–Esto no ha sido idea del señor Hoover -añadió el agente más alto-. Digamos que ha tenido que acatarlo. Es una orden general, que debe aplicarse a rajatabla. Y no creo que quede usted mucho tiempo bajo custodia.
Pete les tendió las muñecas. Las esposas no cerraban en torno a ellas. Los demás mirones desaparecieron también. Un muchachito agarró un televisor y escapó con él.
–Los acompañaré pacíficamente -anunció Pete.
El calabozo estaba ocupado al triple de su capacidad. Pete compartía el estrecho espacio con un centenar de cubanos indignados.
Estaban apelotonados en una pocilga de diez metros por diez, sin sillas ni bancos: sólo cuatro paredes de cemento y un canal para orinar en el suelo.
Los cubanos parloteaban en inglés y en español. A Pete le resultó chocante aquel guirigay bilingüe: Jack, el «Mata de Pelo», había azuzado a los federales contra la Causa.
El día anterior se habían allanado seis campamentos. Se incautó el armamento y los pistoleros cubanos habían sido detenidos en masa. Y aquello era una especie de primera andanada. Jack estaba dispuesto a embestir contra todos los grupos de exiliados que no estuvieran bajo el control de la CIA.
Pero él era de la CIA y, a pesar de ello, lo habían encerrado como a los demás. Los federales habían trazado un plan apresurado y actuaban precipitadamente.
Pete se apoyó en la pared y cerró los ojos. Barb bailó el twist tras sus párpados. Todo el tiempo que pasaba con ella estaba bien. Cada vez era diferente. Cada lugar era distinto. Eran dos personas en perpetuo movimiento que se encontraban en localidades extrañas.
Bobby no la molestó en ningún momento. Barb imaginaba que había algún arreglo al respecto. Según ella, en absoluto echaba de menos a Jack Dos Minutos.
Barb entregó a su hermana lo que cobró por la extorsión. Ahora, Margaret Lynn Lindscott poseía una franquicia de Bob el Gordo.
Se vieron en Seattle, en Pittsburgh y en Tampa. Se encontraron en Los Ángeles, en San Francisco y en Portland.
Él traficaba en armas. Ella era el número principal de un barato espectáculo de baile. Él perseguía a unos ladrones de droga y asesinos inexistentes.
Barb dijo que el twist estaba de capa caída. Pete dijo que su interés por Cuba, también. «Tu miedo me afecta», dijo ella. «Intentaré dominarlo», respondió Pete. «No; eso te hace menos aterrador.»
Él le confesó que había cometido una gran estupidez. Y que no sabía por qué lo había hecho. «Querías distanciarte de ese mundo», apuntó ella.
Pete no tuvo ánimos para discutir.
A Barb se le presentaba una temporada de otoño bastante ocupada. Tenía contratos largos en sendos clubes de Des Moines y Sioux City, y una gran gira por Tejas hasta el día de Acción de Gracias.
Añadió pases de mediodía a su horario de funciones. El twist agonizaba lentamente, pero Joey quería exprimirlo hasta la última gota.
Conoció a Margaret en Milwaukee. Era una chica reservada, que tenía miedo de casi todo.
Se ofreció a matar al policía violador. Barb dijo que no. Pete quiso saber por qué.
«Porque en realidad no quieres hacerlo.»
A eso no pudo replicar nada.
Él tenía a Barb. Kemper Boyd tenía el odio -odio a Jack K. y odio al Barbas- como un impulso penetrante y enfermizo. Littell tenía amigos poderosos.
Igual que Hoover. Igual que Hughes. Igual que Hoffa y Marcello.
Ward detestaba a Jack tanto como Kemper. Bobby les había jodido a los dos, pero tanto Ward como Boyd dejaban de lado al Hermano Pequeño para concentrar su odio en el Hermano Mayor.
Littell era el nuevo mariscal de campo de Drácula. El Conde contaba con él para comprar Las Vegas y limpiarla de gérmenes.
Esto se podía leer en los ojos de Littell: tengo amigos, tengo planes, tengo memorizados los libros del fondo.
El calabozo apestaba. El calabozo rezumaba odio contra John F. Kennedy.
Un guardia abrió la puerta con un chirrido y llamó a algunos tipos para que hicieran su llamada telefónica. Citó los apellidos a voz en cuello.
–¡Acosta! ¡Aguilar! ¡Arredondo!…
Pete se preparó. Una moneda lo pondría en comunicación con Littell, en el Distrito Federal.
Littell podía falsificar una orden federal de puesta en libertad.
–¡Bondurant! – gritó el guardia.
Pete se acercó a la puerta. El guardia lo acompañó por el pasillo hasta unas cabinas telefónicas.
Allí lo esperaba Guy Banister con un bolígrafo y un impreso de renuncia a formular cargos por detención ilegal.
El guardia volvió al depósito de detenidos. Pete firmó por triplicado.
–¿Puedo marcharme libremente?
Banister pareció regocijado.
–Ajá. El jefe de Agentes Especiales no sabía que estabas con la Agencia, de modo que le he informado.
–¿Quién te ha dicho dónde estaba?
–Estaba en Sun Valley. Kemper me había dado una nota para ti y me acerqué por la central de los taxis para entregártela. Encontré allí a unos chicos robando tapacubos y ellos me contaron que al gringo grandullón lo habían detenido.
Pete se frotó los ojos. Empezaba a latirle la cabeza con una jaqueca de cuatro aspirinas. Banister extrajo del bolsillo el sobre con la nota.
–No lo he abierto -continuó diciendo-. Y a Kemper, desde luego, lo noté impaciente; no veía el momento de que esto llegara a tus manos.
–Me alegro de que seas ex agente del FBI, Guy -Pete tomó el sobre que le tendía Banister-. Quizá debería haberme quedado aquí una temporada.
–No te preocupes, grandullón. Tengo el presentimiento de que todo este pulso con los Kennedy terminará muy pronto.
Pete tomó un taxi de vuelta a la central de Tiger Kab. Unos vándalos habían destrozado los taxis atigrados hasta reducirlos a piezas sueltas.
Leyó la nota. Boyd iba directamente al grano.
Néstor está aquí. Me han dado el soplo de que lo han visto mendigando dinero para armas en Coral Gables. Mi fuente dice que está oculto en la Cuarenta y seis y Collins. (El apartamento del garaje rosa en la esquina sudoeste.)
En la nota se sobreentendía: MÁTALO. No dejes que Santo se te adelante y lo encuentre.
Tomó un bourbon y una aspirina para el dolor de cabeza. Cogió la Mágnum y el silenciador para el trabajo.
Se llevó algunos panfletos procastristas para dejarlos cerca del cuerpo.
Sacó el coche y condujo hasta la Cuarenta y seis y Collins, llevando consigo una extraña revelación: podrías dejar que Néstor te convenciera para olvidar el asunto.
Aparcó el coche.
Le entraron náuseas.
Adelante, hazlo; ya has matado a trescientos hombres, por lo menos.
Anduvo hasta la puerta y llamó.
No hubo respuesta.
Volvió a llamar y aguzó el oído para captar posibles pasos o cuchicheos.
No se oía nada. Hizo saltar el pestillo con el cortauñas y entró.
¡CACHUK! ¡CACHUK!
Era el sonido de carga de unas escopetas de grueso calibre. Una mano invisible pulsó el interruptor de la luz.
Allí estaba Néstor, atado a una silla. Y dos tipos gruesos con pinta de matones que sostenían sendos rifles de empuñadura corredera. Y allí estaba Santo Trafficante, con un picahielos en la mano.
(Nueva Orleans, 15/9/63)
Littell abrió el maletín y cayeron de él unos fajos de billetes.
–¿Cuánto?-preguntó Marcello.
–Un cuarto de millón de dólares -respondió Littell.
–¿De dónde lo has sacado?
–De un cliente.
Carlos despejó una parte de la mesa. Tenía el despacho rebosante de baratijas pseudoitalianas.
–¿Estás diciendo que esto es para mí?
–Lo que digo es que tú lo iguales.
–¿Y qué más me dices con eso?
Littell volcó el dinero sobre el escritorio.
–Lo que digo es que, como abogado, no puedo hacer más. Con Jack Kennedy en el poder, Bobby te atrapará tarde o temprano. También digo que eliminar a Bobby sería inútil, porque Jack intuiría claramente quién ha sido, y tomaría cumplida venganza.
El dinero apestaba. Hughes había escogido billetes usados.
–Pero a Lyndon Johnson Bobby no le cae nada bien. Al tejano le encantaría ponerle la zancadilla para darle una buena lección al jodido muchacho.
–Es verdad. Johnson detesta a Bobby casi más que el señor Hoover y, como éste, no siente ninguna malquerencia hacia ti o hacia nuestros demás amigos.
Marcello soltó una carcajada.
–LBJ pidió un préstamo al sindicato de Transportes en cierta ocasión. Y tiene fama de ser un hombre razonable.
–Igual que el señor Hoover. Y éste también está muy inquieto con los planes de Bobby de llevar a Joe Valachi a televisión. El señor Hoover teme seriamente que las revelaciones de Valachi causen grave daño a su prestigio y destrocen prácticamente todo lo que tú y nuestros amigos habéis construido.
Carlos erigió un pequeño rascacielos de dinero. Los fajos de billetes se alzaron desde el secante del escritorio.
Littell derribó la construcción.
–Creo que el señor Hoover quiere que suceda. Creo que presiente lo que se avecina.
–Todos le hemos dado vueltas al tema. No hay reunión de los muchachos en la que no se plantee la cuestión.
–Y se puede conseguir que suceda. Y se puede hacer que parezca como si no hubiera sido cosa nuestra.
–Así pues, estás diciendo…
–Estoy diciendo que es un plan tan grande y tan audaz que, muy probablemente, nadie sospechará de nosotros. Estoy diciendo que, incluso si sospecharan, los que mandan se darán cuenta de que nunca habrá pruebas concluyentes. Estoy diciendo que se construirá en torno al tipo un consenso de negaciones. Estoy diciendo que la gente querrá recordarlo como quien no era. Estoy diciendo que les ofreceremos una explicación y que los mandamases preferirán eso a la verdad, aunque ellos la conozcan.
–Hazlo. Haz que suceda -murmuró Marcello.
(Sun Valley, 18/9/63)
El grupo compartía el terreno con caimanes y pulgas de playa. Kemper llamaba al lugar el Paraíso Perdido de Hoffa.
Flash preparaba dianas. Laurent prensaba en el torno bloques de hormigón ligero para consolidar los cimientos. Juan Canestel estaba desaparecido y no había realizado las prácticas de fusil de las ocho de la mañana.
Nadie le había oído marcharse. Últimamente, Juan tenía cierta tendencia a aquellas extrañas desapariciones.
Kemper observó a Laurent Guéry en pleno trabajo. El tipo era capaz de prensar ciento cincuenta kilos sin una gota de sudor.
En el camino principal se levantó una nube de polvo. El bulevard de los Transportistas se había convertido en un campo de tiro de armas cortas.
Flash puso en funcionamiento el transistor y escucharon las malas noticias. No había detenciones en el caso del incendio de la iglesia de Birmingham. El renacido comité McClellan estaba decidido a celebrar sesiones televisadas.
Cerca de Lake Weir se había descubierto a una mujer estrangulada con una cadena de contrapeso para ventana. La policía decía no tener pistas y llamaba a colaborar a los ciudadanos.
Juan llevaba una hora desaparecido. Pete faltaba desde hacía tres días. Había recibido el soplo sobre Néstor cuatro días antes. El informador, un pistolero exiliado que trabajaba por cuenta propia, le había dado a Guy Banister una nota para entregarla a Pete.
Guy llamó y afirmó habérsela dado. Dijo que había encontrado a Pete en el calabozo de los federales e insinuó que se preparaban más actuaciones del FBI.
Pero dos días antes una tormenta había destrozado su equipo telefónico. Pete no podía ponerse en comunicación con Sun Valley.
La noche anterior, Kemper había cogido el coche y había conducido hasta la cabina pública de la Interestatal. Desde allí llamó al apartamento de Pete media docena de veces sin que nadie respondiera.
La muerte de Néstor Chasco no apareció en los periódicos, y Pete habría dejado el cuerpo en algún escenario de interés periodístico.
Pete también habría dado un tufillo procastrista al asesinato. Se habría asegurado de que la noticia llegara a Trafficante.
Notó el efecto de la dexedrina matinal. Había desarrollado una gran tolerancia al fármaco y ya necesitaba diez pastillas para empezar el día.
Juan y Pete no estaban. Últimamente, Juan rondaba siempre con Guy Banister; día sí, día no, los dos hacían sus pequeñas escapadas a Lake Weir para tomar unos tragos.
A Kemper, lo de Pete no le gustaba. Y lo de Juan le despertaba ligeros recelos.
La subida de la anfetamina le impulsaba a hacer algo.
Juan conducía un Thunderbird de color rojo manzana azucarada. Flash lo llamaba «el violamóvil».
Kemper recorrió Lake Weir. El pueblo, pequeño, se extendía en calles que se cruzaban en cuadrículas. No sería difícil distinguir el violamóvil.
Buscó en las calles secundarias y en los bares próximos a la carretera. Miró en el taller mecánico Karl's Kustom Kar y en todos los aparcamientos de la calle principal.
No vio a Juan por ninguna parte. Tampoco vio el Thunderbird trucado del cubano.
Juan podía esperar. Era más urgente lo de Pete.
Kemper condujo hasta Miami. Las pastillas empezaban a resultar contraproducentes; Boyd no dejaba de bostezar y de adormilarse al volante.
Se detuvo en el cruce de las calles Cuarenta y seis y Collins. El apartamento del garaje rosa estaba exactamente donde el informador había dicho.
Un agente de tráfico se acercó al coche. Kemper observó una señal de no aparcar en la esquina y bajó el cristal de la ventanilla. El policía le cubrió la cara con un trapo de extraño olor.
Kemper notó una especie de guerra química en su interior.
El olor pugnó con las píldoras para despertarse. El olor podía ser de cloroformo o de líquido de embalsamar. El olor significaba que quizás estaba muerto.
El pulso le dijo que no, que estaba vivo.
Le ardían los labios. Le ardía la nariz. Notó un sabor a sangre con cloroformo.
Intentó escupir, pero los labios no obedecieron la orden de abrirse. Expulsó la sangre por la nariz.
Estiró la boca y notó unos tirones en las mejillas, como de cinta adhesiva que se aflojara.
Tomó aire con dificultad e intentó mover brazos y piernas. Trató de ponerse en pie pero un pesado lastre le impidió moverse. Se agitó a un lado y a otro y las patas de la silla chirriaron sobre el suelo de madera. Movió los brazos y unas cuerdas le quemaron la piel.