Los Ángeles era un presidio. Florida era un campamento de verano.
Voló a Miami a toda prisa. Había decidido que la factoría de droga mexicana sería la principal proveedora del grupo. Chuck se llevó allí las catorce libras iniciales para cortarlas y volvió con el peso sextuplicado. Trafficante repartió regalos extra entre todo el personal del grupo de oficiales.
Repartió recortadas y mágnums. Les proveyó de chalecos antibalas y de coches a estrenar para el trapicheo.
Fulo escogió un Eldorado del 59. Chuck, un encantador Ford Vicky. Delsol, Obregón, Páez y Gutiérrez eran todos hombres de Chevrolet. Y los hispanos siempre serán hispanos: todos llenaron sus vehículos de toques típicos de punta a cabo.
Trató a los hombres y llegó a conocerlos. Gutiérrez era sólido y calmoso. Delsol era listo y calculador. Su primo, Obregón, tenía un atrevimiento rayano en la locura; Boyd empezaba a creerlo capaz de cualquier cosa.
Santo Trafficante Junior reorganizó su negocio de la droga en Miami. El grupo de cubanos se ocupó exclusivamente del comercio con negros.
Boyd ordenó que se ofrecieran degustaciones gratuitas a todos los adictos de la ciudad y el grupo repartió una considerable cantidad de su mierda completamente gratis. Chuck rebautizó el barrio negro con el nombre de Paraíso del Negro Adicto.
Después, pasaron de la filantropía al negocio. Rondaron el barrio en sus coches, por parejas, y vendieron su basura con las armas a plena vista. Un yonqui intentó robar a Ramón Gutiérrez. Teo Páez le pasó una dosis cortada con veneno para ratas que acabó con él.
Hasta allí, Santo Junior estaba más que satisfecho. Santo insistía en recordar la instrucción número uno del grupo: no debéis probar la mercancía. Pete insistía en la instrucción número dos: si alguien le da a la heroína, me lo cargo.
Miami era el Paraíso del Crimen y Blessington era la Puerta Celestial que conducía hasta él. El campamento ocupaba unas cuatro hectáreas y sus instalaciones constaban de dos barracones, un polvorín, un centro de operaciones, un campo de instrucción y una pista de aterrizaje. El embarcadero y un pequeño puerto para lanchas rápidas estaban aún en construcción.
Los reclutadores del grupo de elite se apresuraron a descartar a algunos de los candidatos a recibir instrucción. Los palurdos de la comarca se irritaron ante la presencia de hispanos en su tierra. Pete contrató a varios hombres del Klan desempleados para que trabajaran en el embarcadero. Su gesto facilitó una paz provisional; ahora, klaneros y exiliados trabajaban juntos.
Ya se habían instalado en el campamento catorce hombres. Cada día escapaban de Cuba nuevos grupos de exiliados y la CIA se disponía a establecer más campamentos. Para mediados de 1960 estaban previstos más de cuarenta.
Castro sobreviviría… el tiempo suficiente para hacerlos ricos a él y a Boyd.
La cruz ardía con llamas altas y anchas. Pete distinguió el resplandor desde casi un kilómetro de distancia.
Un camino de tierra se desviaba de la carretera. Unos rótulos indicaban la dirección: «Negros, no pasar», «KKK, blancos unidos».
Los insectos entraban a través de los conductos de aire. Pete los aplastó con la mano. Vio una valla de alambre de espino y a unos tipos del Klan en posición de descanso, enfundados en túnicas blancas y ocultos bajo capirotes con orlas púrpura. También se fijó en sus acompañantes caninos, unos dóberman envueltos en sábanas.
Pete mostró brevemente el pase de Banister. Los encapuchados comprobaron el documento y le franquearon el paso.
Aparcó junto a unas camionetas y continuó a pie. La cruz iluminaba un claro del pinar algo apartado. A un lado se congregaban los cubanos. En el otro, algunos blancos repetían consignas. Una hilera de remolques repletos de pintadas separaba ambos grupos.
A la izquierda, Pete tenía tenderetes de comida del Klan, un puesto de tiro del Klan y unos chiringuitos que ofrecían objetos relacionados con el Klan; a su derecha, una reproducción del campamento de Blessington.
Pete se encaminó hacia el lado de los palurdos sureños. Varios capirotes puntiagudos se inclinaron hacia él: eh, tío, ¿dónde tienes la túnica?
Los insectos envolvían la cruz en un intenso zumbido, al que se superponía el estampido de los disparos de fusil y el tintineo de las dianas. La humedad rondaba el ciento por ciento.
Los brazaletes con la insignia nazi costaban 2,99 dólares. Los muñecos de vudú de rabinos judíos, cinco dólares el lote de tres.
Pete paseó ante los remolques. Vio una mesa con bocadillos apoyada contra un viejo Airstream: «WKKK – Cruzada Anticomunista del Reverendo Evans.»
Sujeto al eje había montado un altavoz del que salía un galimatías sin pies ni cabeza.
Se asomó a la ventana y vio a veintitantos gatos que se dedicaban a mear, a cagar y a joder. Un tipo alto y estrafalario gritaba por un micrófono mientras uno de los gatos clavaba las uñas en unos cables de onda corta, a punto de pasar al otro mundo frito como un churro.
Pete anotó la presencia de uno de los candidatos y continuó adelante. Todos los caucásicos iban encapuchados, de modo que no pudo reconocer a Hudspeth ni a Lockhart por su parecido con las fotos de las fichas policiales.
–¡Bondurant! ¡Aquí abajo!
La voz de Guy Banister le llegó, resonante, desde debajo del nivel del suelo. En mitad de éste se acababa de abrir una escotilla y una especie de periscopio asomaba por ella y giraba en un sentido y en otro.
Guy se había construido un jodido refugio antiatómico.
Pete se introdujo por la escotilla y Banister procedió a cerrarla tras él. El refugio era un espacio de cuatro por cuatro metros, con las paredes cubiertas de fotos de chicas del
Playboy
. Guy había almacenado allí una cantidad enorme de latas de alubias con cerdo y de botellas de bourbon.
Banister recogió el periscopio.
–Tenías un aspecto muy desamparado, ahí solo y sin túnica.
Pete se desperezó y la cabeza le rozó el techo.
–Es una preciosidad, Guy.
–He pensado que te iba a gustar.
–¿Quién paga esto?
–Todos.
–¿Qué significa eso?
–Significa que soy el propietario de las tierras y que la Agencia financia los edificios. Carlos Marcello ha donado trescientos mil dólares para armas y Sam Giancana aportó dinero para comprar a la policía del Estado. La gente del Klan paga por entrar y vender sus mercaderías y los exiliados cubanos trabajan cuatro horas al día en una brigada de obras y entregan la mitad de su paga a la causa.
Un aparato de aire acondicionado zumbaba a plena potencia. El jodido refugio era un iglú. Pete se estremeció de frío.
–Dijiste que Hudspeth y Lockhart estarían aquí.
–A Hudspeth lo han detenido esta mañana por robar un coche y es su tercer delito, de modo que no hay fianza. Pero Evans sí ha venido. Y no es un mal tipo, si uno evita el tema de la religión.
–Tiene que estar chiflado. Y Boyd y yo no queremos chiflados trabajando con nosotros.
–Pero darás empleo a chalados más presentables…
–Haz lo que te parezca. Y si gana Lockhart por incomparecencia de los demás, quiero tener unos minutos a solas con él.
–¿Por qué?
–Cualquiera que desfile con una sábana en la cabeza tiene que convencerme de que es capaz de mantener las cosas bien compartimentadas.
–¡Buena palabra para un tipo como tú, Pete! – comentó Banister con una carcajada.
–Todo el mundo me dice lo mismo.
–Eso se debe a que tratas con los de más arriba ahora que eres de la Agencia.
–¿Como Evans?
–Me has cogido. Pero así, de improviso, diría que ese hombre tiene unas credenciales anticomunistas más sólidas que las tuyas.
–El comunismo es malo para los negocios. No finjas que es algo más que eso.
Banister enganchó los pulgares en el cinturón.
–Si crees que eso te hace parecer más mundano, te equivocas de medio a medio.
–¿Ah, sí?
Banister sonrió, tan pagado de sí mismo que no se merecía vivir.
–Aceptar el comunismo es sinónimo de promoverlo. Tu vieja némesis, Ward Littell, acepta el comunismo y un amigo mío de Chicago me dijo que el señor Hoover está organizándole un perfil de procomunista, basado en sus inacciones más que en sus acciones. ¿Ves dónde le lleva a uno ser mundano y aceptador cuando la suerte está echada?
Pete hizo chasquear los nudillos.
–Ve a buscar a Lockhart. Ya sabes lo que quiere Boyd; explícaselo. Y, en adelante, métete los sermones donde te quepan.
Banister frunció el entrecejo y, cuando se disponía a abrir la boca, Pete se le adelantó:
–¡Bu!
Banister se escabulló por la escotilla a toda prisa.
El silencio y el aire frío eran un alivio. Los alimentos enlatados y las botellas de licor resultaban apetitosos. El empapelado de las paredes era soberbio; Miss Septiembre sobre todo.
Pongamos que los rusos soltasen la bomba. Pongamos que uno se encerrase allí. La fiebre del enclaustrado podía llegar a convencerlo de que las mujeres eran reales.
Lockhart se descolgó por la escotilla. Llevaba una túnica manchada de hollín y ceñida con una cartuchera y dos revólveres. Era un pelirrojo pecoso, con los cabellos color fuego, y tenía un acento del Misisipí profundo.
–El dinero me parece bien y no me molesta trasladarme a Florida. Pero la regla de no linchar a nadie tiene que desaparecer.
Pete le soltó un revés. Dougie Frank se mantuvo en pie; se merecía un sobresaliente en equilibrio.
–¡Tío, he matado basura blanca más grande que tú por mucho menos de lo que acabas de hacer!
Chulería sin gracia: un aprobado justillo.
Pete lo golpeó de nuevo. Lockhart sacó el arma de su diestra… pero no apuntó.
Nervios: sobresaliente. Sentido de la cautela: notable bajo. Lockhart se enjugó la sangre de la barbilla.
–Los cubanos me caen bien. No me importaría relajar mi política de exclusión racial y dejar entrar a sus tipos en mi asamblea del Klan. Sentido del humor: sobresaliente con matrícula.
Lockhart escupió un diente.
–Déme algo. Convénzame de que soy algo más que una especie de saco de gimnasio.
Pete guiñó un ojo.
–El señor Boyd y yo podríamos incluirte en un plan extra. Y la Agencia podría proporcionarte tu propio Ku Klux Klan.
Lockhart hizo un paso de baile a lo Stepin Fetchit.
–¡Gracias, massa! ¡Si usted fuera favorable al Klan, como un verdadero blanco, le besaría el borde de la túnica!
Pete le dio una patada en los huevos.
Lockhart cayó. Pero no gimió ni lloriqueó. Amartilló su arma… pero no disparó.
El tipo sacaba una nota general de aprobado.
(Nueva York, 29/9/59)
El taxi circuló hacia la parte alta de la ciudad. Kemper repasó los papeles que llevaba en el maletín.
Un gráfico mostraba los estados con elecciones primarias divididos por condados. Las columnas cruzadas enumeraban sus contactos entre las fuerzas del orden.
Marcó a los que se presumía demócratas y tachó a los presuntos republicanos radicales. Era un trabajo aburrido. Joe debería limitarse a comprarle la Casa Blanca a su hijo, sin más.
El tráfico estaba difícil. El taxista hizo sonar el claxon. Kemper jugó un poco a abogado del diablo; nunca estaba de más poner en práctica tal ejercicio.
Bobby había puesto reparos a sus constantes viajes a Florida. La réplica de Boyd había estado al borde de la indignación.
–Estoy encargado de enviar las pruebas recogidas por el comité McClellan, ¿verdad? Pues bien, no he digerido el caso Sun Valley y Florida es un estado que Jack necesita asegurarse en las elecciones generales. He estado allí para hablar con unos transportistas desafectos al sindicato.
El taxi cruzaba unos barrios pobres. El recuerdo de Ward Littell interrumpió sus reflexiones.
Llevaban un mes sin hablarse ni escribirse. La muerte de D'Onofrio había levantado un breve revuelo en la prensa y seguía sin resolver. Ward no había llamado ni escrito para comentar el caso.
Debía ponerse en contacto con Ward. Debía descubrir si la muerte de Sal el Loco era consecuencia de su trabajo como informador de Ward.
El taxista se detuvo ante el St. Regis. Kemper le pagó y apresuró el paso hasta el mostrador de recepción. Le atendió un conserje.
–¿Puede usted llamar a mi suite y pedirle a la señorita Hughes que baje?-dijo Kemper.
El conserje se colocó unos auriculares y pulsó unas clavijas en la centralita. Kemper consultó el reloj; se les estaba haciendo muy tarde para la cena.
–Lo siento, señor Boyd. En este momento, la línea está ocupada.
–Probablemente, la señorita Hughes está hablando con mi hija -comentó Kemper con una sonrisa-. Se pasan horas al teléfono, con tarifa de hotel.
–En realidad, la señorita Hughes habla con un hombre.
Kemper se descubrió a sí mismo apretando los puños.
–Déjeme los auriculares, ¿quiere?
–Verá…
Kemper le soltó diez dólares.
–Es que…
Kemper subió a cincuenta. El conserje los aceptó y le entregó los auriculares. Kemper se los puso.
Escuchó la voz de Lenny Sands, muy aguda y de mal agüero.
«… por terrible que fuera, ahora está muerto. Y él trabajaba para el borracho, igual que yo. Están el borracho y el bruto, y ahora el bruto me obliga a escribir esos absurdos artículos sobre Cuba. No puedo decir nombres, pero… Dios mío, Laura…»
«¿No estarás hablando de mi amigo, Kemper Boyd?»
«No es a ése al que temo, sino al bruto y al borracho. Del beodo, uno nunca sabe qué va a hacer. Y no he tenido noticias de él desde la muerte de Sal, lo cual me está poniendo absolutamente frenético…»
Aquello era una turbulencia en la compartimentación, se dijo Kemper. Debería aplicarse a contenerla.
(Chicago, 1/10/59)
Las olas empujaban la basura hasta la orilla. Vasos de papel y programas de cruceros se hacían trizas a sus pies.
Littell apartó los desperdicios a puntapiés. Dejó atrás el punto en el que había arrojado al agua el botín de Montrose.
Basura entonces, basura ahora.
Tenía tres difuntos por los que encender velas. Jack Ruby parecía a salvo; Littell llamaba al Carousel una vez por semana para oír su voz.
Sal había resistido la tortura. No había pronunciado nunca los nombres de Littell o de Ruby. Y Kabikoff sólo lo conocía como un policía encapuchado.