América (61 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–¿Qué me dices de un dry martini?

–Por aquí no hay de eso. Y el hombre que pide uno queda retratado como un agitador federal.

–Tengo a un camarero del Skyline Lounge de mi parte.

–Debe de ser judío. O gay.

Kemper cargó un poco el acento y masculló.

–Hijo, estás agotando mi paciencia.

Lockhart pestañeó.

–Bien… Mierda, entonces debes saber que he tenido noticia de que Pete encontró a sus cuatro muchachos. Guy Banister dice que a ti te faltan dos, lo cual no me sorprende, dado el trabajo de integración que has estado desarrollando.

–Háblame de los tiradores. Limita tus comentarios marginales y ve al grano.

Lockhart echó la silla hacia atrás. Kemper deslizó la suya más cerca de él.

–Bien, esto…, ha sido Banister quien me los ha enviado. Robaron una lancha rápida en Cuba y encallaron frente a la costa de Alabama. Allí atracaron algunas gasolineras y licorerías y renovaron una vieja amistad con ese tipo medio francés, Laurent Guéry, quien les dijo que llamaran a Guy para participar en algún trabajo contra Fidel.

–¿Y?

–Verás, incluso Guy los encontró demasiado chiflados para su gusto, y eso que los gustos de Guy resultan demasiado alocados para casi todo el mundo. Decidió enviarme a esos tipos, pero yo los necesitaba tanto como un perro las pulgas.

Kemper se acercó más. Lockhart echó la silla hacia atrás hasta tocar la pared.

–Boyd, me estás achuchando más de lo que estoy acostumbrado.

–Háblame de los cubanos.

–Joder, pensaba que éramos amigos.

–Lo somos. Pero háblame de los cubanos.

Lockhart deslizó la silla a lo largo de la pared.

–Se llaman Flash Elorde y Juan Canestel. «Flash» no es el nombre auténtico de ese Elorde. Lo adoptó porque existe un famoso boxeador hispano con mismo apellido que utiliza ese apodo.

–¿Y?

–Los dos están más locos que las cabras, y son feroces enemigos de Fidel. Flash se ocupaba de un negocio de trata de blancas en La Habana y Juan es ese violador que fue castrado por la policía secreta de Castro por haber violado a unas trescientas mujeres entre los años 1959 y 1961.

–¿Y están dispuestos a morir por una Cuba libre?

–Mierda, sí. Flash dice que, con la vida que ha llevado, cada día que despierta vivo es un milagro.

–Tú también deberías adoptar esa filosofía, Dougie -comentó Kemper con una sonrisa.

–¿Qué significa eso?

–Significa que en las afueras de Meridian hay una bonita iglesia de negros. Se llama la Primera Baptista de Pentecostés y tiene al lado un hermoso cementerio cubierto de musgo.

Lockhart se tapó uno de los orificios nasales y se sonó el otro apuntando al suelo.

–¿Y qué?¿Qué eres ahora, un jodido entusiasta de las iglesias de negros?

Kemper recurrió a su pausado deje sureño para expresar una advertencia.

–Di a tus muchachos que no toquen esa iglesia.

–Joder, Boyd, ¿qué esperas que responda a una cosa así un hombre blanco que se respete a sí mismo?

–Responde, «Sí, señor, señor Boyd».

Lockhart farfulló algo entre dientes. Kemper empezó a tararear
We Shall Overcorne
.

Lockhart abrió la boca.

–Sí, señor, señor Boyd.

Flash lucía un corte de pelo a lo indio mohicano. Juan, un gran paquete testicular: pañuelos o retales de tela enrollados llenaban el espacio que antes ocupaban sus pelotas.

La galería de tiro era un solar desocupado, contiguo a un aparcamiento de camiones.

Unos hombres del Klan en uniforme de gala disparaban contra latas y tomaban tragos de cerveza y Jack Daniel's.

Sólo acertaban una lata cada cuatro disparos a treinta metros. Bajo la luz de la tarde ya avanzada y empleando viejos M-1, Flash y Juan hicieron diana en todos sus disparos, al doble de distancia. Unos fusiles mejores y unas miras telescópicas los harían infalibles.

Dougie Frank se dedicó a sus cosas. Kemper observó la sesión de tiro de los cubanos. Flash y Juan se desnudaron de cintura para arriba y emplearon las camisas para ahuyentar a los mosquitos. Los dos hombres mostraban cicatrices de torturas en todo el cuerpo.

Kemper lanzó un silbido e hizo una señal a Lockhart: envíamelos ahora mismo. Dougie Frank fue a buscarlos. Kemper se apoyó contra una vieja Ford de media tonelada, cuya caja estaba cargada hasta los topes de botellas y armas.

Los hombres se acercaron y Kemper se mostró agradable y cordial. Todos se cruzaron sonrisas e inclinaciones de cabeza, seguidas de apretones de manos. Flash y Juan se pusieron la camisa en una muestra de respeto al gran bwana blanco. Kemper puso fin a las muestras de cortesía.

–Me llamo Boyd. Vengo a ofrecerles una misión.


Sí, trabajo
-dijo Flash en español-.
¿Quién es…?

Juan le indicó que callara.

–¿Qué clase de misión?-preguntó.

Kemper probó a chapurrear un poco de español.


Trabajo muy importante. Para matar gran puto Fidel Castro
.

Flash empezó a dar brincos. Juan lo agarró y lo forzó a dominarse.

–Esto no será una broma, ¿verdad, señor Boyd?

–¿Cuánto hará falta para convenceros?

Kemper sacó un fajo de billetes. De inmediato, los dos cubanos se acercaron más a él y Kemper enseñó un abanico de billetes de cien.

–Detesto a Fidel como el primero de los patriotas cubanos -aseguró-. Pregunten por mí al señor Banister y a ese amigo de ustedes, Laurent Guéry. Les pagaré de mi propio bolsillo hasta que lleguen los fondos de nuestros financiadores y, si tenemos éxito y eliminamos a Castro, les garantizo una prima suculenta.

El dinero los tenía hipnotizados. Kemper avivó aún más su interés. Cogió los billetes de cien dólares y entregó uno a Flash y otro a Juan. Uno a Flash y otro a Juan, uno a Flash…

Canestel cerró el puño en torno a los billetes.

–Creemos en su palabra -murmuró.

Kemper cogió una botella de la furgoneta. Flash marcó un ritmo de mambo dando unos golpes en el parachoques trasero.

Guardad unos tragos para nosotros los blancos! – gritó uno de los tipos del Klan.

Kemper apuró un trago. Flash, otro. Juan engulló media botella sin respirar.

La hora del cóctel dio paso a la hora de conocerse.

Kemper compró ropa a los dos cubanos y éstos sacaron sus cosas de casa de Lockhart.

Kemper llamó a su agente en Nueva York y le ordenó que vendiera unas acciones y le enviara cinco mil dólares. El hombre preguntó por qué y Kemper le dijo que había contratado a unos ayudantes.

Flash y Juan necesitaban un alojamiento. Kemper habló con el tipo de recepción que se había mostrado amistoso con él y le pidió que revisara su política de SÓLO BLANCOS.

El tipo accedió y los dos cubanos se instalaron en el motel Seminole. Kemper llamó a Pete a Nueva Orleans para proponerle una demostración de los candidatos a cargarse a Fidel.

Discutieron el plan de acción.

Kemper estableció el presupuesto en cincuenta de los grandes por tirador y doscientos para cubrir los gastos generales. Pete sugirió una indemnización de diez de los grandes para cada tirador rechazado. Kemper accedió.

Pete propuso celebrar la reunión en Blessington. Santo podía alojar a Sam G. y a Johnny en el motel Breakers. Kemper asintió.

–Necesitamos un hispano que sea cabeza de turco -dijo Pete-. Un hombre que no tenga relación con la CIA ni con nuestro grupo de elite.

–Lo buscaremos -aseguró Kemper.

–Mis muchachos son más valientes que los tuyos -dijo Pete.

–Seguro que no -replicó Boyd.

A Flash y a Juan les apetecía una copa. Kemper los llevó al Skyline Lounge. El camarero dijo: «No son blancos.» Kemper le pasó veinte dólares. «Ya lo son», dijo el camarero.

Kemper tomó varios Martini. Juan, I.W. Harper. Flash tomó ron Myers's con Coca-Cola.

Flash hablaba en español. Juan traducía. Kemper aprendió los rudimentos de la trata de blancas.

Flash raptaba a las chicas. Laurent Guéry las enganchaba a la heroína argelina. Juan estrenaba a las vírgenes e intentaba pervertirlas para que les gustase el sexo por el sexo.

Kemper prestó atención. Los detalles desagradables se borraron de su recuerdo, compartimentados y no aplicables.

Juan dijo que echaba de menos sus pelotas. Todavía se le ponía dura y podía follar, pero echaba de menos la experiencia total de correrse.

Flash bramó contra Fidel. Kemper pensó para sí: «yo no odio al tipo en absoluto».

Los seis llevaban uniforme de campaña almidonado y camuflaje de hollín. Había sido idea de Pete: que nuestros candidatos causen una impresión alarmante.

Néstor preparó un campo de tiro detrás del aparcamiento del Breakers. Kemper lo calificó de obra maestra de la improvisación. Constaba de blancos montados en poleas y sillas rescatadas de una coctelería demolida. El armamento para la demostración era de primera calidad, proporcionado por la CIA: fusiles M-1, un surtido de pistolas y rifles con mira telescópica.

Teo Páez fabricó blancos con monigotes rellenos de paja que representaban a Castro. Las figuras eran de tamaño natural, realistas, llenas de barbas y de grandes habanos.

Laurent Guéry se presentó en la fiesta. Teo comentó que el tipo había escapado de Francia por piernas. Según Néstor, había intentado matar a Charles de Gaulle.

Los jueces se instalaron bajo un toldo. S. Trafficante, J. Rosselli y S. Giancana ocuparon sus asientos, provistos de bebida y de prismáticos.

Pete actuó de armero. Kemper, de maestro de ceremonias.

–Caballeros, tenemos aquí a seis hombres entre los que escoger -anunció-. Ustedes financian la operación y sé que querrán tener la última palabra respecto a quién participa. Pete y yo proponemos equipos de tres hombres con Néstor Chasco, a quien ya conocen, como tercero en todos los casos. Antes de empezar, quiero subrayar que todos estos hombres son leales, intrépidos y plenamente conscientes de los riesgos que corren. Si son capturados, se darán muerte antes que revelar quién ha organizado esta operación.

Giancana dio unos golpecitos en la esfera de su reloj.

–Se me hace tarde. ¿Podemos ver el espectáculo?

Trafficante imitó su gesto.

–Vamos al grano, ¿eh, Kemper? Me esperan en Tampa.

Kemper asintió. Pete colocó al Fidel número uno a quince metros. Los hombres cargaron los revólveres y se colocaron en posición de combate con ambas manos en el arma.

–¡Fuego! – dijo Pete.

Chino Cromajor le voló el sombrero a Fidel. Rafael Hernández-Brown le arrancó el habano de los labios. César Ramos le cortó ambas orejas.

El eco de los estampidos se apagó. Kemper estudió las reacciones. Santo ponía cara de aburrimiento. Sam, de-impaciencia. A Johnny se lo veía ligeramente perplejo.

Juanita Chacón apuntó a la entrepierna y abrió fuego. Fidel número uno perdió su virilidad.

Flash y Juan dispararon dos veces. Fidel perdió brazos y piernas. Laurent Guéry aplaudió. Giancana consultó el reloj.

Pete situó el Fidel número dos a cien metros. Los tiradores levantaron sus obsoletos M-1. Los jueces cogieron los prismáticos.

–¡Fuego! – ordenó Pete.

Cromajor le voló los ojos al muñeco. Hernández-Brown le segó los pulgares.

Ramos le aplastó el cigarro. Juanita lo castró.

Flash le rompió las piernas por las rodillas. Juan hizo un certero disparo en pleno corazón.

–¡Alto el fuego! – gritó Pete. Los tiradores bajaron las armas y se alinearon en posición de descanso.

–Impresionante -comentó Giancana-, pero no podemos actuar con precipitación en un asunto tan grande.

–Debo darle la razón a Mo -intervino Trafficante. – Necesitamos un poco de tiempo para pensarlo -dijo Rosselli. Kemper notó unas náuseas. La mezcla de drogas le estaba sentando mal.

Pete temblaba.

75

(Washington, D.C., 24/1/62)

Littell guardó el dinero en el cajón de seguridad del escritorio. La minuta de un mes: seis mil dólares en metálico.

–No lo has contado -dijo Hoffa.

–Confío en ti.

–Podría haberme equivocado.

Littell inclinó la silla hacia atrás y levantó la vista hasta él.

–No lo creo. Sobre todo, cuando lo has traído tú mismo.

–¿Habrías preferido acercarte tú por mi taller con este frío?

–Habría podido esperar hasta el día uno.

Hoffa se apoyó en el borde del escritorio con el abrigo empapado de nieve medio derretida. Littell revolvió unos expedientes y Hoffa levantó el pisapapeles de cristal.

–¿Has venido a contarme algo, Jimmy?

–No, pero si tú tienes algo para mí, soy todo oídos.

–Aquí tienes esto: tú vas a ganar el caso y Bobby va a perder. Será una batalla larga y dolorosa, pero saldrás vencedor por puro desgaste.

Jimmy apretó el pisapapeles entre sus dedos.

–He pensado que Kemper Boyd debería hacerte llegar una copia de mi expediente del Departamento de Justicia.

Littell movió la cabeza en gesto de negativa.

–No querría hacerlo, y yo no se lo pediría. Kemper tiene a los Kennedy y lo de Cuba y Dios sabe qué más envuelto en pulcros paquetitos cuya lógica sólo él conoce. Hay límites que no quiere traspasar, y tú y Bobby Kennedy sois uno de ellos.

–Los límites cambian -replicó Hoffa-. Y, por lo que hace a Cuba, creo que Carlos es el único de la organización a quien todavía le importa. Para mí que Santo, Mo y los demás están cansados y aburridos de todo lo que se refiere a esa jodida isla del demonio.

Littell se arregló el nudo de la corbata. Bien, porque yo estoy aburrido de todo, excepto de manteneros a ti y a Carlos un paso por delante de Bobby Kennedy.

–Antes, Bobby te caía bien -dijo Hoffa con una sonrisa-. Me han dicho que lo admirabas de verdad.

–Los límites cambian, Jimmy. Tú mismo acabas de decirlo.

–Y es verdad. – Hoffa dejó el pisapapeles-. Y también es verdad que necesito algo contra Bobby, maldita sea. ¡Y tú, jodido, destapaste esas escuchas clandestinas a los Kennedy que Pete Bondurant realizó para mí en el 58!

Con esfuerzo, Littell transformó un gesto ceñudo en una sonrisa. – Ignoraba que supieras eso.

–Es evidente. Y también debería serlo que te perdoné.

–Y es evidente que quieres intentarlo de nuevo.

–Sí.

–Llama a Pete, Jimmy. A mí no me sirve de mucho, pero es el mejor del mundo en extorsiones.

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