—. Y usted,
signorina
, haga el favor de mirar si encuentra algo sobre el padre. Si no tiene otra cosa que hacer, desde luego.

—No,
dottor
e. Ya está hecha la reserva para la cena del
vicequestore
, de modo que puedo ponerme con esto inmediatamente. —Con una sonrisa, ella se levantó y Vianello, como una sombra, fue hasta la puerta delante de ella, la sostuvo abierta mientras ella salía y luego volvió a su silla.

—He hablado con la esposa, comisario. Bueno, con la viuda.

—Sí, he leído su informe. Era muy corto.

—La visita fue corta, comisario —dijo Vianello con voz opaca—. No había mucho que decir. La mujer estaba muy apenada, casi no podía hablar. Le hice unas preguntas, pero ella no paraba de llorar y tuve que dejarlo. No creo que comprendiera por qué estaba yo allí ni por qué le hacía preguntas.

—¿Era dolor de verdad? —preguntó Brunetti. Los dos policías habían visto mucho dolor de una y otra clase, verdadero y falso, y podían distinguirlo.

—Creo que sí, señor.

—¿Cómo es ella?

—Unos cuarenta años, diez menos que él. Sin hijos, por lo que él era todo lo que tenía, no creo que esa mujer encajara muy bien aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Brunetti.

—Semenzato era veneciano pero ella es del Sur. De Sicilia. Nunca le ha gustado esto. Dijo que, cuando acabara todo esto, quería volver a su tierra.

Brunetti se preguntó cuántos hilos de esta trama apuntarían hacia el Sur. Desde luego, el lugar de procedencia de la mujer no lo autorizaba a considerarla sospechosa de asociación con malhechores. Mientras se hacía esta exhortación, dijo:

—Que le intervengan el teléfono.

—¿De la
signora
Semenzato? —La sorpresa de Vianello era audible.

—¿Y de quién estamos hablando, Vianello?

—¡Si acabo de hablar con ella y casi no se tiene en pie! No finge, comisario, estoy seguro.

—No se pone en duda su dolor, Vianello. Lo que está en entredicho es la integridad de su marido. —Brunetti también sentía curiosidad por lo que la viuda supiera de las actividades de su marido, pero, en vista de la insólita tesitura galante adoptada por Vianello, creyó preferible callar.

Vianello aún objetó:

—No obstante…

—¿Qué hay del personal del museo? —cortó Brunetti.

Vianello se dejó conducir al redil.

—Parece ser que apreciaban a Semenzato. Era competente, se llevaba bien con los sindicatos y solía delegar mucha responsabilidad, por lo menos, en la medida en que el Ministerio se lo permitía.

—¿Qué quiere decir?

—Que dejaba que los conservadores decidieran qué cuadros tenían que someterse a restauración, qué técnicas había que emplear, cuándo había que llamar a especialistas del exterior. Por lo que he podido deducir, el que ocupó el cargo antes que él se empeñaba en controlarlo todo y eso hacía que los asuntos se retrasaran, ya que él se empeñaba en conocer hasta el último detalle. La mayoría preferían a Semenzato.

—¿Alguna cosa más?

—Volví al ala del edificio en la que estaba el despacho de Semenzato y eché un vistazo con luz de día. En el pasillo hay una puerta que comunica con el ala izquierda, pero está condenada. Y desde el tejado, imposible descolgarse. Así que tuvieron que subir por la escalera.

—Pasando por delante de la oficina de los guardias —Brunetti terminó por él.

—Y también al salir —agregó Vianello sin indulgencia.

—¿Qué ponían aquella noche en televisión?

—Repetición de
Golpo Grosso
—respondió Vianello con una prontitud que hizo que Brunetti se preguntara si el sargento no habría estado aquella noche en su casa, al igual que media Italia, viendo cómo semifamosas se desnudaban poco a poco ante los alaridos del público del estudio. Probablemente, si los pechos eran lo bastante grandes, los ladrones hubieran podido llevarse hasta la Basílica de la Piazza sin que nadie se enterara hasta la mañana siguiente.

Parecía un buen momento para cambiar de tema.

—Está bien, Vianello, vea qué puede hacer para que alguien se encargue de ese teléfono. —La frase no podía ser considerada terminante; ni el tono, de despedida. Por lo menos, no del todo.

De común acuerdo, la conversación se dio por terminada. Vianello se puso en pie. Se veía que no estaba de acuerdo con esta nueva invasión del dolor de la viuda Semenzato, pero aceptaba el encargo.

—¿Nada más, comisario?

—Nada más. —Normalmente, Brunetti hubiera pedido ser informado cuando hubiera sido intervenido el teléfono, pero en este caso prefirió dejarlo al criterio de Vianello. El sargento movió la silla unos centímetros hacia adelante, para centrarla frente a la mesa de Brunetti, alzó la mano en un vago saludo y salió del despacho sin más palabras. Brunetti se dijo que ya era suficiente tener que tratar con una
prima donna
en Cannaregio. No necesitaba otra en la
questura
.

15

Brunetti salió de la
questura
quince minutos después llevando las botas y el paraguas. Cortó hacia la izquierda en dirección a Rialto, pero luego torció a la derecha, otra vez a la izquierda y al poco cruzaba el puente que conduce a
campo
Santa Maria Formosa. Frente a él, al otro lado del
campo
, se levantaba el
palazzo
Priuli abandonado desde que él pudiera recordar, plato fuerte de un envenenado litigio sobre un testamento impugnado. Mientras herederos y presuntos herederos se disputaban su propiedad, el
palazzo
se entregaba con aplicación y perseverancia a su labor de deterioro, indiferente a herederos, reclamaciones y legalidad. Largos churretes de herrumbre bajaban por las paredes de piedra desde las rejas que trataban de impedir la entrada a los intrusos, y el tejado se descoyuntaba formando protuberancias y hendiduras y abriendo aquí y allá grietas por las que el sol se colaba a curiosear en el desván cerrado desde hacía años. El Brunetti romántico había imaginado muchas veces que el
palazzo
Priuli sería el lugar ideal para recluir a una tía loca, a una esposa rebelde o a una heredera recalcitrante, mientras que su yo más pragmático y veneciano lo consideraba un inmueble muy apetecible y contemplaba sus ventanas dividiendo el espacio interior en apartamentos, oficinas y estudios.

Tenía la vaga idea de que la tienda de Murino se hallaba en el lado norte, entre una pizzería y una tienda de máscaras. La pizzería estaba cerrada, en espera de la vuelta de los turistas, pero tanto la tienda de máscaras como la de antigüedades estaban abiertas y sus luces brillaban entre la lluvia invernal.

Cuando Brunetti empujó la puerta de la tienda, sonó una campanilla en una habitación situada más allá de un par de cortinas de terciopelo adamascado colgadas de un arco que conducía al interior. La sala tenía el brillo discreto de la riqueza, una riqueza antigua y sólida. Sorprendentemente, eran pocas las piezas expuestas, pero cada una exigía la plena atención del visitante. Al fondo había un aparador de nogal que relucía merced a siglos de cuidados, con cinco cajones en el lado izquierdo. A mano derecha de Brunetti se extendía una larga mesa de roble, procedente sin duda del refectorio de algún convento. También a la mesa se le había sacado brillo, aunque sin tratar de disimular las muescas y otras señales debidas a un largo uso. A sus pies yacían dos leones de mármol que abrían las fauces con una amenaza que quizá en tiempos fuera intimidatoria. Pero el tiempo había desgastado los dientes y suavizado los rasgos, y ahora parecían encararse a sus enemigos con lo que más que un rugido era un bostezo.


C'è qualcuno
? —gritó Brunetti hacia el fondo de la tienda. Miró al suelo y observó que su paraguas había dejado ya un gran charco en el parquet de la tienda. El
signor
Murino debía de ser un optimista, además de forastero, para haber puesto parquet en una zona de la ciudad tan baja como ésta. La primera
acqua alta
grave inundaría la tienda estropeando la madera y llevándose la cola y el barniz cuando bajara la marea.


Buon giorno
? —volvió a gritar dando unos pasos hacia el arco y dejando un rastro de gotas en el suelo.

Una mano apareció entre las cortinas y apartó una de ellas. El hombre que salió a la tienda era el mismo al que Brunetti recordaba haber visto en la ciudad y que alguien —ya no recordaba quién— le había dicho que era el anticuario de Santa Maria Formosa. Murino era bajo, como muchos meridionales y su pelo negro, rizado y lustroso, formaba una corona que le rozaba el cuello de la camisa. Tenía la tez oscura y tersa y las facciones pequeñas y regulares. Lo que desconcertaba en este prototipo de belleza mediterránea eran los ojos, de un verde claro y opalino. Aunque tamizados por los cristales redondos de unas gafas con montura de oro y sombreados por unas pestañas tan largas como negras, aquellos ojos eran el rasgo dominante de su cara. Los franceses —Brunetti lo sabía— habían conquistado Nápoles hacía siglos, pero la reliquia más corriente de su larga ocupación era el pelo rojo que a veces se veía en la ciudad, no estos claros ojos nórdicos.

—¿
Signor
Murino? —preguntó extendiendo la mano.

—Sí —respondió el anticuario tomando la mano de Brunetti y devolviéndole el apretón con firmeza.

—Guido Brunetti, comisario de policía. Me gustaría hablar un momento con usted.

La expresión de Murino seguía siendo de cortés curiosidad.

—Deseo hacerle unas preguntas acerca de su socio. ¿O quizá debería decir su difunto socio?

Brunetti vio a Murino absorber esta información y esperó mientras el otro consideraba cuál debía ser su reacción visible. Todo esto, sólo en cuestión de segundos, pero Brunetti había tenido ocasión de observar el proceso durante décadas y estaba familiarizado con él. Las personas ante las que se presentaba tenían una colección de reacciones que ellas consideraban apropiadas, y formaba parte del trabajo del policía estudiar su expresión mientras las iban repasando una a una, en busca de la más adecuada. ¿Sorpresa? ¿Temor? ¿Inocencia? ¿Curiosidad? Vio a Murino pasar revista a varias posibilidades y estudió su rostro mientras iba considerándolas y descartándolas. Al parecer, se decidió por la última.

—¿Sí? ¿Y qué quiere saber, comisario? —La sonrisa era cortés; y el tono, amistoso. Miró al suelo y vio el paraguas de Brunetti—. Permita que me lo lleve, por favor —dijo, y consiguió que pareciera que le preocupaba más la incomodidad de Brunetti que el deterioro que el agua causara en su parquet. Llevó el paraguas a un paragüero de porcelana decorado con flores que había al lado de la puerta, lo introdujo en él y se volvió hacia Brunetti—. ¿Me da el abrigo?

Brunetti advirtió que Murino trataba de marcar el tono de la conversación, un tono amistoso y relajado, manifestación verbal de su inocencia.

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