América (78 page)

Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–No. – Littell movió la cabeza-. Me parece que lo nuestro sigue adelante.

–¿Y qué es todo ese lío de Banister?

–Lo que me ha contado es nuevo para mí, pero encaja. Lo único que sé con seguridad, en este momento, es que tengo una cita con Carlos en el Larkhaven a las cinco. Carlos me ha dicho que Santo y Mo han dejado todo el asunto en sus manos, con dos nuevas cláusulas.

Kemper se frotó la barbilla. El golpe de Pete le había dejado la cara enrojecida.

–¿Cuáles son?

–Que cambiemos de localidad y lo hagamos fuera de Miami y que busquemos un cabeza de turco izquierdista. No hay ninguna posibilidad de entendimiento con Castro, de modo que Santo y Sam quieren que la acción sea atribuida a un partidario de Fidel.

Pete descargó una patada contra la pared. Un cuadro de un paisaje cayó al suelo.

Kemper se tragó un diente suelto. Pete señaló la autopista.

Los policías estaban empleando el material antidisturbios al completo. Y efectuaban cacheos desnudando a los detenidos a plena luz del día.

–Mira eso -comentó Kemper-. Todo forma parte de la partida de ajedrez de Hoover.

–Estás loco -replicó Pete-. El muy jodido no puede ser tan hábil.

Littell se le rió en la cara.

95

(Blessington, 21/10/63)

Carlos preparó una bandeja de licores. El conjunto era incongruente: coñac Hennessy XO y vasos del motel envueltos en papel.

Littell ocupó la silla dura. Carlos, la blanda. La bandeja quedó en la mesilla auxiliar entre ambos.

–Tu equipo queda fuera, Ward. Utilizaremos a otro hombre. Lleva planificando el asunto todo el verano, lo que le da cierta ventaja.

–¿Guy Banister?-aventuró Littell.

–¿Cómo lo has sabido?¿Te lo ha dicho un pajarito?

–He visto su coche fuera. Y hay cosas que uno tiende a adivinar.

–Te lo estás tomando muy bien.

–No me queda otro remedio.

–Acabo de enterarme -le aseguró Carlos mientras jugueteaba con un humidificador de puros-. Pero el asunto lleva bastante tiempo en preparación, lo cual aumenta las probabilidades de éxito, en mi opinión.

–¿Dónde será?

–En Dallas, el mes que viene. Guy tiene el respaldo de ciertos derechistas ricos. Cuenta con un cabeza de turco, un tirador profesional y un cubano.

–¿Juan Canestel?

–Tienes una «tendencia a adivinar» muy desarrollada, salta a la vista -comentó Carlos con una sonrisa.

Littell cruzó las piernas.

–Eso lo ha deducido Kemper -dijo-. Y, en mi opinión, no deberías confiar en un psicópata que conduce un coche deportivo rojo brillante.

Carlos cortó con los dientes el extremo del habano y lo escupió.

–Guy es un tipo competente. Ha encontrado un cabeza de turco filocomunista que trabaja en una de las rutas del desfile con escolta motorizada, dos tiradores auténticos y unos policías que se encarguen de matar al pobre primo. Mira, Ward: no puedes echarle en cara que se le ocurriese el mismo plan que a ti sin saber en absoluto lo que tú organizabas.

Conservó la calma. Carlos no podía desanimarlo. Aún tenía la posibilidad de joder a Bobby.

–Ojalá te hubiese tocado a ti, Ward. Sé que tienes un interés personal en ver muerto a ese hombre.

Carlos se sentía seguro, muy al contrario que Pete y Kemper.

–A mí no me gustaba nada que Mo y Santo intentaran congraciarse con Castro. ¡Deberías haberme visto cuando me enteré, Ward!

Littell sacó el encendedor. Una pieza de oro macizo, regalo de Jimmy Hoffa.

–Algo te ronda por la cabeza, Carlos. Estás a punto de decirme «Ward, eres demasiado valioso como para que corras el riesgo», y de ofrecerme una copa, aunque llevo más de dos años sin tocar el alcohol.

Marcello se inclinó hacia delante. Littell le dio fuego.

–No eres demasiado valioso como para que corras el riesgo, pero sí para castigarte. Todo el mundo está de acuerdo conmigo en esto y también en que otra cosa muy distinta son los casos de Boyd y de Bondurant.

–Sigo sin querer esa copa.

–¿Por qué habrías de pagar por lo sucedido? Tú no robaste los cien kilos de heroína ni te cagaste en tus socios. Participaste en una extorsión de la que deberías habernos informado, pero eso no es más que una jodida falta menor.

–Sigo sin querer esa copa -insistió Littell-. Y te agradecería que me dijeras qué quieres que haga, exactamente, entre hoy y Dallas. Carlos se limpió de ceniza el chaleco.

–Quiero que tú, Pete y Kemper no os entrometáis en el plan de Guy ni intentéis interferir en él. Quiero que soltéis a ese Lockhart y lo enviéis de vuelta a Misisipí. Y quiero que Pete y Kemper devuelvan lo que robaron.

Littell apretó entre sus dedos el mechero de oro.

–¿Y qué les pasará?

–No lo sé. La decisión no es cosa mía.

El habano apestaba. El aire acondicionado le arrojaba el humo a la cara.

–Habría funcionado, Carlos. Estoy seguro de que lo habríamos conseguido.

–Tú siempre sabes tomarte las cosas como es debido -comentó Marcello con un guiño-. Cuando algo no se hace a tu manera, no montas un número de quejas y recriminaciones.

–No podré matarlo. Eso sí que lo lamento.

–Sobrevivirás a ello. Y tu plan ha ayudado a Guy como elemento de distracción.

–¿Cómo es eso?

Carlos se colocó un cenicero sobre el vientre.

–Banister le habló a un tal Milteen del trabajo de Miami, sin citar nombres ni detalles. Guy sabe que ese Milteen es un bocazas y que tiene a un soplón de la policía de Miami revoloteando a su alrededor. Guy espera que Milteen se vaya de la lengua con el soplón y éste le vaya con el cuento a su contacto en la policía; si resulta, es probable que el desfile por las calles de Miami sea cancelado, y que el suceso desvíe de Dallas la atención de todo el mundo.

–Es muy rebuscado -apuntó Littell con una sonrisa-. Parece sacado de «Terry y los piratas».

–Igual que tu historia sobre los libros del sindicato -replicó Carlos con una sonrisa-. Igual que toda esa fantasía tuya de pensar que no sabía desde el primer momento lo que había sucedido en realidad.

Un hombre salió del baño. Empuñaba un revólver amartillado.

Littell cerró los ojos.

–Lo sabe todo el mundo, menos Jimmy -continuó Carlos-. Pusimos detectives tras tus pasos desde el mismo instante en que pasaste la frontera conmigo. Saben lo de tus libros en clave y lo de tu investigación en la biblioteca del Congreso. Sé que tenías planes para esos libros y ahora, muchacho, también tienes socios.

Littell abrió los párpados. El hombre había envuelto el arma en una almohada. Carlos sirvió dos copas.

–Vas a ponernos en contacto con Howard Hughes. Le vamos a vender Las Vegas y lo vamos a desplumar de casi todo lo que tiene. Y vas a ayudarnos a convertir los libros del fondo en dinero más legal de lo que nunca soñó Jules Schiffrin.

Littell se sintió ingrávido. Quiso musitar un Avemaría pero no logró recordar las palabras.

Carlos alzó su vaso.

–Por Las Vegas y los nuevos acuerdos.

Littell se obligó a tragar. El ardor exquisito le hizo sollozar.

96

(Meridian, 4/11/63)

El peso de los paquetes de heroína del portaequipajes se dejó notar e hizo patinar ligeramente las ruedas traseras. Un simple incidente de tráfico, se dijo, podía costarle treinta años en la cárcel de Parchman.

Había retirado su botín de las cajas de seguridad. Un poco de polvo se había derramado por el suelo; suficiente como para sedar todo el Misisipí rural durante semanas.

Santo quería recuperar su droga. Santo se había echado atrás del trato establecido. Santo había insinuado ciertas implicaciones.

Santo podía hacer que lo mataran. O dejarlo vivir. O tenerlo sobre ascuas con algún aplazamiento de la ejecución.

Kemper se detuvo ante un semáforo en rojo. Un hombre de color lo saludó.

Kemper le devolvió el saludo. El negro era un diácono de la Iglesia Baptista de Pentecostés, un hombre muy escéptico respecto a John F. Kennedy. «No confío en ese muchacho» era su frase favorita.

El semáforo cambió. Kemper apretó el acelerador. Ten paciencia, diácono. Al muchacho sólo le quedan dieciocho días.

Su equipo estaba disuelto. El de Banister seguía en acción. Juan Canestel y Chuck Rogers pasaron a formar parte del equipo de Guy.

Se trasladó la fecha del golpe al 22 de noviembre, en Dallas. Juan y un profesional corso dispararían desde posiciones separadas. Chuck y dos policías de Dallas se encargarían de matar al cabeza de turco.

Era el mismo plan básico de Littell, pero con algunos retoques. Aquello ilustraba la ubicuidad metafísica del «Liquidemos a Jack».

Littell había desmontado el grupo. Lockhart volvió a sus actividades con el Klan. Pete voló directamente a Tejas para estar con su chica. La Swingin' Twist Revue tenía previsto actuar en Dallas el día del golpe.

Littell lo había dejado marcharse y un instinto atávico lo había atraído a Meridian. Allí, bastantes vecinos se acordaban de él. Algunos negros lo saludaron efusivamente. Varios blancos palurdos le dedicaron miradas de desprecio y comentarios provocadores.

Alquiló una habitación en un motel. Casi esperaba que llamaran a su puerta los matones de la mafia. Hizo las tres comidas en el restaurante y salió con el coche a dar una vuelta por el campo.

Anochecía cuando cruzó los límites del pueblo de Puckett. Distinguió un rótulo ridículo enmarcado por los faros: Martin Luther King en una escuela de adiestramiento comunista.

La fotografía del reverendo estaba retocada. Alguien le había dibujado cuernos de diablo.

Kemper se dirigió hacia el este y tomó el desvío que conducía al viejo campo de tiro de Dougie Lockhart. El camino de tierra le condujo hasta el mismo límite del campo. Los casquillos usados crepitaron bajo las ruedas.

Apagó las luces y se apeó del coche. Todo estaba en bendito silencio: ni disparos ni gritos de rebeldes.

Kemper sacó el arma. El cielo estaba negro como la brea. No alcanzaba a ver las siluetas de las dianas.

Los casquillos del suelo crujieron y rechinaron. Kemper escuchó unos pasos.

–¿Quién anda ahí?¿Quién invade mi propiedad?

Kemper encendió los faros. Las luces iluminaron a Dougie Lockhart directamente delante del coche.

–Soy Kemper Boyd, muchacho.

Lockhart se apartó de los haces de luz.

–¡Kemper Boyd! Ese acento tuyo se hace más almibarado cuanto más al sur te encuentro. Tienes algo de camaleón, Kemper. ¿Te lo han dicho alguna vez?

Kemper encendió las luces largas. Todo el campo de tiro quedó iluminado.

Dougie, lava esa sábana. Tienes un aspecto horrible.

Lockhart prorrumpió en exclamaciones.

–¡Vaya, jefe, ahora me tienes bajo los focos! ¡Sí, jefe, tengo que confesarlo! ¡Fui yo quien prendió fuego a esa iglesia de negros en Birmingham!

Dougie Frank Lockhart tenía mala dentadura y granos en la cara. Su aliento a aguardiente casero apestaba a diez pasos de distancia.

–¿De veras lo hiciste?-preguntó Kemper.

–Tan cierto como que estoy aquí, bajo la luz de esos faros, jefe. Tan cierto como que los negros…

Kemper le disparó en la boca. Vació todo un cargador, que le destrozó la cabeza.

97

(Washington, D.C., 19/11/63)

Bobby le hizo esperar.

Littell aguardó sentado en el antedespacho. La nota de Bobby insistía en la puntualidad y terminaba con estilo: «Siempre dispongo de diez minutos para cualquier abogado de Hoffa.»

Él llegó puntual. Bobby estaba ocupado. Los separaba una puerta. Littell esperó. Sentía una tranquilidad suprema.

Marcello no había podido con él. Bobby, a su lado, era un crío. Marcello había cedido cuando él había tomado sólo una copa.

El antedespacho, de paredes forradas en madera, era espacioso y estaba muy próximo al despacho del señor Hoover.

La recepcionista no le prestó atención y Littell desgranó la cuenta atrás hasta el momento del encuentro.

6/11/63: Kemper devuelve la droga. Trafficante rechaza la extorsión.

6/11/63: llama Carlos Marcello. «Santo tiene un trabajo para ti», dice, pero no da más precisiones.

7/11/63: llama Sam Giancana. «Creo que hemos encontrado un empleo para Pete -dice-. El señor Hughes detesta a los negros y Pete es un buen tratante en narcóticos.»

7/11/63: transmite el mensaje a Pete. Bondurant comprende que le están perdonando la vida: si trabajas para nosotros, si te trasladas a Las Vegas, si vendes heroína a los negros de la ciudad…

8/11/63: llama Jimmy Hoffa, regocijado. No parece que le importe estar metido en gravísimos problemas legales.

Sam le ha contado lo del golpe que se prepara. Jimmy se lo cuenta a Heshie Ryskind y éste se instala en el mejor hotel de Dallas para disfrutar del acontecimiento en primera fila.

Heshie lleva consigo a su séquito: Dick Contino, enfermeras y fulanas. Pete lo llena de droga dos veces al día.

El séquito de Heshie está desconcertado. ¿Por qué trasladarse a Dallas cuando está tan cerca de pasar al otro barrio?

8/11/63: Carlos le envía un recorte de prensa. En él se lee: «Líder del Klan asesinado. Enigma desconcertante en el Profundo Sur.»

La policía sospecha que la muerte es obra de algunos miembros del Klan pertenecientes a otros capítulos. Él intuye en aquello la mano de Kemper Boyd.

Carlos adjunta una nota en la que dice que la vista de deportación va muy bien.

8/11/63: el señor Hughes le envía una nota. Howard desea Las Vegas igual que muchos niños quieren juguetes nuevos.

Él responde a la nota. Promete visitar Nevada y recopilar notas de investigación antes de Navidades.

9/11/63: llama el señor Hoover. Dice que sus escuchas privadas han recogido una irritación desaforada: el espectáculo de Joe Valachi tiene aterrorizados a los hampones de costa a costa.

La fuente interna de Hoover afirma que Bobby está interrogando en privado a Valachi. Valachi se niega a hablar de los libros del fondo. Bobby está furioso.

10/11/63: llama Kemper. Dice que la maniobra «traída por los pelos» de Guy Banister ha dado resultado: el desfile por las calles de Miami ha sido cancelado.

12/11/63: llama Pete. Informa de más redadas en campamentos y de más rumores sobre complots y atentados.

15/11/63: Jack desfila por las calles de Nueva York. Adolescentes y amas de casa de mediana edad se arremolinan en torno al coche.

Other books

The Final Cut by Michael Dobbs
Falling Softly: Compass Girls, Book 4 by Mari Carr & Jayne Rylon
Rose by Leigh Greenwood
Daring to Dream by Sam Bailey
Love Her To Death by M. William Phelps
Pinto Lowery by G. Clifton Wisler