América (35 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–Se pondrá furioso -comentó Pete con una sonrisa.

–Seguro que sabes hacérselo entender.

–Si estoy trabajando en Miami, entonces ¿quién va a llevar el campamento?

Kemper sacó su agenda.

–Ve a ver a Guy Banister a Nueva Orleans. Dile que necesitamos a un tipo duro, blanco, para dirigir el campamento. Un tipo con redaños, que sepa dominar a esos palurdos de los alrededores de Blessington. Guy conoce a todos los cazurros derechistas de la Costa del Golfo. Dile que necesitamos un hombre que no esté demasiado loco y que esté dispuesto a trasladarse al sur de Florida.

Pete anotó el número de Banister en una servilleta.

–¿Estás seguro de que todo esto dará resultado?

–Sí. Sólo rezo para que Castro no se vuelva proamericano.

–Es un hermoso sentimiento, teniendo en cuenta que eres un hombre de Kennedy.

–Jack sabría apreciar la ironía.

–Jimmy cree que deberías decirle a Jack que ate corto a Bobby. Pete hizo chasquear los nudillos al hablar.

–Nunca. Y quiero ver a Jack elegido Presidente, y no intercederé ante los Kennedy para ayudar a Hoffa. Tengo las cosas…

–…compartimentadas, ya lo sé.

Kemper sostuvo en alto el anillo.

–Stanton quiere que le ayude a influir en la política cubana de Jack. Queremos que el problema cubano se prolongue, Pete. Si es posible, hasta que llegue la administración Kennedy.

Pete hizo crujir los pulgares.

–Jack tiene una buena mata de pelo -respondió-, pero no lo veo presidente de Estados Unidos.

–Las cualificaciones no cuentan. Lo único que hizo Ike fue invadir Europa y parecer el tío de cualquiera.

Pete se desperezó. El faldón de su camisa se deslizó hacia arriba y dejó a la vista dos revólveres.

–Suceda lo que suceda, cuenta conmigo. Este jodido asunto es demasiado gordo como para quedarse fuera.

El coche de alquiler tenía un discreto Jesucristo en el tablero. Kemper colgó el anillo de la cabeza de la pequeña imagen.

El aire acondicionado se averió a la salida de Miami. Un concierto por la radio le ayudó a desviar su atención del calor. Un virtuoso tocaba Chopin. Kemper revivió la escena del Pavillon.

Jack había hecho de pacificador y había aplacado los ánimos. El hielo del viejo Joe se había fundido convenientemente. Los dos se habían quedado a tomar una copa, aunque incómodos.

Bobby estaba enfurruñado. Ava Gardner estaba rotundamente despistada. No tenía la menor idea de qué significaba la escena.

Al día siguiente, Joe le envió una nota. Terminaba así: «Laura merece un hombre con pelotas.»

Laura dijo «te quiero» esa noche. Él decidió pedirla en matrimonio por Navidad.

Ahora podía permitirse a Laura. Tenía tres cheques y dos suites de hotel por tiempo indefinido. Y tenía un saldo de seis cifras, aunque modesto, en su cuenta corriente.

Y si Trafficante decía que sí…

Trafficante comprendió los abstrusos conceptos.

Los términos «autofinanciado», «autónomo» y «compartimentado» le divirtieron. Lo de «fuentes farmacológicas alineadas con la Agencia» le provocó una franca carcajada.

El mafioso llevaba un traje de seda de tacto rugoso. Su despacho lucía un mobiliario de estilo danés moderno, de madera clara.

El plan de Kemper le encantó. Captó su carga política de inmediato. El encuentro se prolongó. Un asistente sirvió un anisete y pastas.

La conversación derivó en varias direcciones. Trafficante criticó el mito del Gran Pete Bondurant. De la bolsa de papel que Kemper tenía junto a los pies no se hizo la menor mención.

El asistente sirvió unos cafés exprés y unas copas de Courvoisier. Kemper marcó el momento con un gesto de cabeza.

–Esto lo envía Raúl Castro, señor Trafficante. Pete y yo queremos que se lo quede, en prenda de nuestra buena fe.

Trafficante cogió la bolsa. Sonrió al notar el peso y lo estrujó ligeramente.

Kemper hizo girar el coñac en la copa y continuó.

–Si Castro es eliminado como resultado directo o indirecto de nuestros esfuerzos, Bondurant y yo nos aseguraremos de que se reconozca su contribución. Y otra cosa aún más importante: intentaremos convencer al nuevo gobernante cubano de que les permita a usted y a los señores Giancana, Marcello y Rosselli recuperar el control de sus casinos y construir otros nuevos.

–¿Y si se niega?

–Lo eliminaremos.

–¿Y qué quieren usted y Pete por este duro trabajo?

–Si Cuba es liberada, queremos repartirnos el cinco por ciento de todos los beneficios de los casinos del hotel Capri y del Nacional a perpetuidad.

–¿Y si Cuba continúa siendo comunista?

–Entonces, no nos llevamos nada.

Trafficante asintió con la cabeza:

–Hablaré con los demás muchachos. Y, naturalmente, mi voto es «sí».

32

(Chicago, 4/9/59)

Littell captó interferencias de estática. Las escuchas entre una casa y un coche siempre resultaban difíciles. La señal llegaba desde cincuenta metros de distancia.

Sid Kabikoff llevaba el micrófono pegado al pecho con cinta adhesiva. Sal el Loco había concertado el encuentro.

Sam G. había insistido en hacerlo en su apartamento; lo tomaba o lo dejaba. Butch Montrose salió a recibir a Sid al porche y lo acompañó a una pieza del piso de arriba, en la parte de atrás del edificio. En el coche hacía un calor terrible. Littell tenía las ventanillas subidas para filtrar los ruidos.

Kabikoff: «Tienes una casa realmente bonita, Sam. En serio, ¡vaya choza!»

Littell escuchó unos ruidos, como si rascaran sobre el micro, y visualizó lo que debía de estar sucediendo. Sid estaba estirando la cinta. Estaba frotándose las magulladuras que él le había producido en Tejas.

La voz de Giancana llegaba poco clara. Littell creyó oír que se mencionaba a Sal el Loco.

Aquella mañana había intentado dar con Sal. Había rondado por su ruta de recaudación y no había podido localizarlo.

Montrose: «Sabemos que trataste con Jules Schiffrin hace tiempo. También sabemos que conoces a algunos de los muchachos, de modo que es como si vinieras recomendado.»

Kabikoff: «Es una especie de círculo. Cuando uno está en el círculo, está en el círculo.»

Los coches pasaban con gran estruendo. Los cristales de las ventanas vibraron hasta casi saturar la escucha.

Kabikoff: «Y en el círculo todo el mundo sabe que soy el mejor en el negocio del cine porno del Oeste. Todo el mundo sabe que Sid el Judío tiene los coños más hermosos y unos tíos con las pollas hasta las rodillas.»

Giancana: «¿Sal te dijo que pidieras un préstamo al fondo de pensiones en concreto?»

Kabikoff: «Sí, Sal me lo dijo.»

Montrose: «¿Anda Sal en algún problema de dinero, Sid?»

El ruido del tráfico ahogó la respuesta. Littell calculó que transcurrieron unos seis segundos.

Montrose: «Ya sé que Sal está en el círculo y sé que el círculo es el círculo, pero también digo que en enero entraron a robar en mi propio nidito de amor, y que me birlaron catorce de los grandes de mi jodida bolsa de golf.»

Giancana: «Y en abril, a unos amigos nuestros les limpiaron ochenta de los grandes que tenían guardados en una consigna. Y justo después de esos golpes, Sal empieza a gastar dinero nuevo, ¿sabes? Butch y yo atamos cabos casi por casualidad.»

Littell sintió un leve mareo. El pulso se le disparó.

Kabikoff: «No. Sal no haría una cosa así. No, seguro que…»

Montrose: «El círculo es el círculo y el fondo es el fondo, pero las dos cosas no son necesariamente la misma. Jules Schiffrin está con el fondo, pero eso no significa que vaya a concederte un préstamo sólo porque compartisteis unas cervezas hace tiempo.»

Giancana: «Últimamente nos da la impresión de que alguien está tratando de llegar hasta Jimmy Hoffa y el fondo a través de una falsa petición de préstamo. Hemos hablado del asunto con Sal, pero no tenía nada que decirnos.»

A Littell se le aceleró la respiración. Los ojos le hicieron chiribitas.

Montrose: «Entonces, ¿alguien te ha propuesto participar en algo así?¿Los federales, quizás, o la policía local del condado de Cook?»

El micrófono recogió unos golpes. Tenía que ser el pulso apresurado de Sid.

Un zumbido se superpuso a los golpes. El sudor de Sid estaba inundando los conductos del aparato.

La comunicación crepitó y se cortó. Littell movió el mando del volumen pero no consiguió más que un silencio envuelto en estática.

Bajó los cristales de las ventanillas y contó cuarenta y seis segundos. El aire fresco le aclaró la cabeza.

«No puede identificarme. Llevaba el pasamontañas las dos veces que hablamos.»

Kabikoff apareció en la acera con paso vacilante. De la espalda de la camisa le colgaban unos cables. Montó en su coche y lo puso en marcha. Se saltó un semáforo en rojo sin inmutarse.

Littell dio a la llave de contacto de su vehículo, pero éste no quiso arrancar. El equipo de escucha le había gastado la batería.

Sabía qué encontraría en casa de Sal. Cuatro whiskies con otras tantas cervezas le prepararon para acudir allí y verlo.

Habían torturado a Sal en el sótano. Lo habían desnudado y lo habían atado a una tubería del techo. Lo habían mojado con una manguera y lo habían electrocutado con cables de empalme.

Sal no había hablado. Giancana ignoraba el nombre de Littell. Y Sid, el gordo Sid, desconocía el nombre e incluso su aspecto físico.

Giancana y los otros podían dejar que Sid volviera a Tejas. Podían matarlo en cualquier punto del trayecto, o no hacerlo.

A Sal le habían dejado un cable sujeto a la lengua. La electricidad le había dejado la cara de un negro lustroso.

Littell llamó al hotel del gordo Sid. El encargado de recepción dijo que el señor Kabikoff estaba en su habitación, con unos visitantes que habían llegado hacía una hora. Littell dijo al tipo que no pasara la llamada. Se detuvo a tomar dos whiskies y dos cervezas más y se acercó en coche a ver lo sucedido con sus propios ojos. Habían dejado la puerta sin cerrar. Sid estaba en una bañera de la que rebosaba el agua. Le habían arrojado encima un televisor conectado.

El agua burbujeaba todavía. La descarga eléctrica había dejado calvo a Kabikoff.

Littell intentó llorar, pero los whiskies y las cervezas le habían anestesiado demasiado.

Kemper Boyd siempre decía NO MIRES ATRÁS.

33

(Nueva Orleans, 20/9/59)

Banister aportó expedientes e historiales. Pete redujo a tres sus candidatos.

La habitación del hotel estaba inundada de dossiers y Pete estaba abrumado de notificaciones e informes del FBI: toda la extrema derecha del Sur, recogida en papel.

Se enteró de la información más reciente sobre los payasos del Ku Klux Klan y sobre los neonazis. Conoció la existencia del partido de los Derechos de los Estados Nacionales. Se maravilló de la cantidad de encapuchados que estaban en nómina del FBI: la mitad de los miembros del Klan en la tierra del dixie eran informadores de los federales.

Los soplones de los federales andaban por ahí, castrando y linchando gente, pero la única preocupación real de Hoover respecto del KKK eran minucias sobre fraude postal.

Un ventilador agitó los papeles de un expediente hasta desparramarlos. Pete se estiró en la cama e hizo aros de humo.

Memorándum a Kemper Boyd: la Agencia debería financiar una agrupación del KKK en Blessington. El campamento estaba rodeado de chiflados, pobres como ratas y llenos de odio contra los hispanos. Unas cuantas actividades del Klan ayudarían a mantenerlos distraídos.

Pete hojeó algunas denuncias. Su olfato no le había engañado: los candidatos que había seleccionado eran los menos rabiosos del montón.

Tales candidatos eran los siguientes:

El reverendo Wilton Tompkins Evans, mesías radiofónico y ex presidiario. Pastor de la «Cruzada Anticomunista del Aire», una emisión semanal en onda corta. Con buen dominio del español; ex paracaidista; tres condenas por estupro. Valoración de Banister: «Duro y capaz, pero quizá demasiado antipapista para trabajar con cubanos. Sería un gran oficial instructor y estoy seguro de que accedería a trasladarse, porque puede emitir su programa de radio desde cualquier parte. Amigo íntimo de Chuck Rogers.»

Douglas Frank Lockhart, miembro del Ku Klux Klan e informador del FBI. Ex sargento del cuerpo de Carros de Combate, ex policía de Dallas, ex guardaespaldas del dictador derechista Rafael Trujillo. Valoración de Banister: «Probablemente, el principal informador sobre el Ku Klux Klan en el Sur y auténtico fanático del Klan por derecho propio. Duro y lanzado, pero fácil de manipular y un tanto voluble. Al parecer, no se lleva mal con los hispanos, sobre todo si éstos son profundamente anticomunistas.»

Henry Davis Hudspeth, el proveedor de propaganda de odio racial número uno del Sur. Con buen dominio del español y un gran experto en jiujitsu. As de los cazas en la Segunda Guerra Mundial, con trece derribos en su haber en el teatro de operaciones del Pacífico. Valoración de Banister: «Me gusta Hank, pero puede mostrarse terco e inconvenientemente mordaz. En la actualidad, trabaja para mí como enlace entre mi campamento de exiliados cerca del lago Pontchartrain y el centro de reunión del Klan de Dougie Frank Lockhart. (Ambos lugares están situados en propiedades mías.) Hank es un buen hombre, pero quizá no es muy adecuado para un cargo de segunda banana.»

Los tres candidatos estaban a punto. Los tres tenían planes de fiesta para aquella noche: el Klan iba a prender una cruz frente al campamento de Guy.

Pete intentó echar un sueñecito antes del espectáculo. Llevaba acumulado un gran déficit de sueño: las últimas tres semanas habían sido caóticas y agotadoras.

Boyd consiguió algo de morfina en el rancho que tenía tratos amistosos con la CIA. La llevó en avión a Los Ángeles y la entregó al señor Hughes.

El señor Hughes agradeció el regalo y le dijo que volviera a Miami con sus mejores deseos.

Boyd no le dijo que se había convertido en un cruzado antirrojos a cambio de un cinco por ciento de dos casinos por toda la eternidad, si Cuba cambiase de roja a blanca, azul y roja.

Boyd vendió el trato a Trafficante. Marcello, Giancana y Rosselli accedieron. Boyd calculó que sacarían al menos quince millones de dólares por cabeza al año.

Le dijo a Lenny que inundara
Hush-Hush
de propaganda anticastrista y que guardara el chismorreo de sexo por el que se les caía la baba a Hughes y a Hoover. Que inventara algún escándalo para tenerlos contentos.

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