América (71 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–¿Detalles?

–Fue detenida en julio del 57. Cumplió seis meses y estuvo dos años en libertad condicional.

Era una información poco concluyente.

–¿Querría buscar algo más reciente? Detenciones o denuncias que no llegaran a los tribunales…

–Puede ser -asintió Payne-. Además, pediré información a la oficina del comisario y a las otras policías locales de la zona metropolitana. Si la chica se ha metido en algún problema desde el 57, lo sabremos.

–Gracias, sargento. Aprecio mucho su colaboración.

–Déme una hora, señor Boyd. Para entonces ya debería tener algo, o saber que no hay nada.

Kemper colgó. La centralita le puso con el número de Lenny en Los Ángeles. Sonó tres veces. Kemper escuchó unos débiles chasquidos que delataban un teléfono intervenido y colgó.

Pete era un experto en extorsiones. Pete era un hombre de micrófonos e intervenciones telefónicas. Y el colega de Pete en aquellos asuntos era el famoso Fred Turentine.

El hermano de Freddy tenía un taller de reparación de televisores en Los Ángeles. Cuando no estaba ocupado en sus trabajos, Freddy echaba una mano.

Kemper llamó a información de Los Ángeles. Una telefonista le dio el número. Él lo facilitó a la telefonista de JM/Wave y le pidió que lo pusiera en comunicación.

La línea estaba llena de crujidos y siseos. Un hombre descolgó al primer timbrazo.

–Televisores Turentine, buenos días.

Kemper fingió un acento barriobajero.

–¿Está Freddy? Soy Ed. Soy amigo de Freddy y de Pete Bondurant.

El hermano carraspeó.

–Freddy está en Nueva York. Estuvo aquí hace unos días, pero se volvió.

–Mierda. Tengo que enviarle una cosa. ¿Ha dejado alguna dirección?

–Sí. Espere… déjeme ver… Sí, es el 94 de la calle Setenta y seis Este, Nueva York. El teléfono es MU6-0197.

–Gracias. Se lo agradezco mucho -dijo Kemper.

–Salude a Freddy de mi parte -respondió el hombre con un carraspeo-. Dígale que su hermano mayor le dice que no se meta en problemas.

Kemper colgó. El despacho osciló ante sus ojos, desenfocado. Turentine se alojaba cerca de la Setenta y seis con Madison. El hotel Carlyle quedaba en la esquina nordeste de dicho cruce.

Llamó a centralita y volvió a dar a la telefonista el número de Lenny. La chica le puso otra vez y Kemper escuchó tres timbrazos y tres débiles chasquidos del aparato de escucha.

–Residencia del señor Sands -respondió una voz femenina.

–¿Usted es del servicio del señor Sands?

–Sí, señor. Al señor Sands lo puede encontrar en Nueva York. El número es MU6-2433.

El número de Laura.

Kemper colgó y llamó de nuevo a centralita.

–¿Sí, señor Boyd?-dijo la chica.

–Póngame con Nueva York, por favor. Con el número MU6-0197.

–Cuelgue usted, haga el favor. Tengo todas las líneas ocupadas, pero le pasaré la llamada dentro de un segundo.

Kemper se apoyó sobre la horquilla del aparato. Las piezas encajaban; era un encaje circunstancial, intuitivo…

Sonó el teléfono y lo descolgó rápidamente.

–¿Sí?

–¿Qué significa, «sí»?¡Es usted quien me ha llamado a mí!

–Sí, tiene razón. – Kemper se enjugó unas gotas de sudor de la frente-. ¿Hablo con Fred. Turentine?

–Sí.

–Soy Kemper Boyd. Trabajo con Pete Bondurant.

El silencio que siguió se prolongó un instante más de lo normal.

–¿De modo que quiere hablar con Pete?

–Eso es.

–Bueno… Pete está en Nueva Orleans.

–Es verdad. Lo había olvidado.

–¿Y cómo… por qué pensaba que lo encontraría aquí?

–Tuve un presentimiento…

–¿Un presentimiento?¡Mierda! Pete dijo que no daría este número a nadie.

–Me lo ha dado su hermano, Fred.

–¡Vaya! ¡Joder, le había dicho que no…!

–Gracias, Fred. Llamaré a Pete a Nueva Orleans.

La comunicación se cortó. Turentine había colgado rotundamente, frustrado y cagado de miedo. Kemper observó cómo la manecilla de los segundos daba una vuelta completa en la esfera del reloj. Tenía las mangas de la camisa empapadas de sudor.

Pete lo haría. Pete no lo haría. Pete era su socio de antiguo, lo cual era demostración de…

De nada.

El negocio era el negocio. Jack se interponía entre ellos. Aquello podía titularse «El twist del triángulo»: Jack, Pete y la tal Barb.

Kemper marcó el número de centralita. La telefonista volvió a llamar al departamento de Policía de Los Ángeles.

–Registros e Información. – Era la voz de Payne.

–Soy Kemper Boyd, sargento.

–Una hora en punto. Al segundo -comentó Payne con una carcajada.

–¿Ha encontrado algo más?

–Sí, señor. El departamento de Policía de Beverly Hills detuvo a la tal Barbara Jahelka en agosto de 1960 por extorsión.

¡Dios santo…!

–¿Detalles?

–La chica y su ex marido intentaron chantajear a Rock Hudson con unas fotos de sexo.

–¿De Hudson y la chica?

–Exacto. Exigieron una cantidad de dinero, pero Hudson acudió a la policía. La chica y su ex fueron detenidos, pero Hudson retiró los cargos.

–Todo eso apesta -dijo Kemper.

–Terriblemente -asintió Payne-. Un amigo mío de la policía de Beverly Hills me ha dicho que todo el asunto fue una especie de trama para que Hudson pasara por ligón de mujeres cuando en realidad es gay. Ese amigo mío oyó el rumor de que detrás de todo el asunto estaba la revista
Hush-Hush
.

Kemper colgó. Las palpitaciones casi le cortaban el resuello.

LENNY…
A las dos menos cuarto, tomó un vuelo a La Guardia. Engulló cuatro dexedrinas y las acompañó de dos martinis durante el viaje. Éste duró tres horas y media, que Kemper ocupó en destrozar servilletas de papel y en consultar el reloj cada pocos minutos.

Aterrizaron con puntualidad. Kemper tomó un taxi a la salida de la terminal e indicó al conductor que pasara junto al Carlyle y le dejara en la Sesenta y cuatro con la Quinta.

Era hora punta y el tráfico estaba imposible. La carrera hasta el Carlyle le llevó una hora.

El Noventa y cuatro Este de la calle Setenta y seis quedaba a cincuenta metros del hotel. Era una ubicación ideal para un piso/centro de escucha.

El taxista tomó hacia el sur y lo dejó ante el edificio de Laura. El portero estaba ocupado con un inquilino.

Kemper entró a toda prisa en el vestíbulo. Una anciana le esperó en el ascensor. Pulsó el piso doce y vio que la anciana retrocedía. Reparó entonces en el arma que empuñaba e intentó recordar cuándo la había desenfundado.

Guardó la pistola en la cintura. La mujer se refugió tras un bolso de mano enorme. La subida se prolongó una eternidad.

Por fin, se abrió la puerta. Laura había cambiado la decoración del recibidor, que ahora ofrecía un completo ambiente provenzal. Kemper lo atravesó. A su espalda, el ascensor reanudó la marcha.

Escuchó unas risas en la terraza y apresuró sus pasos hacia donde sonaban. Unas alfombrillas se le enredaron en los pies, estorbando su marcha. Cubrió el último tramo de pasillo a la carrera, derribando dos lámparas y una mesilla auxiliar a su paso.

Los encontró de pie, con cigarrillos y copas en las manos. Daba la impresión de que ninguno de ellos respiraba apenas.

Laura, Lenny y Claire.

Tenían un aspecto curioso. Daba la impresión de que no terminaban de conocerlo.

Kemper vio el arma en su mano. Vio el gatillo a medio recorrido. Dijo algo acerca de chantajear a Jack Kennedy.

Claire intervino. Dijo, «¿Papá?» como si no estuviera muy segura. Kemper apuntó a Lenny.

–¡Papá, por favor! – exclamó Claire.

Laura dejó caer el cigarrillo. Lenny arrojó el suyo contra Boyd con una sonrisa.

La colilla le quemó el rostro. Las cenizas le ensuciaron el traje. Apuntó bien y apretó el gatillo.

El arma se encasquilló.

Lenny sonrió.

Laura empezó a chillar.

El grito de Claire le hizo dar media vuelta y huir a toda prisa.

83

(Nueva Orleans, 12/5/62)

El flujo de tonterías circulaba en ambos sentidos. La oficina de Banister estaba sumergida en propaganda ultraderechista.

Guy anunció que el Klan había puesto bombas en varias iglesias. Pete anunció que Heshie Ryskind tenía cáncer.

El equipo de la operación «Liquidar a Fidel», dirigida por Boyd, era una elite incomparable. Y Dougie Frank Lockhart era un comerciante de armas excepcional.

Pete dijo que Wilfredo Delsol había jodido a Santo Junior en una operación de drogas. Pero al muy jodido cubano lo habían jodido bien uno o unos jodidos desconocidos.

Banister tomó un sorbo de bourbon; Pete continuó la charada. – ¿Y bien, Guy, qué has oído tú al respecto?

Guy respondió que no había oído nada.

–No fastidies, Sherlock; todo esto son puramente ganas de hablar por no callar.

Pete se arrellanó en una silla y jugó con un Jack Daniel's largo, del cual fue tomando pequeños sorbos medicinales para aliviar así la migraña.

En Nueva Orleans hacía calor. En el despacho, el calor era agobiante. Sentado tras su escritorio, Guy se quitaba el sudor de la frente con el filo de una navaja.

A Pete, la cabeza se le iba tras el recuerdo de Barb. Era incapaz de pensar en algo durante más de seis segundos sin evocar a la mujer.

Sonó el teléfono. Banister rebuscó entre el desorden del escritorio hasta encontrarlo y descolgó.

–¿Diga? Sí, aquí está. Espere un momento.

Pete se levantó y tomó el auricular.

–¿Quién es?

–Soy Fred. Y domina ese maldito genio tuyo cuando oigas lo que voy a decirte.

–Cálmate, pues.

–¿Cómo puede uno calmarse cuando casi le rompen la cabeza?¿Cómo puede uno…?

Pete cogió el teléfono y se retiró del escritorio hasta donde le permitió el cable.

–Tranquilízate, Freddy. Cuéntame qué ha pasado.

Freddy recobró el aliento.

–Verás: esta mañana, Kemper Boyd ha llamado al puesto de escucha. Ha dicho que te buscaba, pero enseguida he comprendido que mentía. Pues bien, hace una hora se ha presentado allí en persona. Llamó a la puerta con el aspecto de un poseso. No le he permitido entrar y he visto cómo casi echaba al suelo de un empujón a una pobre vieja para montarse en el taxi del que se apeaba la mujer.

El cable del teléfono estuvo a punto de romperse. Pete retrocedió un paso y el cable se destensó.

–¿Y eso es todo?

–Joder, no!

–Freddy, ¿qué estás dicien…?

–Estoy diciendo que Lenny Sands se ha presentado unos minutos después. Lo he dejado entrar porque pensaba que sabría qué andaba tramando Boyd, pero me ha arreado en la cabeza con una silla, me ha dejado sin sentido y ha saqueado el apartamento. Se ha llevado todas las cintas y transcripciones escritas. Yo he despertado al cabo de… no sé, media hora. He pasado por delante del Carlyle y he visto todos esos coches patrulla ante la puerta. Pete, Pete, Pete… -Las rodillas le fallaron. La pared lo sostuvo erguido-. Pete, ha sido Lenny. Ha derribado a patadas la puerta de la suite de Kennedy y la ha puesto patas arriba. Ha arrancado los micrófonos y ha escapado por una maldita puerta de incendios. Pete, Pete, Pete…

»Pete, estamos jodidos…

»Pete, tenía que ser Lenny…

»Pete, he limpiado el puesto de escucha y he trasladado todo mi equipo y…

La conexión se interrumpió. Pete retorció el cable y lo arrancó de la pared de un fuerte tirón.

Boyd sabía que lo encontraría en Nueva Orleans, se dijo Pete. Seguro que tomaría el primer vuelo disponible hacia la ciudad. El plan se había ido al traste. No sabía cómo, pero Boyd y Lenny habían chocado y habían jodido las cosas.

A aquellas alturas, los federales ya estarían al corriente. Y el Servicio Secreto también. Boyd no podía acudir a Bobby con explicaciones: sus vínculos con la mafia lo comprometían.

No; Boyd se presentaría allí. Boyd sabía que se alojaba en el hotel de la acera de enfrente.

Pete tomó un trago de bourbon y puso todos los discos de twist que encontró en la máquina. Una camarera se ocupó de acercarse a cada rato para rellenarle la copa.

Un taxi se detendría. Boyd se apearía, intimidaría al encargado de la recepción y conseguiría acceder a la habitación 614.

Boyd encontraría una nota, obedecería las instrucciones y traería el magnetófono a aquel reservado del bar Ray Becker's Tropics.

Pete permaneció pendiente de la puerta. Cada disco le evocaba con más intensidad la imagen de Barb. Hacía un par de horas, la había llamado a Los Ángeles. Le había dicho que el asunto había estallado y le había aconsejado que se marchara a Ensenada y se recluyera en el Playa Rosada.

Ella le había dicho que así lo haría.

–Pero lo nuestro no se acaba aquí, ¿verdad?-añadió ella.

–No -dijo él.

En el bar hacía calor. Nueva Orleans tenía la patente del calor. Las tormentas descargaban y se deshacían antes de que uno tuviera tiempo de parpadear siquiera.

Boyd cruzó el umbral. Pete ajustó un silenciador en la Mágnum y colocó el arma en el asiento, a su lado.

Boyd traía la grabadora en un maletín. Tenía una automática del 45 apretada contra el muslo.

Se acercó, tomó asiento frente a Pete y dejó el maletín en el suelo. Pete lo señaló.

–Saca la máquina. Funciona a pilas y ya tiene una cinta montada; lo único que tienes que hacer es ponerla en marcha.

Boyd movió la cabeza en un gesto de negativa.

–Pon sobre la mesa el arma que tienes en el asiento.

Pete obedeció.

–Ahora, descárgala -dijo Boyd.

Pete lo hizo. Boyd extrajo el cargador de su pistola y envolvió ambas armas con el mantel. Pete lo encontró sucio y demacrado. Kemper Boyd, desaseado: una verdadera novedad.

Pete deslizó sobre sus muslos un revólver del 38 de cañón corto que llevaba oculto bajo el cinturón.

–Todo esto está compartimentado, Kemper. No tiene nada que ver con nuestros demás trabajos.

–No me importa.

–Cambiarás de opinión cuando escuches la cinta.

Tenían una larga hilera de reservados para ellos solos. Si las cosas salían mal, podía matar a Kemper y escabullirse por la puerta de atrás.

–Te has pasado de la raya, Pete. Sabías que la raya existía, y te la has saltado.

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