Al calor del verano (22 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

»Había un maravilloso simbolismo en aquellos permisos. Dudo que los idiotas que estaban al mando tuvieran idea de ello, pero lo que había que hacer para que te concedieran una licencia era pasar la prueba de los M-16 en el campo de tiro. Aprender a disparar con un arma antes de tener la oportunidad de disparar con otra.

Imaginé su sonrisa al otro lado de la línea.

—Recuerdo los rostros de aquellos que no sabían manejar bien sus armas; se ponían en posición, con la mejilla pegada a la culata, los ojos clavados en el blanco, apuntando con el cañón largo, rezando por darle a algo. Para mí eso no suponía un problema. Cuando era niño vivíamos en la granja, mi padre me enseñó a disparar. El tenía un viejo 22, un Remington de un solo disparo y acción de cerrojo. Los sábados íbamos al descampado de al lado y pasábamos una o dos horas practicando. En Fort Bragg, agazapados en aquel campo de tiro, esperando la orden de disparar, me venía a la memoria aquella granja, el blanco clavado a una vieja tabla que se alzaba sobre el horizonte. Tengo los ojos grises. ¿Sabe que dicen que los que tienen los ojos grises son los mejores tiradores? Daniel Boone los tenía, según creo. Y también el sargento Alvin York.

Anoté el dato enseguida: ojos grises. Para la policía, pensé.

—Era extraño —continuó—: tuve la misma visión en el campo de prácticas y me asaltó el mismo recuerdo meses más tarde, cuando encañoné a mi primera víctima. Él estaba corriendo a unos treinta metros de mí, al borde de un arrozal, y su camisa negra se recortaba contra los árboles. Debía de ser joven y bastante inexperto: un verdadero soldado no se habría puesto en peligro de ese modo. Pensé en la granja y en las tardes con mi padre, en su voz áspera y exigente, gritándome: «¡Aprieta, maldita sea!» Entonces apreté el gatillo, sonó un disparo y, cuando levanté la vista, vi la figura trastabillar y caer. En torno a mí, el resto de la patrulla gritaba y aullaba con entusiasmo. No tuve problemas para pasar la prueba del campo de tiro. Me dieron una medalla por mi destreza como tirador antes de que abandonase el campamento. Entonces, un sábado al atardecer, todos nosotros, vestidos con ropa limpia y planchada y con la gorra ladeada sobre la frente, subimos a unos autobuses verde oliva que nos llevaron al pueblo.

»Había un bar: Friendly Spot, se llamaba. Un anuncio de cerveza en la ventana invitaba a entrar. Había una máquina de discos contra la pared y una mesa de billar al fondo, con una larga cicatriz en el centro, donde el tapete estaba rasgado. Sobre la mesa sólo estaba la bola blanca, y no vi ningún taco. En la máquina ponían música country, y de vez en cuando alguna canción de rock and roll. Willie Nelson y los Rolling Stones. Cuando entré estaba sonando
Simpathy for the Devil.
Tuve que parpadear porque estaba oscuro, y mis ojos tardaron varios minutos en adaptarse. El barman era un tipo grande de aquellos que se ponen el paquete de cigarrillos en la manga enrollada de la camisa. Llevaba barba. No hablaba mucho. Su idioma era el sonido de la caja registradora. Las chicas estaban sentadas a la barra. Cuando atravesamos la puerta, se levantaron de sus asientos y fueron a nuestro encuentro: nos tomaron del brazo y condujeron a algunos de nosotros hacia los taburetes de la barra, y a los demás hacia los reservados del fondo. Éramos cinco, y comenzamos a beber, reír y bromear. Recuerdo que ella era rubia, y que me quedé mirándole la papada durante largo rato. Tenía los senos caídos, como si hubiesen pasado por demasiadas manos. Parecía vieja.

Se quedó callado de nuevo.

—¿Y qué pasó?

Se rió.

—¿Usted qué cree?

Su tono había vuelto a cambiar y había recobrado un matiz de furia.

—No lo sé —respondí.

—Use su imaginación.

Más silencio en la línea.

—¿Por qué me cuenta estas cosas? —pregunté.

—Quiero que lo sepa.

—¿Por qué?

—Quiero que todos sepan con quién se enfrentan.

—¿No teme que algo de lo que diga ayude a la policía a rastrearlo?

—No.

—¿No?

—¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción? —dijo—. ¿Cómo se puede distinguir entre ambas?

—Suponga que lo pillan...

—No lo harán.

—¿Por qué no?

—Porque no son lo bastante listos.

—¿No estará subestimándolos?

—Lo dudo. Pero si es así, supongo que quedaré como un tonto.

—¿Y eso no le preocupa?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque ya estoy muerto —contestó.

Escribí esta frase textualmente. Alcé la vista y vi que Christine me observaba, a mí y al teléfono. Le alcancé la hoja para que la leyera. Abrió los ojos desorbitadamente.

—¿A qué se refiere con esto? —pregunté.

—A que me siento como un espectro, como una enfermedad sin sustancia. Mis entrañas están frías, ennegrecidas como si se hubiesen chamuscado. No queda vida dentro de mí. Sólo odio. Que es como la muerte...

—No lo entiendo —dije.

—No espero que lo entienda —replicó—. Al menos, aún no. Tal vez llegue a comprenderlo más adelante.

Empezaba a exasperarme.

—Escuche, maldita sea, usted no hace más que jugar conmigo; me cuenta cientos de recuerdos de su pasado, me habla de incidentes ocurridos durante la guerra. ¿Para qué? ¿Qué intenta demostrar? ¿Por qué hace esto?

—Recuerdo —dijo con mayor dureza— que un día estaba en la selva. Me encontraba con una patrulla a pocos kilómetros del campamento con mi pelotón; éramos media docena, y avanzábamos a duras penas entre los arbustos. Yo iba en cabeza; eso me gustaba, ¿sabe? Todos los demás lo detestaban, porque el que va delante es el primero en atraer la atención de los francotiradores... y el primero en pisar las minas. Todos tenían miedo de las minas, más que de cualquier enemigo. No se podía confiar ni en la tierra que uno pisaba. Nunca se sabía cuándo estaba uno a punto de dar el último paso. Los del Vietcong sembraban unas minas que explotaban con sólo tocarlas y te volaban los pies. Eso no era tan malo; las que más odiábamos emitían un pequeño chasquido y después un rugido ensordecedor. Verá, las minas tenían dos cargas; la primera lanzaba el dispositivo principal, hacia arriba, más o menos a la altura de la cintura, donde explotaba, destrozándote rodillas, muslos, testículos, pene, estómago. Todos los puntos más horribles en los que puedes herir a un hombre. A veces, la explosión partía al tipo en dos, matándolo al instante. Sin embargo, a veces sólo lo mutilaba, lo convertía en carne picada, y él se quedaba sentado en el suelo de la selva, mirando su ingle con incredulidad, viendo manar sangre de donde, segundos antes, estaban sus genitales.

»Pero a mí me gustaba ir en cabeza, más cerca del peligro. Supe que era un hombre afortunado el día que pasé por encima del alambre, sin siquiera verlo; estaba mirando hacia arriba, a través de las copas de los árboles, al cielo gris, y ni siquiera lo rocé. El tipo que me seguía no tuvo tanta suerte. Oí el chasquido, luego el rugido, y sin volverme supe de qué se trataba.

»Era un chico joven; hacía una o dos semanas que estaba allí. Era poco tiempo, y la fatiga no le hubiese arrebatado el ánimo. Lanzó un chillido y luego se sentó, o se cayó a causa de la explosión. Parecía que alguien hubiese derramado un plato de espagueti con salsa de tomate sobre su regazo. El médico corrió hacia él y el encargado de la radio comenzó a pedir ayuda y a gritarle al micrófono de la radio que necesitábamos un helicóptero.

»El chico me miró y murmuró: "Estoy herido", y yo asentí. Entonces dijo: "Voy a morir", y yo volví a asentir. Entonces se puso a proferir alaridos, y el médico le inyectó morfina. Recuerdo que el sargento soltaba obscenidades todo el tiempo. El estampido de la deflagración había hecho que todas las aves remontasen el vuelo y se alejaran por la selva. Yo me senté a observar y esperar, ¿durante cuánto tiempo, diez minutos? Tal vez menos. Se veía claramente que la vida se le escapaba por momentos. Cuanto más frenética era la actividad del médico, peor se ponía el chico: era como si estuviesen descoordinados. Momentos después, el chico murió, justo cuando oímos el zumbido del helicóptero. Los sonidos que producían las aves de la jungla al batir las alas y el del helicóptero no eran muy distintos. El médico también gritaba, golpeando el pecho del chico, intentando que su corazón volviese a latir. Era un día común y corriente, sólo uno de trescientos sesenta y cinco. —Hizo una pausa. Después de un instante, prosiguió—: Déjeme hablarle de la pareja de ancianos. Supongo que le interesará oírlo.

—Sí —dije.

—Muy bien. Fue un momento extraño.

—¿Por qué ellos? ¿Qué le habían hecho?

—Usted no lo entiende —repuso, irritado—. Ninguna de las víctimas me ha hecho nada. Son inocentes. ¿Es eso lo que quiere oír? ¡Sé que no tienen culpa alguna! De eso se trata, precisamente.

—¿Por qué la sangre? Estaba por todas partes.

—Para aumentar el horror.

Anoté esto.

—Bien —dije—, si ellos son símbolos para usted, ¿por qué no me explica qué representan? No entiendo el significado.

—Ya lo entenderá —dijo—. Una muchachita. Una pareja de ancianos. Fíjese en las víctimas que elijo. Ya he dicho que se trata de una recreación. Algo ocurrió cuando estaba en el extranjero, un incidente. Eso es lo que estoy reproduciendo aquí. ¿Recuerda, durante la primavera de 1971, cuando los Weathermen se manifestaron en Washington? Corrían por las calles arrojando cubos de basura y desperdicios, gritando imprecaciones, tratando de alterar el orden social. Pensaban que el pueblo estadounidense era demasiado conformista respecto a la guerra, que no comprendía lo que estaba sucediendo allá. ¿Cómo podían identificarse con la destrucción de la sociedad vietnamita si no la habían vivido de cerca? El propósito de las manifestaciones era «traer la guerra a casa», para despertar la conciencia de todos a través de una recreación simbólica. Yo había regresado de Vietnam y caminaba con ellos por las calles, observando y escuchando. Vi que, en realidad, no servía de nada. La gente lo veía como una molestia, no como un símbolo. Bueno, a los Weathermen les faltaba mi determinación. La gente no puede pasar por alto lo que yo estoy haciendo.

—Pero la guerra ya terminó —objeté—. Se acabó.
Kaput.
Fue un desastre pero ya forma parte del pasado. Todo el mundo está de acuerdo en eso.

—Para mí, nunca terminará. —Hablaba lenta y concienzudamente—. La veo en sueños todas las noches, cada mañana al despertar. A veces miro el sol y me parece que estoy otra vez allá, no aquí. Jamás terminará para mí.

Otro silencio.

—¿Y esos ancianos? —pregunté.

—¿Se refiere a los abuelitos? —Soltó una risotada.

—Oiga —dije, clavando la vista en Christine, que me miraba—. Usted necesita ayuda. Hay programas, centros de atención a los veteranos afectados por la guerra. Yo puedo ayudarle...

Era una sugerencia muy poco convincente, y sabía cómo reaccionaría él.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Todo es pura mierda! ¿Ha visto alguno de esos centros? ¿Se ha apuntado a alguno de esos programas? Lo dudo. ¿Sabe cómo es un hospital de ésos por dentro? Se lo diré. Son paredes y más paredes frías, de color verde pálido. A veces me parecía ver cicatrices en las paredes, las marcas de los gritos de todos los hombres que habían pasado por ese corredor. Hileras e hileras de camas y mesitas de noche cubiertas de colillas y cenizas, de desperdicios y de desechos humanos. Lo sé muy bien; yo estuve allí; yo lo sé. Y jamás volveré. Usted piensa que estoy loco; se nota. Leí el artículo en que cita a los psiquiatras. Son muy comprensivos. Enfermo, dicen, perturbado pide ayuda a gritos. No es más que la estúpida palabrería de su inútil profesión. Bueno, tal vez esté enfermo, tal vez esté perturbado, pero estoy mucho más vivo que cualquiera de ellos. —Tomó aire con un prolongado resuello—. Y antes de que acabe mucha gente deseará estar a salvo de mí. No estoy loco. ¡Maldición! ¡El mundo entero está loco!

La gente anda por ahí y actúa como si nada estuviera pasando. No son capaces de ver más allá de su reducido mundo. ¡Pues yo sí! Creo que soy el único cuerdo que queda —dijo, bajando la voz—, la única persona que comprende que a cada acción corresponde una reacción en sentido contrario. Pues bien, la sociedad me envió allí para actuar como un asesino; ahora que he vuelto, la reacción: estoy haciendo lo que mejor me enseñaron.

Se detuvo de nuevo para tomar aliento.

—¿Y usted? —preguntó.

—¿A qué se refiere?

—¿Estuvo allí? Creo que tenemos más o menos la misma edad, por eso se lo pregunto. ¿Estuvo en Vietnam?

—No —respondí—. No fui a la guerra.

—¿Por qué no?

Me pasaron por la cabeza varias respuestas, conversaciones con mi padre y con compañeros de la universidad. Recordé que me había dejado crecer el cabello, llevaba vaqueros y lucía símbolos de la paz, me manifestaba y cantaba. Parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces. Pensé en hablarle de la prórroga por estudios, de la inmoralidad de la guerra, de que me oponía a ella, de que habría preferido huir a Canadá. Eso es lo que él esperaba oír.

—Porque tenía miedo —dije sin embargo.

—¿De qué?

—No estoy seguro. —Titubeé—. De matar. De que me mataran.

—Era nuestra guerra —dijo, con voz serena.

—Lo sé.

Pensé en el retrato de mi abuelo, vestido con su uniforme verde oliva, y el ceñido cuello militar abrochado. Desde la fotografía, él miraba en silencio y en paz, como miembro del Cuerpo Expedicionario norteamericano. Fue teniente a los veintidós años, con el batallón 77. Combatió en Château-Thierry y más tarde en Argonne. Yo lo veía con ojos de niño. Él hablaba poco de la guerra. Cuando regresó, estudió derecho y se convirtió en Juez de las faltas ajenas desde un asiento en el tribunal. Cuando yo tenía ocho años, me llamó a su estudio. Estábamos a principios del otoño, y él comentó que el tiempo le recordaba los días nublados de Argonne. Antes del amanecer el cielo se iluminaba a medias como si fuese a desatarse una tormenta, decía, y entonces comenzaban los cañonazos, unos sonidos retumbantes que hacían añicos el alba. Cuando rompía el día, los destellos del fuego de artillería atravesaban la tierra de nadie hacia las líneas alemanas, y el cielo adquiría una tonalidad más cálida. La tierra entera se estremecía con las detonaciones. Las armas generaban su propio calor y su viento, como si tuviesen más poder que la naturaleza. Mi abuelo, mirándome fijamente desde el otro lado del escritorio, me entregó un regalo. Era su viejo casco de acero, tan pesado que yo apenas podía sostenerlo. Lo colocó sobre mi cabeza, retrocedió un paso y saludó. «La guerra que acabaría con todas las guerras, así la llamábamos entonces», dijo. El casco me ensuciaba el cabello; me lo quité y sacudí la cabeza. «Esa tierra es francesa —señaló—. Llevaba allí cuarenta y tantos años.»

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