Al calor del verano (17 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Al salir, el forense había perdido el buen humor.

—Esperen a que tenga los resultados de la autopsia —le espetó a la multitud de periodistas.

Me miró, sacudió la cabeza y se acercó a su coche sin abrir la boca.

Martínez y Wilson se vieron rodeados con la misma rapidez. Aquella turba se me figuraba una bandada de gaviotas, luchando por unos cuantos restos de comida. Martínez hizo un resumen para los reporteros y describió brevemente la escena del interior. No quiso entrar en detalles y agitó la mano como para espantar las preguntas que le lanzaban. Subió al coche, junto a Wilson, y el motor se puso en marcha. Observé su vehículo mientras se alejaba por la calle. Después busqué a Porter y nos marchamos. Él se pasó todo el trayecto mascullando y maldiciendo. Yo contemplaba las olas mientras recorríamos la carretera elevada. La noche se avecinaba, y las luces de la ciudad se reflejaban ya sobre la superficie de la bahía.

Los dos detectives me esperaban en la redacción.

—Queremos oír la cinta —exigió Wilson—. Queremos oída ahora mismo.

Asentí y me siguieron hasta la oficina.

Nolan nos vio entrar; salió a toda prisa de su despacho y nos interceptó en medio de la redacción. Los demás periodistas dejaron de trabajar para mirarnos.

—¿Quieren la cinta? —preguntó Nolan.

Wilson asintió.

—Les mandaré una copia —aseguró, extrayendo la cinta de la grabadora—. Queremos cooperar.

Se la entregó al chico de los recados, nos volvió la espalda y le dio instrucciones, mientras los dos detectives se sentaban frente a sendos escritorios desocupados. Me llamó la atención el nerviosismo que provocaban cuando entraban en la redacción. Estábamos acostumbrados a trabajar con ellos, puesto que la crónica negra era una parte esencial del periódico y, sin embargo, su presencia constituía una intrusión en nuestro territorio, una pequeña invasión. Era como si quisiéramos evitar que conociesen las interioridades del periódico, mantener el proceso de edición envuelto en el misterio. Observé a Wilson mientras guardaba su arma en la pistolera: era una Magnum 357 de cañón corto. Su bruñida culata marrón sobresalía de la funda junto a su cadera, imponente y amenazadora.

Nolan se sentó delante de ellos.

—No estarán pensando en intervenir la línea, ¿verdad?

Wilson levantó la vista, sorprendido.

—¿Para qué? Usted nos dará una copia de la grabación.

—No lo sé —respondió Nolan—. ¿Para intentar rastrear las llamadas del asesino tal vez?

Ambos detectives se rieron. Martínez se recostó en el respaldo de su asiento, sonriendo, y Wilson soltó otra carcajada breve.

—Ve usted demasiada televisión —señaló—. ¡Rastrear la llamada!

—No le entiendo —dijo Nolan.

—Bueno —contestó Wilson, con voz serena, como si hablase con una criatura. Noté que Nolan comenzaba a irritarse—. Es probable que en este edificio haya... ¿cuántas? ¿Dos mil extensiones? Piense en todos los teléfonos que tienen en cada departamento: distribución, publicidad, redacción... Tendríamos que poder localizar el cable que conduce a este teléfono en particular, a este escritorio, la línea que utiliza el asesino. —Gesticulaba con la mano mientras hablaba—. Además, aun suponiendo que lo consiguiéramos, tendríamos que enviar gente a todas las centrales telefónicas de la ciudad para averiguar cuál está conectada a esta línea.

»Sería una tarea imposible. Incluso si el asesino hablara durante, digamos, seis u ocho horas seguidas y tuviésemos un hombre de guardia, nos llevaría el mismo tiempo aislar el número y luego localizarlo. Por otra parte, no tenemos ningún indicio de que él llame de una línea privada. Hipotéticamente, si todo saliese a la perfección, podríamos rastrear la llamada hasta una cabina telefónica. Pero ¿de qué nos serviría eso? Escuche, aun con los ordenadores y todos los sofisticados equipos electrónicos que se desarrollaron durante la guerra, tendríamos más probabilidades de localizar al tipo si interviniésemos llamadas al azar por toda la ciudad. Así que no se preocupen: nadie les pinchará los teléfonos. Excepto tal vez el asesino.

El chico de los recados regresó con la cinta, y Wilson se la guardó en el bolsillo. Los detectives se pusieron de pie para marcharse.

—¿Por qué estaban desnudos? —pregunté. Martínez se encogió de hombros y desvió la mirada. Wilson clavó en mí los ojos y dijo:

—Yo creo que no es más que un sádico. Nada de sexo, pero tal vez quería humillarlos. Claro que es sólo una hipótesis.

Asentí.

Me costó mucho tiempo redactar la crónica. Nolan pasó un rato rondando la máquina de escribir, juzgando los adelantos, y luego regresó a su oficina. Estuve dándole vueltas al tema principal, escribiendo una y otra vez la misma combinación de palabras; pareja de ancianos, escena sangrienta, asesinatos estilo ejecución, llamada telefónica. No oía más que la voz del asesino al darme la dirección. No veía más que los dos cuerpos tendidos en el suelo.

Me puse a pensar en las víctimas, el señor y la señora Stein. Él era dueño de una tienda de ropa y accesorios para caballero en Long Island y ella era ama de casa. Tenían dos hijos; uno de ellos era médico y vivía en Nueva York. Ellos se habían retirado a Miami Beach doce años antes, cuando empezaron a sentir que el viento del nordeste les helaba los huesos. Pensé en lo comunes, lo aterradoramente típicas que eran esas dos personas.

Andrew Porter salió del estudio fotográfico y se dirigió hacia mí. Tenía el rostro impasible, el ceño fruncido y un brillo de furia en los ojos. Se detuvo por un momento al otro extremo de mi escritorio, con la vista fija en la hoja escrita que sobresalía de la máquina de escribir.

—Toma —dijo—. Esto te ayudará a describir la escena. Dejó caer un puñado de fotos sobre mi escritorio.

Nolan se acercó y, unos segundos después, estábamos rodeados de reporteros y redactores. Miré las fotos; eran las que Porter había tomado en el interior de la casa. En blanco y negro, aquellas imágenes resultaban aún más impactantes. Si hubiesen sido en color, habrían tenido un aspecto surrealista, irreal, pero los implacables tonos de gris transmitían todo el horror.

Se oyeron algunas exclamaciones, palabrotas ahogadas, silbidos de impresión mientras las fotos pasaban de mano en mano. Había una de los dos cadáveres, otra de las manchas de sangre en la pared, otra de las heridas en la parte posterior del cráneo de los ancianos y una, tomada desde un lado para reducir al mínimo el reflejo del flash, de los números escritos en sangre en el gran espejo. Nolan la levantó.

—Publicaremos ésta —dijo. Se volvió hacia Porter—. Supongo que estás revelando algunas más que podremos sacar en el periódico, ¿no?

Porter hizo un gesto de asentimiento.

—Está bien —dijo Nolan—. El plazo de entrega se nos viene encima. —Me miró—. Vamos.

Me incliné una vez más sobre la máquina y coloqué una hoja en blanco en el rodillo. La multitud que rodeaba mi escritorio se dispersó rápidamente y, por un momento, sentí que iba a la deriva, mientras las palabras se arremolinaban en mi mente. Poco a poco se aclararon y comencé a mover los dedos con rapidez sobre el teclado, viendo las palabras saltar a la hoja. Ahuyenté los pensamientos de los últimos minutos de vida de los ancianos y los reemplacé por una sucesión de oraciones breves.

Era como si al describir lo que había visto, lo que había olido, lo que había oído, la realidad de todo eso quedase circunscrita al artículo, bien presentada y lista para su consumo por parte de los cientos de miles de lectores que aguardaban en la creciente oscuridad de la noche.

Estaba escribiendo de nuevo. A salvo.

Esa noche, antes de volver a casa, fui al bar con Nolan, Porter y otros colegas. Nos adueñamos de un par de mesas en un rincón, lejos de la máquina de discos de la que salía música country a todo volumen. Había algunos hombres de prensa y conductores de reparto sentados a la barra. Vi que nos miraban con curiosidad antes de devolver su atención a las latas de cerveza que tenían frente a sí ya la música, con la vista perdida en la oscuridad. La camarera trajo las copas a la mesa y sorteó el comentario de un redactor acerca de sus piernas con una breve sonrisa y las cejas arqueadas. Hubo un estallido de risas; yo me recosté en la silla y me llevé la botella de cerveza a la frente, notando el frescor que penetraba en mi piel. Cuando tomé el primer trago, el líquido se deslizó por mi garganta con rapidez y me hizo sentir extrañamente bien, aliviado.

—¿Creéis que le estamos dando alas a este tipo? —preguntó Nolan—. ¿Que, cuanta más publicidad le demos, más alicientes tendrá para matar?

Varias voces respondieron al mismo tiempo. Cerré los ojos, escuchando las palabras, meciéndome en la silla.

—Claro que no —repuso alguien—. Sólo estamos cubriendo la noticia como debe cubrirse.

—No lo sé —replicó otra persona—. ¿La estamos cubriendo o estamos participando en ella?

—Os diré algo —intervino Porter—, a juzgar por la escena de hoy, todo lo que ha hecho este tipo hasta ahora no es más que un precalentamiento.

—Pero ¿qué insinúas? —protestó una de las voces—. ¿Que debemos dejar de informar sobre esto para no darle alicientes al asesino? Demonios, no me importa si se carga a mil personas; nosotros tenemos que cumplir con nuestro debe como periodistas. Por Dios, no somos policías.

—Sin embargo —terció Nolan—, en los secuestros, por ejemplo, siempre cooperamos. Ocultamos los datos hasta que se captura a los culpables o hasta que se rescata a la persona (o ésta aparece muerta). Pero colaboramos con ellos para aseguramos de no poner en mayor riesgo a los secuestrados. Imaginaos que dejamos de publicar artículos sobre este caso: continuamos con la investigación y con las entrevistas, pero no las sacamos en el periódico. Luego, cuando atrapan al tipo, lo escribimos todo. ¿Qué tendría eso de malo?

Varios de los presentes hablaron al mismo tiempo.

—La competencia, la televisión, la radio, todo el mundo lo publicaría. Nos quedaríamos solos en esto.

—No lo sé —dijo Nolan.

—Además, el asesino podría llamar a otro periódico —señaló alguien—. Y dejarnos fuera de juego.

Entonces se impuso el silencio. Sólo se oía la música y el entrechocar de vasos en la barra. Este último argumento, pensé, tenía sentido para todos. Abrí los ojos.

—Generosidad de cara a la galería —murmuré.

Nolan se volvió hacia mí.

—¿Qué?

—Generosidad de cara a la galería, o como quieras llamarlo; da igual. A fin de cuentas, el fondo del asunto es que, con independencia de cuántos asesinatos cometa este tipo, de lo repugnantes que sean los crímenes y de lo estrecha que sea nuestra conexión con ellos, el periódico siempre cubrirá la noticia. No podemos hacer otra cosa. No estamos equipados para reaccionar como una organización responsable, como la burocracia o como la policía. Las cosas suceden, nosotros las difundimos. Para nosotros, siempre habrá otra historia más importante, más escandalosa, que provocará más crispación o alarma. Tal vez eso no suceda dentro de un mes o dentro de un año, pero ocurrirá. Y entonces todos nos volcaremos en esa historia y nos olvidaremos por completo de ésta. Hace un año, en Washington, el
Post
acabó con el presidente, pero ahora todo el mundo se pregunta: «¿Qué han hecho últimamente?» Ésa es la esencia de esta profesión: el preguntarte qué has hecho últimamente. Tenemos suerte de que haya locos como este asesino que, de vez en cuando, nos ayudan a hacer nuestro trabajo.

Finalicé mi discurso y me serví la cerveza que quedaba en la botella. Contemplé la espuma, que subió por un instante y luego empezó a deshacerse, dejando un cerco blanco en el borde del vaso. En torno a mí se oyó un coro de voces, que en su mayor parte expresaban aprobación. No obstante, Nolan me miró fijamente por encima de su vaso.

Más tarde, salimos los dos solos.

—¿De veras eres tan cínico? —preguntó.

—¿Tú qué crees?

—Es lo que pareces. Y también eres un mentiroso.

—¿Y eso? —inquirí, con una risotada.

Él no se rió.

—Te he visto esta noche, con la mirada clavada en las hojas. Sabía lo que pasaba por tu mente en ese momento. Estabas buscando la escalera, el pasadizo. Cuando un policía llega al escenario de un crimen, bromea, ríe, hace comentarios sarcásticos: es su manera de crear una barrera mental arbitraria entre sí mismo y la escena, como diciendo: «Yo no pertenezco a ese mundo.» Para nosotros es más fácil. Lo hacemos con palabras. Recuerdo que cuando yo trabajaba para
Los Angeles Times,
teníamos un corrector de estilo, un viejo de aquellos que van por ahí con quemaduras de cigarrillo en los pantalones y migajas en la camisa, ya sabes a qué me refiero. Él sostenía que no necesitaba ver el accidente, o el asesinato, o la persona ahogada, o lo que fuera, para describirlo, decía que su mente se representaba el entorno y las imágenes adecuadas. Hablaba con algunas personas por teléfono y luego se dirigía a su máquina de escribir; de allí salía la prosa más cuidada y precisa. Se entregaba totalmente a su trabajo; iba de su pequeño apartamento en el centro al periódico todos los días, cinco días a la semana, durante años, y tenía el estilo más depurado y vívido del periódico. Creo que todos querríamos ser como ese tipo, únicos e inimitables.

Hizo una pausa para reflexionar. La luna había salido temprano y su pálido resplandor parecía fundirse con la luz fluorescente del aparcamiento, tiñendo el mundo de un azul purpúreo.

—Tienes razón, nosotros nunca dejaríamos de lado la noticia, nunca lo ocultaríamos, aunque ese asesino te llamara mañana y dijera que lo único que lo impulsa a continuar es la publicidad. Supongo que en eso reside el dilema principal, lo más irónico de esta existencia. La complejidad de todo.

»Pero me pregunto hacia dónde estamos yendo cuando comenzamos a justificar nuestra complicidad encogiéndonos de hombros y diciendo: "El negocio de la prensa es así." Y no me repliques: estoy convencido de que somos cómplices. Después de todo, él nos envió a nosotros al escenario del crimen, no a la policía, ni a los bomberos, ni a nadie más.

»Sin embargo, pase lo que pase, sigue siendo una buena historia.

Nos quedamos callados durante uno o dos minutos. Las luces de la autopista brillaban en el crepúsculo.

—Nos vemos mañana —se despidió Nolan—. Tal vez él llame.

Luego se encaminó hacia su automóvil. Yo permanecí inmóvil en la penumbra, volviendo el rostro de modo que lo refrescase la brisa. Pero no la había; lo único que sentía eran los restos del calor diurno que irradiaba la acera y me envolvían como un manto.

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