¿Un montaje? Por supuesto, Sherlock.
Rock Hudson era un mariposón sin el menor interés por las mujeres. Fred Otash era un ex policía y perrito faldero de Hollywood. Pete inspeccionó el resto de la carpeta: allí, en el informe, aparecía anotado el número de teléfono de Freddy.
Descolgó el teléfono y marcó. Respondió una voz masculina.
–Otash.
–Hola, Freddy. Soy Pete Bondurant.
Otash emitió un silbido.
–Vaya, qué interesante. No recuerdo que hayas hecho nunca una llamada de cortesía.
–Ni voy a empezar ahora.
–Esto me suena a que hablamos de dinero. Si es el tuyo a cambio de mi tiempo, te escucho.
Pete repasó el informe.
–Según parece, en agosto del 60 ayudaste a Rock Hudson a salir de un embrollo. Para mí que todo el asunto era un montaje. Te daré mil dólares si me cuentas qué sucedió.
–Sube a dos mil y asegúrame que nadie sabrá que te lo he contado yo -fue la respuesta de Otash.
–Dos mil -asintió Pete-. Y si surge la necesidad, diré que he conseguido la información en otra parte.
Un ruido raro invadió la línea. Pete lo identificó: Freddy, dándose golpecitos en los dientes con un lápiz.
–Está bien, francés.
–Está bien, ¿y?
–Está bien y tienes razón. El montaje era que Rock Hudson tenía miedo de que se descubriera que era marica y preparó un plan con Lenny Sands. Lenny se puso en contacto con esa Barb Jahelka y con su ex marido, Joey. Rock y Barb se metieron bajo las sábanas, Joey fingió que forzaba la entrada en la casa y tomaba unas fotografías, Barb fingió una exigencia de extorsión y Rock me contrató para disimular.
–Y tú llamaste a la policía de Beverly Hills para disimular.
–Así es -reconoció Otash con un suspiro-. Rock pagó dos de los grandes a Barb y otros tantos a Joey, y ahora tú me vas a dar dos más sólo para que te cuente toda esta lamentable historia.
Pete soltó una carcajada ante su comentario.
–Ya que estamos en eso, háblame de Barb Jahelka.
–Está bien. Mi opinión de Barb es que está perdiendo el tiempo, pero no se da cuenta. Es inteligente, divertida y guapa, y sabe que no es la próxima Patti Page. Creo que procede de los páramos de Wisconsin y que cumplió seis meses en un reformatorio por posesión de marihuana hace cuatro o cinco años. Tuvo una aventura con Peter Lawford…
Lawford, el cuñado de Jack…
–… y a su ex marido, Joey, que es un pedazo de mierda, le da el trato exacto que se merece. Debería añadir que le gustan los líos y estoy seguro de que ella te confesaría que le gusta el peligro, pero mi opinión es que nunca la han puesto a prueba. Si te interesa saber dónde está, prueba en el Reef Club de Ventura. Lo último que he sabido de ellos es que Joey Jahelka presentaba una especie de espectáculo de twist de ínfima categoría en ese local.
–Esa mujer te gusta, Freddy -apuntó Pete-. Eres un libro abierto.
–Tú también. Y ya que hablamos con franqueza, permite que te recomiende calurosamente a esa chica para cualquier clase de extorsión que pienses organizar.
El Reef Club estaba decorado con restos de naufragios y falsos percebes. La clientela se componía, principalmente, de estudiantes universitarios y jóvenes con pocos ingresos.
Pete ocupó una mesa junto a la pista de baile. El espectáculo «Swinging Twist Revue» de Joey empezó al cabo de diez minutos.
Los altavoces de las paredes vomitaron música. Los jóvenes bailaban el twist sin cesar, contoneándose y moviendo el culo. La mesa de Pete vibró y se agitó la espuma en su bonita jarra de cerveza.
Antes de abandonar Los Ángeles llamó a Karen Hiltscher. En los archivos policiales constaban antecedentes de una tal Barbara Jane (Lindscott) Jahelka.
Había nacido el 18/11/31 en Tunnel City, Wisconsin. Tenía permiso de conducir expedido en California y le habían puesto una denuncia por consumo de marihuana en 7/57, por lo cual había cumplido seis meses en la cárcel del condado.
Barb era sospechosa de haber apuñalado a una lesbiana marimacho en los calabozos del Palacio de Justicia. Había estado casada, desde el 3/8/54 al 24/1/58, con Joseph Dominic Jahelka, nacido el 16/1/23 en la ciudad de Nueva York. Varias condenas en el estado de Nueva York: delitos menores y, entre ellos, la falsificación de recetas de Dilaudid.
Joey Jahelka era, probablemente, un toxicómano irrecuperable. Seguro que se le había hecho la boca agua con el Dilaudid que había robado hacía poco en Los Ángeles.
Pete tomó un sorbo de cerveza. El equipo de alta fidelidad vomitó música a un volumen atronador. Un altavoz anunció:
–Señoras y caballeros, el Reef Club se honra en presentar el magnífico espectáculo de baile de… ¡¡¡Joey Jahelka y su Swingin' Twist Revue!!!
No hubo vítores. No hubo aplausos. Nadie dejó de bailar.
Un trío saltó al escenario. Sus componentes llevaban camisas de cuello abierto y trajes desparejados. De su material escénico colgaban etiquetas de casas de empeños.
Iniciaron el número entre la indiferencia de los que bailaban y de los ocupantes de las mesas. Una canción de la máquina de discos se coló en su pieza de presentación.
Un chico de instituto tocaba el saxo tenor. El batería era un chicano peso gallo y el guitarrista coincidía con las fotos de la ficha policial de Joey.
El tipejo, grasiento, daba frecuentes cabezadas. Los calcetines, con la goma elástica floja, le caían más abajo del tobillo.
El grupo tocaba una música estridente, apestosa. Pete notó que la cera de sus oídos empezaba a desmoronarse.
Barb Jahelka se acercó al micrófono con movimientos insinuantes. Barb rezumaba sana pulcritud. Barb no pertenecía a la subespecie de los yonquies del mundo del espectáculo.
Barb era esbelta. Larguirucha. Y la melena pelirroja llameante no era producto de ningún jodido tinte.
Admiró el vestido ajustado, de escote generoso. Admiró los tacones que la elevaban por encima del metro ochenta.
Barb cantó. Tenía unos pulmones bastante débiles. El combo ahogaba su voz cada vez que debía dar una nota alta.
Pete observó. Barb cantó. Y BAILÓ.
Hush-Hush
habría calificado su baile de «MUY, MUY CALIENTE».
Algunos de los chicos que bailaban en la pista dejaron de moverse para contemplar a la espléndida pelirroja. Una chica le dio un codazo a su acompañante para que apartara la vista de ella.
Barb cantó con voz débil y monótona. Barb efectuó unos pasos de baile sencillos, sin ritmo ni gracia.
Se descalzó, contoneó las caderas y reventó la costura del vestido por una de las caderas.
Pete observó sus ojos mientras acariciaba el sobre que guardaba en el bolsillo. La mujer leería la nota y el dinero la convencería. Le daría la droga a Joey y lo urgiría a perderse.
Pete encadenó un cigarrillo tras otro. A Barb se le escapó un pecho y volvió a ocultarlo antes de que se dieran cuenta los locos del twist.
Barb mostró una sonrisa -«¡Oh!»- deslumbradora.
Pete entregó el sobre a una camarera. Veinte dólares le garantizaron que llegaría a manos de la mujer.
Barb bailó. Pete la miró fijamente mientras elevaba una especie de plegaria: «por favor, que sepa hablar».
Sabía que ella se retrasaría. Que cerraría el club y lo haría sufrir durante un rato. Que llamaría a Freddy O. para que le hiciera un breve repaso de su pedigrí.
Esperó en una cafetería abierta toda la noche. Le dolía el pecho; mientras Barb bailaba el twist, había consumido dos paquetes de cigarrillos.
Hacía una hora, había llamado a Littell y lo había citado en casa de Lenny a las tres. «Creo que quizás he encontrado a nuestra mujer», le había dicho.
Era ya la una y diez. Tal vez había sido un poco prematuro llamar a Littell. Pete tomó un sorbo de café y consultó el reloj cada pocos segundos. Barb Jahelka entró en la cafetería y lo reconoció.
La falda y la blusa le daban un aire bastante recatado. La ausencia de maquillaje la favorecía. Tomó asiento en el reservado, con la mesa por medio.
–Supongo que habrás llamado a Freddy.
–Sí.
–¿Y qué te ha contado?
–Que nunca haría nada que pudiera molestarte. Y que tus socios siempre ganan dinero.
–¿Eso es todo lo que dijo?
–Dijo que conocías a Lenny Sands. He llamado a Lenny, pero no estaba localizable.
Pete dejó la taza de café a un lado e interrogó a Barb.
–¿Intentaste matar a esa lesbiana que apuñalaste?
–No -respondió con una mueca-. Quería que dejara de tocarme, pero no quería que aquello me costara el resto de mi vida. Pete le lanzó una sonrisa.
–No me has preguntado de qué va todo esto.
–Freddy ya me ha dado su interpretación y tú me pagas quinientos dólares por una charla. Y, por cierto, Joey te da las gracias por esas dosis.
Se acercó una camarera y Pete la ahuyentó.
–¿Por qué sigues con él?
–Porque no siempre ha sido un adicto. Porque se encargó de ajustarles las cuentas a unos tipos que le hicieron daño a mi hermana.
–Son buenas razones.
–Y la mejor de todas es que quiero mucho a la madre de Joey. Ya está senil y cree que aún seguimos casados. Cree que los hijos de la hermana de Joey son nuestros.
Pete se rió.
–¿Y si la vieja se muere?
–Cuando ocurra, será el día en que le diga adiós a Joey. Tendrá que buscarse una nueva cantante y un nuevo chófer que lo lleve a hacerse sus test de nalorfina.
–Seguro que eso le rompe el corazón.
Barb expulsó unos aros de humo.
–Cuando algo se acaba, se acabó. Es un concepto que los yonquis no consiguen entender.
–Y tú sí lo entiendes.
–Yo lo sé. Y tú estás pensando que es una manera de pensar un tanto extraña en una mujer.
–No necesariamente.
Barb aplastó la colilla de su cigarrillo.
–¿De qué va todo este asunto?
–Todavía no.
–¿Cuándo?
–Pronto. Primero, háblame de tu aventura con Peter Lawford.
Barb se puso a jugar con el cenicero.
–Fue corta y desagradable. Rompí cuando Peter empezó a insistir en que me acostara con Frank Sinatra.
–Lo cual no te apetecía…
–Exacto.
–¿Lawford te presentó a Jack Kennedy?
–No.
–¿Crees que le habló de ti?
–Quizá.
–¿Conoces la fama de mujeriego que tiene Kennedy?
–Claro. Peter lo llamaba «insaciable» y una chica de revista que conocí en Las Vegas me contó algunas cosas…
Pete captó un olor a aceite bronceador. Pelirrojas y brillantes luces de escenario…
–¿A dónde nos conduce este asunto?-insistió Barb.
–Mañana por la noche nos veremos en el club y te lo diré -respondió Pete.
Littell se reunió con él frente a la casa de Lenny. Aquel ave nocturna tenía las luces encendidas a las tres y veinte de la madrugada.
–La mujer es estupenda -comentó Pete-. Lo único que necesitamos es que Lenny realice las presentaciones.
–Quiero conocerla.
–La conocerás. ¿Lenny está solo?
–Sí -afirmó Littell-. Volvió a casa con un ligue hace un par de horas. El chico acaba de marcharse.
Pete bostezó; no había dormido en más de veinticuatro horas.
–Vamos a por él.
–¿Policía bueno, policía malo?
–Ajá. Alternándonos, para mantenerlo desconcertado. Llegaron hasta el porche. Pete llamó al timbre. Littell adoptó una mueca ceñuda que hacía aún más repulsivo su rostro.
Lenny abrió la puerta.
–No me lo digas. Te has dejado…
Pete lo hizo entrar de un empujón. Littell cerró la puerta y pasó el pestillo. Lenny, muy elegante, se ajustó el batín. Lenny, siempre excéntrico, echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.
–Creía que tú y yo ya habíamos terminado, Ward. Y pensaba que sólo te movías por Chicago.
–Necesitamos que nos ayudes. Sólo tendrás que hacer las presentaciones entre cierto caballero y una dama, y guardar silencio al respecto.
–¿O?
–O te entregamos a la policía por la muerte de Tony Iannone. Pete intervino con un suspiro.
–Hagamos esto de forma civilizada.
–¿Por qué?-intervino Littell-. Estamos tratando con un maricón sádico que mató a un hombre y le arrancó la maldita nariz de un jodido mordisco.
–Ya me han sometido a este tratamiento por parejas en otras ocasiones -dijo Lenny con un suspiro-. Vuestro procedimiento no es nada nuevo para mí.
–Intentaremos hacértelo interesante -masculló Littell.
–Cinco de los grandes, Lenny. Lo único que has de hacer es presentar a Barb Jahelka a cierto amigo tuyo.
Littell hizo chasquear los nudillos.
–Déjalo, Ward -dijo Lenny-. Las amenazas de violencia no son lo tuyo.
Littell lo golpeó en la cara. Lenny le devolvió el golpe.
Pete se interpuso. Tenían un aspecto ridículo: dos aspirantes a tipos duros sangrando por la nariz.
–¡Eh, vamos, los dos! Hagamos esto de forma civilizada.
–Te noto una cara distinta, Ward -dijo Lenny al tiempo que se secaba la nariz-. Esas cicatrices te favorecen tanto…
–No he visto que te sorprendieras cuando Pete ha mencionado a Barb Jahelka -Littell también se enjugó la sangre de la nariz.
–Eso -explicó Lenny con una carcajada- es porque todavía estaba paralizado por la sorpresa de que vosotros dos seáis socios ahora.
–Lenny, eso no me parece una respuesta como es debido.
–¿Cómo que no?-Lenny se encogió de hombros-. Barb está «en el mundo» y todos los que están «en el mundo» conocen a los demás.
Pete probó un cambio de tema.
–Dinos algunos hoteles donde Jack Kennedy lleva a sus mujeres. Lenny se revolvió. Pete hizo chasquear los nudillos de los pulgares con redoblado estruendo.
–Danos el nombre de esos hoteles -intervino Littell.
–¡Ah, pero qué divertido es esto! – chilló Lenny con tono amanerado-. ¡Oíd, llamemos a Kemper Boyd y montemos un cuarteto!
Littell le soltó un golpe. Lenny derramó unas lágrimas; su bravura de mariquita desapareció como por ensalmo.
–Danos esos nombres -dijo Pete-. No me obligues a ser el que se ponga duro contigo.
Lenny dio los nombres enseguida, con un balbuceo.
–El Encanto de Santa Bárbara, el Ambassador East de Chicago y el Carlyle de Nueva York.
Littell empujó a Pete pasillo adelante, donde Lenny no pudiera oír sus cuchicheos.