Abrió los ojos.
Un hombre soltó una risotada. Una mano le colocó delante unas fotografías Polaroid pegadas a un cartón.
Kemper vio a Teo Páez, abierto en canal y descuartizado. Vio a Fulo Machado, con los ojos atravesados a navajazos. Vio a Ramón Gutiérrez, chamuscado de pólvora de los balazos de grueso calibre que le habían reventado la cabeza.
Las fotos desaparecieron. La mano lo obligó a volver el cuello. Kemper contempló lentamente una panorámica de ciento ochenta grados.
Vio una habitación andrajosa y a dos tipos gruesos junto a una puerta. Y vio a Néstor Chasco, clavado en la pared del fondo con unos picahielos atravesándole la palma de las manos y los tobillos.
Kemper cerró los ojos. Una mano lo abofeteó. Un anillo grande y pesado le cortó los labios.
Abrió los ojos. Unas manos volvieron la silla para que viera el resto de la habitación.
Tenían a Pete encadenado, asegurado con dobles esposas y sujeto con grilletes a la silla, cuyas patas habían clavado directamente al suelo.
Un trapo le abofeteó en el rostro. Kemper aspiró los vapores voluntariamente.
Oyó historias que se filtraban a través de una larga cámara de ecos. Reconoció tres voces que las contaban.
Néstor había llegado cerca de Castro en dos ocasiones. Había que reconocerle sus méritos. Un chico tan duro… Qué lástima que se le fundieran los plomos.
Néstor contó que había comprado a un ayudante de Castro. Ese ayudante dijo que Castro estaba estudiando la posibilidad de un atentado contra Kennedy. ¿Qué le pasa a ese Kennedy?, decía el ayudante de Fidel. Primero nos invade, luego se echa atrás… es como una puta que no se decide.
La puta es Fidel. El ayudante le dijo a Chasco que el Barbas no volvería a trabajar con la Organización; estaba convencido de que Santo lo había traicionado en el asunto de la heroína y no tenía la menor sospecha de que habían sido Néstor y los chicos.
Bondurant se había meado en los pantalones. Se veía claramente la mancha.
Santo y Mo no se andaban con chiquitas. Y había que reconocer que Néstor se mantuvo valiente hasta el final.
Kemper ya estaba harto. Debía reconocer que la espera lo estaba sacando de sus casillas. Pronto volverían. Pronto tendrían ganas de castigar un poco a los otros dos.
Alivió la vejiga. Llenó los pulmones de aire y se obligó a perder la conciencia.
Soñó que se movía. Soñó que alguien lo limpiaba y lo cambiaba de ropa. Soñó que oía sollozar al feroz Pete Bondurant.
Soñó que respiraba. Soñó que podía hablar. No dejó de maldecir a Jack y a Claire por haberlo repudiado.
Despertó en una cama. Reconoció su antigua suite del Fontainebleau, o una réplica exacta de ésta.
Llevaba ropas limpias. Alguien le había quitado sus calzones de boxeador sucios de tierra. Notó las quemaduras de las sogas en las muñecas. Notó fragmentos de cinta adhesiva en el rostro.
Escuchó voces en la habitación contigua. Pete y Ward Littell.
Intentó levantarse, pero las piernas no le obedecían. Se sentó en la cama y tosió como si fuera a expulsar los pulmones.
Littell entró en la habitación. Tenía un aire imperioso; el traje de gabardina le daba cierta prestancia.
–Hay un precio -murmuró Kemper.
–Exacto -asintió Littell-. Es algo que he proyectado con Carlos y con Sam.
–Ward…
–Santo también está de acuerdo. Y tú y Pete podréis quedaros lo que robasteis.
Kemper se puso en pie. Ward se mantuvo ante él, firme y resuelto.
–¿Qué tenemos que hacer?-preguntó Boyd.
–Matar a John Kennedy.
(Miami, 23/9/63)
De 1933 a 1963. Treinta años y situaciones paralelas.
Miami, 1933: Giuseppe Zangana intenta disparar contra el presidente electo, Franklin D. Roosevelt. Falla… y mata al alcalde de Chicago, Anton Cermak.
Miami, 1963: para el 18 de noviembre hay programado un desfile de John Kennedy con escolta motorizada.
Littell recorrió despacio Biscayne Boulevard. Cada palmo de terreno le dijo algo.
La semana anterior, Carlos le había contado la historia de Zangara.
–Giuseppe estaba completamente chiflado. Unos muchachos de Chicago le pagaron por cargarse a Cermak y largarse al otro barrio. El muy jodido tenía ganas de morir y vio cumplido su deseo. Frank Nitti se ocupó de su familia después de su ejecución.
Littell se reunió con Carlos, Sam y Santo. Negoció en nombre de Pete y Kemper. Discutieron extensamente el tema del cabeza de turco. Carlos quería un izquierdista. Consideraba que un asesino izquierdista inflamaría los sentimientos contra Castro. Sin embargo, Trafficante y Giancana impusieron su opinión.
Igualaron la contribución de Howard Hughes, pero añadieron una cláusula: querían un cabeza de turco derechista.
Sam y Santo todavía aspiraban a un entendimiento con Fidel. Querían reponer las existencias de droga de Raúl Castro y efectuar una reconciliación perdurable. Querían estar en situación de decirle: «Bien, nosotros financiamos el golpe; ahora, ¿quieres hacer el favor de devolvernos nuestros casinos?»
Su apuesta era demasiado retorcida. Y políticamente ingenua. Su apuesta era miope y minúscula.
Pero el golpe se podía llevar a cabo. Los planificadores y los tiradores podían escapar. Y la cruzada de Bobby contra la mafia podía cortarse de raíz. Más allá de esto, todos los resultados eran imprevisibles y muy probablemente se resolverían de una forma profundamente ambigua.
Littell condujo por el centro de Miami y tomó nota de posibles rutas de la caravana motorizada: calles anchas con buena visibilidad.
Vio edificios altos y aparcamientos traseros. Vio rótulos de «despacho en alquiler».
Vio bloques residenciales desvencijados. Vio rótulos de «piso en alquiler» y una armería.
Imaginó el paso del desfile. Casi vio estallar la cabeza del objetivo.
Se reunieron en el Fontainebleau. Pete realizó una búsqueda completa de aparatos de escucha antes de que nadie dijera una palabra. Kemper preparó unas bebidas. Se sentaron en torno a una mesa junto al mueble bar.
Littell expuso el plan.
–Traemos al cabeza de turco a Miami antes del primero de octubre. Hacemos que alquile una casa barata en las afueras del centro urbano, cerca de la ruta del desfile anunciada o que se supone que se anunciará, y una oficina sobre la misma ruta, una vez ésta quede determinada. Esta mañana he recorrido todas las arterias principales entre el aeropuerto y el centro. Después de hacerlo, estoy seguro de que podremos escoger entre muchas casas y despachos.
Pete y Kemper guardaron silencio. Todavía parecían afectados de neurosis de guerra.
–Uno de nosotros vigila de cerca al cabeza de turco entre el momento en que lo traemos aquí y la mañana del desfile. Hay una armería cerca del despacho y de la casa; uno de vosotros entra en la tienda y roba varios fusiles y pistolas. En la casa se coloca literatura racista y demás parafernalia comprometedora, y nuestro hombre lo manosea todo para asegurarnos unas buenas huellas latentes.
–Ve a lo del golpe -dijo Pete. Littell congeló el momento: tres hombres en torno a una mesa y un silencio en el que se podía oír la caída de un alfiler.
–Es el día del desfile -expuso-. Tenemos a nuestro hombre retenido en el despacho de la ruta de la caravana. Con él hay un fusil del robo a la armería con sus huellas por todas partes. Pasa el coche de Kennedy. Nuestros dos tiradores auténticos disparan desde distintas posiciones en el tejado, por detrás, y lo matan. El hombre que retiene a nuestro cabeza de turco dispara al coche de Kennedy y falla, deja caer el fusil y mata al primo con una pistola robada. Huye y arroja la pistola por una alcantarilla. La policía encuentra las armas y las compara con la denuncia del robo. Tomarán nota del indicio e imaginarán que están ante una conspiración que tuvo éxito casi por casualidad y que se desarrolló sobre la marcha. Investigarán al muerto e intentarán construir una acusación de conspiración contra sus amigos conocidos.
Pete encendió un cigarrillo y tosió.
–Has dicho «huye» como si pensaras que escapar de allí será un paseo.
Littell continuó con parsimonia.
–Todas las avenidas principales por las que es probable que pase la comitiva tienen calles secundarias perpendiculares. Desde todas ellas se llega a las autovías en un par de minutos. Nuestros tiradores auténticos dispararán desde la parte de atrás del tejado. Harán dos disparos en total y, al principio, parecerá el ruido de un tubo de escape o de unos petardos. El contingente del Servicio Secreto no sabrá con precisión de dónde proceden los tiros. Todavía no habrán reaccionado cuando resonarán múltiples disparos, éstos de nuestro falso tirador y del hombre que lo custodia. Los agentes irrumpirán en el edificio y encontrarán un cadáver. Eso los distraerá y perderán otro minuto más o menos. Todos nuestros hombres tendrán tiempo de llegar a los coches y alejarse.
–Es maravilloso -dijo Kemper.
Pete se frotó los ojos.
–No me gusta el detalle de la parodia derechista -apuntó-. Llegar hasta aquí y no poder dar al asunto un enfoque que favorezca a la Causa…
Littell descargó una palmada sobre la mesa.
–¡No! Trafficante y Giancana quieren un derechista. Creen que pueden negociar un trato con Castro y, si eso es lo que quieren, tendremos que aceptarlo. Recordad que os han perdonado la vida.
Kemper enfrió su copa. Tenía los ojos inyectados en sangre por efecto del contacto con el cloroformo.
–Quiero que se encarguen de disparar mis hombres. Sienten el odio necesario y son expertos tiradores.
–De acuerdo -asintió Pete.
Littell estuvo de acuerdo.
–Les pagaremos veinticinco mil dólares a cada uno; usad el resto del dinero para gastos y dividid la diferencia en tres partes.
–Mis hombres están muy a la derecha -comentó Kemper con una sonrisa-. Debemos silenciar el hecho de que enviamos al matadero a un colega de ideología.
Pete preparó un cóctel: dos aspirinas con Wild Turkey.
–Necesitamos un colaborador en la ruta del desfile.
–Eso es asunto vuestro -dijo Littell-. Tenéis los mejores contactos en el departamento de Policía de Miami.
–Me pondré a ello. Y si descubro algo que merezca la pena, empezaré a planificar la logística en serio.
Kemper carraspeó.
–La clave es el cabeza de turco. Una vez resuelto eso, estamos a salvo.
–No -dijo Littell y acompañó la respuesta con un gesto de cabeza-. La clave es eludir una investigación a gran escala del FBI.
Pete y Kemper pusieron cara de sorpresa. Ni se les había ocurrido pensar en el asunto a aquel nivel.
Littell habló de nuevo, muy despacio.
–Creo que el señor Hoover sabe lo que se prepara. Tiene micrófonos privados instalados en Dios sabe cuántos lugares de reunión de la mafia, y me ha comentado que se respira un sentimiento general de profundo odio a los Kennedy. No ha informado de ello al Servicio Secreto, o no andarían preparando desfiles motorizados para todo lo que queda de otoño.
–Sí, Hoover quiere que suceda -declaró Kemper-. Sucede, él se alegra… y es nombrado para investigar lo sucedido. Lo que necesitamos entonces es un contacto influyente que pueda bloquear o acortar el plazo de la investigación.
Pete asintió.
–Necesitamos un cabeza de turco relacionado con el FBI.
–Dougie Frank Lockhart -propuso Kemper.
(Miami, 27/9/63)
Le gustaba pasar tiempo a solas con ello. Boyd dijo que él hacía lo mismo.
Pete engulló la aspirina y el trago de bourbon. Conectó el aparato y enfrió el salón hasta que estuvo cómodo. Controló su dolor de cabeza y calculó nuevas probabilidades.
Las probabilidades de que pudieran matar a Jack, el «Mata de Pelo». Las probabilidades de que Santo los matara, a él y a Kemper, tanto si había trato como si no.
Todas las probabilidades resultaban poco concluyentes. El salón adquirió un resplandor mortecino y medicinal bastante fastidioso.
A Littell le encantó el pedigrí de Dougie Frank. El cabronazo era ultraderechista y estaba comprometido hasta el cuello con el FBI.
–Es perfecto -dijo Littell-. Si el señor Hoover se ve obligado a investigar, correrá inmediatamente un tupido velo sobre Lockhart y sus amigos conocidos. Si no lo hace, se arriesgará a que se descubra toda la política racista del FBI.
Lockhart estaba oculto en Puckett, Misisipí, informó Littell. Kemper y Pete debían ir allí a reclutarlo.
La noche anterior había paseado por la sala principal del departamento de Policía de Miami y vio las tres rutas previstas para el desfile. Estaban colocadas en un jodido tablón, a plena vista de todo el mundo.
Las guardó en su memoria. Las tres rutas pasaban por la armería y por las casas con rótulos de alquiler.
Más que miedo, dijo Boyd, sentía admiración.
Pete asintió y dijo que sabía a qué se refería.
Pero se calló otras cosas: «Amo a esa mujer. Si muero, habré llegado hasta aquí y la habré perdido a cambio de nada.»
(Miami, 27/9/63)
Alguien colocó una grabadora sobre la mesa auxiliar. Alguien colocó un sobre cerrado junto al aparato.
Littell cerró la puerta y reflexionó.
Pete y Kemper sabían que se alojaba allí. Jimmy y Carlos sabían que siempre se alojaba en el Fontainebleau. Había bajado a la cafetería para desayunar y había estado ausente menos de media hora.
Abrió el sobre y extrajo una hoja de papel. La caligrafía del señor Hoover explicaba la entrada furtiva en la habitación.
Jules Schiffrin murió en coincidencia con una temporada en la que usted estuvo ausente de su trabajo, en otoño de 1961. Hubo un robo en su propiedad y desaparecieron ciertos libros contables.
Joseph Valachi se ha ocupado en múltiples ocasiones del transporte de dinero del fondo de pensiones. En la actualidad está siendo interrogado por un colega mío de toda confianza. Robert Kennedy no sabe que está efectuándose tal interrogatorio.
La cinta adjunta contiene información que el señor Valachi se abstendrá de revelar al señor Kennedy, al comité McClellan o, de hecho, a cualquiera. Confío en que el señor Valachi mantenga su silencio, después de que se le haya hecho comprender que la cualidad y la duración de su reubicación por parte de los federales depende de ello.