Asesinato en el Savoy

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

 

A Beck se le plantea un caso complejo y delicado. Viktor Palmgren es un magnate sueco al que se le conocen muchos negocios legales y se le suponen otros tantos, más subterráneos y de dudosa moralidad, que le proporcionan cuantiosos beneficios. Su inmensa riqueza le ha convertido en un mito. Un día, en el transcurso de una cena en el Savoy, es asesinado de un disparo en la nuca. Las connotaciones políticas y económicas de este crimen exigen una investigación meticulosa en la que el policía debe andar con pies de plomo. Nadie es capaz de describir al asesino y el análisis balístico es poco esclarecedor. El policía deberá enfrentarse, además, a una intriga para la que los métodos detectivescos no tienen solución: ¿puede un crimen ser justo?

Maj Sjöwall y Per Wahlöö.

Asesinato en el Savoy

Martin Beck, 06

ePUB v1.1

ErikElSueco
 
16/12/2011

1

El día había sido caluroso y sofocante, sin un soplo de viento, y una permanente calina lo invadía todo. El cielo, claro a aquellas horas, empezaba a cambiar de color, del rosa al azul oscuro. El sol, ya rojizo, desaparecía pronto por algún lugar detrás de la isla de Ven, y la brisa de la noche, que venía formando círculos sobre las agujas rutilantes del estrecho de Öresund, traía ráfagas de agradable frescor que subían hasta las calles de Malmö. El vientecillo arrastraba también perfumes de algas y de basuras en descomposición que iban a parar a la playa de Riberborg y a la entrada del puerto, para subir luego lentamente por los canales.

La ciudad no tiene demasiado en común con el resto de Suecia, debido a su situación: está más próxima a Roma que al sol de medianoche. En el horizonte se ven las luces de la costa danesa, y aunque en invierno llueve mucho y el viento es como un castigo, los veranos suelen ser largos y cálidos, con cantos de ruiseñores en los parques frondosos de la zona, y perfumes vegetales.

Así estaban las cosas aquella noche veraniega de principios de julio de 1969, en la que reinaba un gran silencio y casi no había gente. El turismo internacional aún no había hecho su masiva aparición, como era normal por aquellas fechas, y tan sólo se habían visto las avanzadillas de la juventud vagabunda y sucia, apestosa de hachís, que llegaba de cualquier parte del mundo, y que tampoco solía ir mucho más al norte de Copenhague.

Incluso había calma en el gran hotel frente a la estación del ferrocarril del puerto. En el vestíbulo del hotel algunos hombres de negocios ultimaban los detalles de su alojamiento, el encargado del guardarropa leía imperturbable a un clásico, metido en su cuchitril, y en la oscuridad del bar cuchicheaba un par de parroquianos, mientras un camarero de chaqueta blanca esperaba pacientemente.

Dentro del gran comedor clásico, a la derecha del vestíbulo, la actividad tampoco era mucha, aunque algo mayor. Sólo unas cuantas mesas estaban ocupadas, en su mayoría por personas solitarias y silenciosas, y el pianista acababa de iniciar un descanso. Delante de las puertas giratorias que daban a la cocina, un camarero con las manos a la espalda miraba ensimismado a través del gran ventanal abierto, seguramente metido en evocaciones de playas lejanas.

Al fondo del comedor, una mesa de siete comensales de diversas edades y de uno y otro sexo, todos bien vestidos y con un aire algo solemne. La mesa se hallaba abarrotada de copas y de golosinas de la más variada especie, y a su alrededor proliferaban las cubetas de champán. El personal de servicio se había ido retirando discretamente, ya que el anfitrión se acababa de levantar y se disponía a pronunciar unas palabras.

Era un hombre alto, algo mayor, vestido con un traje oscuro de verano. Tenía el pelo de un gris metálico y estaba muy moreno. Hablaba en un tono rutinario, suave, modulando la voz y haciendo leves gestos humorísticos. Los otros seis comensales guardaban silencio mientras le observaban, uno de ellos fumando.

Por las ventanas abiertas entraba el ruido de los coches y de los trenes que cambiaban de vía en la estación, al otro lado del canal, que es el mayor centro de maniobras del norte de Europa; más lejos, un barco que procedía de Copenhague hacía sonar su ronca sirena a la entrada del puerto y en algún lugar del viaducto del canal debía de estar riéndose una muchacha.

Así era, pues, la situación aquel suave y caluroso miércoles de julio, más o menos a las ocho y media de la tarde. Decimos «más o menos» puesto que nadie pudo establecer con exactitud el momento preciso en que sucedió todo. Por otro lado, lo más fácil será contarlo.

Un hombre entró por la puerta principal del hotel, echó una ojeada a la recepción, con sus hombres de negocios extranjeros y su portero de chaqué, torció a la derecha, pasó ante el impasible encargado del guardarropa, cruzó el vestíbulo estrecho y largo por delante del bar y entró en el comedor, con decisión pero también con cierta calma, sin que sus pasos llamaran la atención de la concurrencia. Su aspecto tampoco era nada llamativo, y nadie se fijó en él ni él dio muestras de interés por lo que le rodeaba.

Pasó junto al órgano Hammond y el piano, y por delante del aparador repleto de piezas lujosas y resplandecientes; dejó atrás las dos columnas que sostenían el techo, y con la misma decisión marchó directamente hacia el grupo que ocupaba la mesa del rincón, en la que el anfitrión, de espaldas a él, se dirigía a sus invitados. Cuando el hombre se encontró a unos cinco pasos de distancia, introdujo la mano derecha en la americana, y una de las mujeres que estaban en la mesa lo miró; el orador volvió la cabeza para ver qué la distraía, echó una rápida ojeada indiferente al hombre que se acercaba y volvió la cabeza hacia sus invitados, sin interrumpir ni por un segundo su disertación. En aquel mismo instante, el recién llegado sacó un objeto brillante y azulado que tenía el mango rayado y un tubo largo delante, apuntó con calma y disparó a la cabeza del orador. El disparo no fue muy ruidoso; sonó más bien como el estampido de una pistola de salón.

La bala entró por detrás mismo de la oreja izquierda del orador, que se desplomó hacia adelante sobre la mesa, dando con su mejilla izquierda contra la bandeja repleta de puré de patatas gratinado que acompañaba un exquisito estofado de pescado a la Frans Suell.

Mientras guardaba el arma, el pistolero se volvió hacia la derecha, dio unos pasos hasta la ventana más próxima, puso el pie izquierdo sobre el marco, pasó por encima del cristal bajado, pisoteó el jardincillo exterior, saltó a la acera y desapareció.

Un cliente de unos cincuenta años que ocupaba una mesa tres ventanas más allá quedó petrificado, con la mirada completamente confundida y con un vaso de whisky en la mano, que se quedó parado a diez centímetros de su boca abierta. Delante mantenía un libro abierto que estuvo fingiendo leer.

El hombre tostado por el sol, vestido con traje de verano azul oscuro, no estaba muerto. Se movió un poco y dijo:

—¡Uf, cómo duele!

Y los muertos no suelen quejarse. Aquel hombre ni parecía sangrar.

2

En su apartamento de soltero de la calle Regement, Per Mansson estaba hablando por teléfono con su mujer. Era inspector jefe de homicidios de la policía de Malmö, y aunque estaba casado, hacía vida de soltero cinco días a la semana. Los fines de semana que tenía libres los pasaba con su mujer, según el arreglo al que habían llegado unos diez años antes, y que hasta la fecha les había dado bastante buen resultado a los dos.

Con la mano izquierda sostenía el auricular mientras con la derecha se preparaba un gintónic. Era su bebida favorita: ocho centilitros de ginebra, hielo machacado y tónica en vaso largo.

Su mujer había ido al cine y le estaba contando el argumento de
Lo que el viento se llevó.
La cosa iba para largo, pero Mansson escuchaba con paciencia, ya que tan pronto terminase de contarle la película pensaba decirle a su mujer que aquel fin de semana no se iban a poder ver porque tenía trabajo, lo cual era mentira.

Eran las nueve y veinte de la noche.

Mansson estaba sudando a pesar de ir ligero de ropa, sólo con camiseta de redecilla y calzoncillos a cuadros. Había cerrado la puerta de la terraza al principio de la conversación para que no le molestara el ruido del tráfico. Aún hacía mucho calor en la habitación, a pesar de que el sol había desaparecido mucho antes tras la casa de enfrente.

Removió el combinado con un tenedor que había robado o que se había llevado por casualidad de un restaurante llamado Översten. «¿Puede uno llevarse un tenedor por simple casualidad?», pensó Mansson, y dijo, como despertando:

—Sí, sí, claro; entonces es cuando Leslie Howard y… Ah, ¿no? ¿Clark Gable, dices? Ah, bueno…, claro…

Cinco minutos después, su mujer dio por terminado el relato, Mansson le soltó su mentira piadosa para el fin de semana, y colgó.

Sonó el teléfono. Mansson no contestó enseguida. Tenía el día libre y deseaba seguir así. Se bebió despacio el gintónic y observó el cielo que se iba oscureciendo lentamente, mientras descolgaba el aparato y contestaba.

—Sí, Mansson.

—Hola, soy Nilsson. ¡Vaya coñazo de charla! Llevo media hora intentando hablar contigo.

Nilsson era inspector auxiliar de homicidios, y aquella noche inspector de guardia en la comisaría de la plaza Davidshall. Mansson suspiró.

—Bueno. ¿Qué ocurre?

—Le han pegado un tiro a uno que cenaba en el comedor del Savoy. Me temo que hará falta que vayas.

Mansson cogió el vaso vacío, pero todavía frío, y se lo pasó rodando por la frente, presionándolo con la palma de la mano.

—¿Está muerto?

—No lo sé.

—¿No puedes enviar a Skacke?

—Tiene el día libre y está ilocalizable. Sigo buscándole. Backlund es el que ha ido, pero creo que tú…

Mansson se estremeció y dejó el vaso sobre la mesa.

—¿Backlund? Okey, voy en seguida.

Llamó rápidamente a un taxi, dejó el auricular sobre la mesa, y mientras se vestía iba oyendo la voz rasposa que repetía mecánicamente: «Aquí el servicio de taxis, espere, por favor», hasta que le pasaron la comunicación con la telefonista.

Delante del hotel Savoy había varios coches de la policía aparcados de cualquier manera, y a la entrada dos agentes de una de las patrullas cerraban el paso a la cada vez más numerosa horda de curiosos que se amontonaban al pie de la escalinata.

Mansson contempló la escena mientras pagaba el taxi y se metía la nota en el bolsillo, y le pareció advertir que uno de aquellos policías se comportaba con cierta brusquedad; pensó con tristeza que la policía de Malmö no tardaría demasiado en tener la misma mala prensa que sus colegas de Estocolmo.

Al pasar junto a los agentes de uniforme que estaban a la entrada del vestíbulo, se limitó a saludar con la cabeza, pero sin decir nada. Dentro había un gran alboroto, los empleados del hotel hablaban entre sí por los codos, y algunos huéspedes salían del comedor. El escenario lo completaban unos cuantos agentes que parecían completamente despistados y nada acostumbrados a aquel ambiente, y estaba claro que nadie les había dicho cómo comportarse ni qué debían hacer.

Mansson era un tipo grandullón, de unos cincuenta años. Llevaba camisa de manga corta, pantalones de tergal y sandalias. Se sacó un mondadientes del bolsillo de la camisa, le quitó la funda y se lo metió en la boca. Estuvo hurgándose con él un buen rato mientras examinaba la situación con aire pensativo. Era un mondadientes americano, y se lo había llevado del transbordador ferroviario Malmöhus, donde los tienen en las mesas.

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