–Jack, eres mejor cazatalentos que Major Bowes y Ted Mack juntos. El ciento por ciento, Jack. No voy a rechazar a ninguno de estos encantos.
–¿Cuándo nos encontramos?-preguntó el agente J.D.
–Mañana por la tarde -apuntó Kabikoff-. A las dos, pongamos. Nos encontramos en la cafetería del motel Sagebrush, en McAllen, y vamos desde allí al rodaje. ¡Una audición perfecta! ¡Todas deberían ser así!
Uno de los chicos llevaba un tatuaje en el pene. Dos de las chicas tenían magulladuras y cicatrices de navajazos.
Se inició una pelea entre los perros y Jack Ruby chilló:
–¡No, niños, no!
Littell encargó la cena al servicio de habitaciones: filete, ensalada César y una botella de Glenlivet. Era malgastar el botín y una ostentación más propia del estilo de Kemper que del suyo.
Tres tragos de whisky le aguzaron el ingenio. El cuarto le dio la certeza. Uno más le hizo llamar a Los Ángeles, a Sal el Loco. Sal agarró una pataleta: necesito dinero, dinero, dinero. – Intentaré conseguirlo- respondió Littell.
–Esfuérzate en lograrlo -dijo Sal.
–De acuerdo. Ahora, quiero que presentes a Kabikoff como aspirante a un préstamo del fondo. Llama a Giancana y organiza un encuentro. Llama a Sid con treinta y seis horas de plazo y confirma la cita.
Sal tragó saliva. Sal rezumaba miedo. Littell repitió que intentaría conseguirle dinero.
Sal accedió a lo que le pedía. Littell colgó antes de que empezara a suplicarle de nuevo. No le dijo a Sal que sólo le quedaban ochocientos dólares del botín.
Dejó aviso de que lo despertaran a las dos de la madrugada. Sus oraciones le llevaron un buen rato: Bobby Kennedy tenía una familia muy numerosa.
El viaje duró once horas. Llegó a McAllen con dieciséis minutos de margen.
El sur de Tejas era puro calor y humedad. Littell salió de la autovía e hizo inventario de lo que llevaba en el asiento trasero. Había un álbum de fotos con las hojas en blanco, doce rollos de cinta adhesiva y una cámara Polaroid Land con una lente zoom Rolliflex de largo alcance. También llevaba cuarenta cajas de película en color para la cámara, un pasamontañas y un flash del FBI de contrabando.
Era un equipo móvil de recogida de pruebas con todo lo necesario.
Littell se sumó de nuevo al tráfico y distinguió el motel Sagebrush, un grupo de bungalós en forma de herradura junto a la calle principal.
Redujo la marcha y aparcó delante de la cafetería. Puso el coche en punto muerto y esperó con el aire acondicionado conectado.
J.D. Tippit llegó a las 2.06. Su descapotable iba sobrecargado: seis jóvenes cachondos ocupaban los asientos y el equipo de filmación sobresalía del portaequipajes.
Todos entraron en la cafetería. Littell sacó una foto con el zoom para captar el momento. La cámara emitió un zumbido. La fotografía asomó por la rendija y se reveló en su mano en menos de un minuto.
Admirable…
Kabikoff se detuvo ante la puerta e hizo sonar el claxon. Littell tomó una foto de la matrícula.
Tippit y los actores asomaron con unos refrescos, se repartieron en los coches y pusieron rumbo al sur.
Littell contó hasta veinte y los siguió. El tráfico era fluido. Recorrieron varias calles durante cinco minutos y llegaron al punto fronterizo en un abrir y cerrar de ojos. Un aduanero les franqueó el paso. Littell tomó una fotografía para situar la escena: dos coches camino de violar leyes federales.
México era una prolongación polvorienta de Tejas. Los coches avanzaron a través de un largo rosario de aldeas de cabañas de latón. Un coche se situó detrás del descapotable de Tippit. Littell lo aprovechó como pantalla protectora.
Continuaron la marcha hacia las montañas cubiertas de matorrales. Littell se concentró en la antena con la cola de zorro del coche del policía. El camino era mitad de polvo y mitad asfaltado; la grava crujía bajo los neumáticos.
Kabikoff se desvió hacia la derecha al llegar a un rótulo en el que se leía: «Cuartel de la Policía del Estado.» Tippit siguió a Kabikoff. El camino era de tierra y los coches levantaron nubes de polvo mientras ascendían uno tras otro la ladera de una colina sembrada de rocas.
Littell se quedó en la vía principal y continuó la marcha. A unos cincuenta metros, montaña arriba, vio unos árboles que ofrecían un buen refugio: una arboleda tupida de pinos achaparrados desde la que podría tomar fotos.
Frenó y aparcó fuera del camino. Metió el equipo en una bolsa de lona y camufló el coche con ramas y matorrales.
Le llegó el eco de unas voces. Procedían del otro lado de la montaña, cerca de la cumbre. Siguió el sonido y arrastró el equipo por una pendiente de cuarenta y cinco grados. Desde la cima se dominaba un claro de tierra apisonada. Era un puesto de observación espléndido.
El «Cuartel» era una barraca de techo de holajata. Junto a ella habían aparcado varios coches de la Policía del Estado mexicana, Chevrolets y viejos Hudson Hornets.
Tippit transportaba latas de película, el gordo Sid estaba untando a los policías mexicanos y los actores masculinos observaban a unas mujeres esposadas.
Littell se agazapó tras un arbusto y preparó el equipo. El zoom le permitió tomar primeros planos. Vio las ventanas de la chabola abiertas de par en par, los colchones instalados en el interior, y distinguió las camisas negras policiales, con los galones en las mangas. Los coches de los policías tenían fundas de piel de leopardo en los asientos. Las mujeres llevaban pulseras de identificación de reclusas.
El grupo se dispersó. Los camisas negras quitaron las esposas a las mujeres. Kabikoff llevó el equipo al interior del cuartel.
Littell se puso a trabajar. El calor hacía que le flojearan las piernas. El zoom lo acercó mucho a la acción.
Tomó fotos y contempló cómo se revelaban. Luego, las guardó en ordenados montones dentro de la bolsa de lona.
Fotografió a las chicas abrazadas sobre un colchón y a Sid Kabikoff instándolas a montar una escena lésbica.
Fotografió penetraciones obscenas. Fotografió escenas con consoladores. Fotografió a los actores azotando a las mujeres mexicanas hasta hacerlas sangrar.
La Polaroid le proporcionó primeros planos instantáneos. El gordo Sid quedaba incriminado -en color y en papel brillante- en los siguientes delitos: conducta depravada con soborno, agresión con abuso de autoridad, realización de filmaciones pornográficas para su venta en otros estados, violación de nueve estatutos federales.
Littell disparó las cuarenta cajas de película que había traído. A su alrededor, el sudor empapaba el suelo.
Kabikoff quedó retratado en pleno delito: trata de blancas, violación de la ley Mann, complicidad en secuestro y agresión sexual.
¡Foto!: un descanso para tomar algo; los policías cociendo tortillas sobre el capó de un coche patrulla.
¡Foto!: una presa intenta escapar.
¡Foto! ¡Foto! ¡Foto!: dos policías la atrapan y la violan.
Littell regresó al coche. Rompió en sollozos apenas pasada la frontera.
Colocó las fotos en el álbum y se tranquilizó con plegarias y con una cerveza. Encontró otro buen puesto de observación: el arcén de la vía de incorporación a la Interestatal, a medio kilómetro al norte de la frontera.
La rampa, de una sola dirección y único acceso a la autovía, estaba perfectamente iluminada. Casi se podían leer los números de las matrículas. Littell esperó. Los chorros del aire acondicionado impidieron que se amodorrarse. La medianoche quedó atrás.
Los coches circulaban despacio, cumplidores con la ley; la patrulla de Fronteras ponía multas en toda la ruta hasta McAllen. Los faros pasaban junto a él. Littell continuó atento a las matrículas. El frío del aire acondicionado le estaba mareando.
Pasó el Cadillac de Kabikoff. Littell se puso en marcha tras él. Colocó la luz color cereza en el techo del vehículo y se puso el pasamontañas. La luz emitió su centelleo rojo brillante. Littell puso las luces largas e hizo sonar el claxon.
Kabikoff se detuvo. Littell lo hizo tras él y anduvo hasta el Cadillac. Kabikoff soltó un grito: el pasamontañas era rojo intenso con unos cuernos blancos de demonio.
Más tarde, Littell recordó haber formulado amenazas.
Recordó su última frase: VAS A HABLAR CON GIANCANA LLEVANDO UN MICRÓFONO ENCIMA.
Recordó una palanca de desmontar neumáticos.
Recordó la sangre en el salpicadero del coche.
Recordó haber suplicado DIOS, POR FAVOR, NO DEJES QUE LO MATE.
(Miami, 29/8/59)
–¡Unos jodidos mamones comunistas tirotean mi compañía de taxis! ¡Primero es Bobby Kennedy, y ahora esa mierda de rojos cubanos!
Varias cabezas se volvieron hacia ellos. Jimmy Hoffa hablaba alto. Almorzar con Jimmy era un riesgo: el cabronazo siempre lo salpicaba todo de comida y de café.
Pete tenía dolor de cabeza. La central de la Tiger Kab estaba en diagonal con el local de comidas; las jodidas rayas atigradas le hacían daño a la vista. Apartó la mirada de la ventana.
–Jimmy, hablemos de…
Hoffa lo interrumpió:
–Bobby Kennedy me ha echado encima a todos los grandes jurados del país, cojones. Todos los malditos fiscales del universo quieren darle por saco a James Riddle Hoffa.
Pete bostezó. El whisky barato de Los Ángeles era brutal.
Boyd le había dado órdenes estrictas: haz una oferta por la compañía de taxis. Busco un centro de recogida de información y de reclutamiento en Miami. Se espera que lleguen más balseros. Cuando el campamento de Blessington esté en funcionamiento, necesitaremos más plazas de conductor para nuestros chicos.
Una camarera les llevó café recién hecho. Hoffa había derramado su taza.
–Hablemos de negocios, Jimmy -propuso Pete.
–Ya me parecía que no habías tomado el avión para probar ese bocadillo de carne asada… -Hoffa echó azúcar y crema al café.
–La Agencia quiere arrendar parcialmente la compañía de taxis. – Pete encendió un cigarrillo-. En la Agencia y en la Organización hay mucha gente que empieza a estar muy irritada con Cuba y la Agencia cree que el local sería un buen lugar para reclutar voluntarios. Y van a llegar a Miami montones de exiliados cubanos, de modo que será un gran negocio si Tiger Kab se proclama abiertamente anticastrista.
–¿Qué significa «arrendar parcialmente»?-preguntó Hoffa tras un eructo.
–Significa que tú recibes cinco mil dólares al mes, en metálico, más la mitad de los beneficios brutos, más un acuerdo de la Agencia con Hacienda, por si acaso. Mi cinco por ciento se mantiene, conservas a Chuck Rogers y a Fulo al frente del negocio y una vez empiece mi trabajo en Blessington, yo acudo regularmente a comprobar cómo va todo.
A Jimmy le brillaron los ojos: $$$.
–Me gusta. Pero Fulo dijo que Kemper Boyd está muy apegado a los Kennedy y eso no me agrada en absoluto.
–Fulo tiene razón -reconoció Pete, y se encogió de hombros.
–¿Crees que Boyd podría quitarme de encima a Bobby?
–Yo diría que sus lealtades son demasiado volubles como para intentarlo. Con Boyd, las cosas siempre resultan agridulces. Hoffa se limpió una mancha de la corbata.
–Lo agrio es que esos jodidos comunistas disparasen contra mi local. Lo dulce, que me sentiría tentado a aceptar la oferta, si tú te ocuparas de ellos.
Pete reunió un grupo en la oficina de recepción de llamadas de Tiger Kab. Eran todos tipos recios: Chuck, Fulo y Teo Páez, el hombre de Boyd.
Acercaron las sillas al aparato de aire acondicionado y Chuck hizo pasar una botella.
Fulo afiló su machete con una piedra.
–He sabido que los seis traidores han desocupado sus apartamentos -dijo-. Me han dicho que se han trasladado a una «casa segura». Está cerca de aquí y creo que la financian los comunistas.
Chuck limpió la saliva de la botella.
–Ayer vi a Rolando Cruz rondando por el local -señaló-, de modo que me parece razonable suponer que estamos bajo vigilancia. Un policía amigo mío me ha proporcionado el número de matrícula de los coches de esos tipos; nos será útil si decidimos ir a por ellos.
–Muerte a los traidores -dijo Páez.
Pete arrancó de la pared el aparato de aire acondicionado. Salió del aparato una nube de vapor.
–Ya entiendo -dijo Chuck-. Quieres darles un objetivo, ¿no?
Pete cerró el local a la vista de todo el mundo. Fulo llamó a un técnico para que reparase el aparato de aire acondicionado. Chuck llamó por radio a los conductores y les ordenó que devolvieran los taxis a la central inmediatamente.
Llegó el técnico y desarmó el aparato de la pared. Los taxistas dejaron los vehículos y se marcharon a casa. Fulo puso un rótulo en la puerta: «Tiger Kab Co. Cerrado Temporalmente.»
Teo, Chuck y Fulo salieron de pesca en sus coches particulares, sin rastro de franjas atigradas y demás parafernalia de la Tiger Kab, pero dotados de equipo de radio emisor/receptor.
Pete volvió a la oficina y dejó las luces apagadas y las ventanas cerradas. En el local hacía un calor brutal.
Establecieron una cadena a cuatro bandas: los tres coches y la central. Fulo patrullaba Coral Gables; Chuck y Teo recorrían Miami. Pete estaba conectado con ellos mediante auriculares y micrófono de mano.
Era un trabajo sedentario, que irritaba el trasero. Chuck ensució las ondas con una larga divagación sobre el panteón judeo-negro. Transcurrieron lentamente tres horas. Los coches mantuvieron la charla. No vieron por ninguna parte a los jodidos procastristas.
Pete dormitaba con los auriculares puestos. El aire denso le provocaba estornudos. El parloteo de las conversaciones cruzadas le evocó aquellas breves pesadillas de dos segundos de duración.
Sus pesadillas habituales: la carga contra la infantería japonesa y el rostro de Ruth Mildred Cressmeyer.
Dormitaba con el zumbido y el eco de la radio. Creyó oír la voz de Fulo.
–Coche dos a base, urgente. Cambio.
Se despejó con un respingo y conectó el micrófono:
–¿Sí, Fulo?
Fulo chascó la lengua. El ruido del tráfico se filtraba tras su voz.
–Tengo a la vista a Rolando Cruz y a César Salcido. Se han parado en una estación de servicio y han llenado de gasolina dos botellas de Coca-Cola. Ahora mismo van hacia ahí a toda velocidad.
–¿Por dónde vienen?-preguntó Pete-. ¿Por Flagler o por la calle Cuarenta y seis?