Asesinato en el Savoy (11 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—¿Y sobre qué les pregunto? —dijo Kollberg con resignación.

—No sé qué decirte.

—¿Quién dirige la investigación, vamos a ver?

—Yo.

—¿Y no sabes qué decirme? ¿Cómo coño me las arreglo yo entonces?

—Quiero una composición de lugar sobre la situación general.

—¿La situación general? Pues es mala, mira: yo estoy a punto de morirme de calor.

—Lo que nos falta es un móvil; mejor dicho, tenemos demasiados entre los que escoger. Tal vez el ambiente dentro del grupo Palmgren nos dé alguna pista.

—¡Ajá! —exclamó Kollberg—. Oye, esta tal Hansson, la secretaria, ¿es guapa?

—Eso dicen.

—Bueno, algo es algo. Adiós.

Martin Beck estuvo a punto de decir «tenme al corriente», pero en el último momento se limitó a un lacónico adiós, y colgó.

Luego miró a Mansson e informó:

—Kollberg se encarga de lo de Estocolmo.

Mansson asintió.

—Es un tío bueno.

Kollberg era más que eso, pero Mansson no lo conocía tan bien como Martin Beck.

Kollberg era el único en el que Martin Beck confiaba totalmente; un hombre de opiniones reposadas, capaz de arreglárselas él solo, imaginativo, metódico e implacablemente lógico. Habían trabajado juntos durante muchos años y se entendían a la perfección sin necesidad de hablar demasiado.

Mansson y Martin Beck permanecieron en silencio un rato, hurgando sin demasiada convicción en sus papeles.

Poco después de las nueve se levantaron y se dirigieron al coche, que estaba en el aparcamiento.

Las calles estaban algo más animadas por ser mañana de lunes, pero, aun así, no tardaron ni diez minutos en llegar a un gran edificio del barrio portuario, en el que se hallaba la oficina principal de Viktor Palmgren en Suecia, y que en aquellos momentos estaría presidida por Mats Linder.

Mansson aparcó de la manera más ilegal y prohibida que supo y bajó la visera, en cuya parte frontal había rotulado cuidadosamente la palabra POLIS.

Subieron siete pisos en ascensor y salieron a un gran vestíbulo enmoquetado en rosa y con paredes tapizadas. En el centro había una mesa baja rodeada de confortables sillones. Sobre la mesa, un montón de revistas, casi todas extranjeras, aunque también figuraban
Svensk Tidskrift
y
Veckans Affärer;
dos grandes ceniceros de cristal, una caja de teca con cigarros y cigarrillos, un encendedor de sobremesa y un pesado jarrón de Orrefors con rosas rojas. A la izquierda del local, tras una mesa alargada, estaba sentada una recepcionista de unos veinte años que se dedicaba a examinarse las relucientes uñas. Delante de ella tenía un interfono y dos teléfonos, y en la repisa inferior una agenda sobre un soporte de latón y un bolígrafo de oro.

Tenía tipo de maniquí y llevaba un vestido blanco y negro, con la falda muy corta. Las medias formaban unos ingeniosos dibujos negros y los zapatos eran muy elegantes y negros también, con hebilla de plata. Llevaba los labios pintados de un tono blanquecino y los ojos sombreados de gris claro. Además, lucía unos largos pendientes de plata, Unos dientes uniformes y blanquísimos, y unos ojos azules y transparentes que revelaban escasa inteligencia, ribeteados por unas cejas oscuras y larguísimas. «Desde luego irreprochable, si a uno le gusta», pensó Martin Beck.

La chica los miró con una mezcla de desprecio y desaprobación, echó un vistazo a la hoja del día de la agenda, señalándola con su dedo índice largo y puntiagudo, y dijo con el acento más cerrado de Escania:

—Ustedes son los de la policía, ¿no? —Miró fugazmente el reloj y continuó—: Llegan con diez minutos de antelación. El señor Linder está hablando por teléfono.

«Señor», pensó Martin Beck. Eso daba a entender que Mats Linder ya había llegado a esa posición en que mencionar el cargo resulta irrelevante y casi un lastre.

—Está hablando con Johannesburgo. Pueden sentarse mientras tanto. En cuanto termine de hablar les anunciaré. Mansson y Back, ¿verdad?

—Beck.

—¡Ah! —dijo con indiferencia, cogió el bolígrafo de oro e hizo un garabato de cualquier manera en su agenda. Después los miró con la misma aversión que antes y les dirigió un leve gesto, señalando la mesa de las rosas, el cenicero de cristal y el tabaco—. Fumen, por favor —les invitó, con la misma entonación con que los dentistas dicen «enjuáguese y escupa, por favor».

Martin Beck se sentía incómodo en aquel ambiente. Miró a Mansson, que llevaba la camisa arrugada, unos pantalones grises sin planchar y sandalias. Él tampoco iba mucho más elegante, aunque había dejado los pantalones debajo del colchón toda la noche. Mansson, sin embargo, parecía tan tranquilo. Se apoltronó en uno de los sillones, sacó un mondadientes del bolsillo de la camisa y estuvo pasando páginas de un número de
Veckans Affärer
unos treinta segundos, se encogió de hombros y tiró la revista encima de la mesa. Martin Beck se sentó y examinó detenidamente la variada oferta de tabaco caro que había en la caja de teca; por último sacó uno de sus pitillos y encendió una cerilla.

Miró a su alrededor. La chica estaba otra vez admirándose las uñas, el silencio era absoluto, pero había algo que le ponía extraordinariamente nervioso, hasta que al cabo de un rato descubrió el motivo: no se veía ninguna puerta, aunque las había, claro, pero quedaban tan bien camufladas por el dibujo de la tapicería de las paredes que había que fijarse mucho para descubrirlas.

Pasaban los minutos; Mansson seguía machacando su palillo, Martin Beck aplastó su cigarrillo y encendió otro, se levantó y se dirigió a uno de los extremos del vestíbulo, en cuya pared estaba encajonado un acuario de agua verde y resplandeciente. Permaneció en silencio y examinó los peces de hermosos colores hasta que oyó el débil susurro del interfono.

—El señor Linder les recibirá ahora.

Un segundo después se abrió una de las puertas camufladas, y una mujer morena, de unos treinta y cinco años, les hizo un gesto para que entraran. Sus movimientos eran rápidos y precisos y su mirada, firme. «La típica secretaria de dirección», pensó Martin Beck. Seguramente era ella la que hacía todo el trabajo, suponiendo que entre aquellas paredes se realizara alguna clase de trabajo. Mansson se levantó y entró pesada y lentamente en una habitación pequeña con escritorio, máquina de escribir eléctrica, archivador y un montón de carpetas alineadas en unos soportes fijados a la pared.

La secretaria morena abrió después una puerta y la sostuvo para que pasaran, sin decir todavía una palabra; entraron, y entonces Martin Beck sintió aún con mayor intensidad que ellos dos, grandullones y desgarbados, desentonaban por completo en aquel ambiente.

Mientras Mansson se dirigía directamente hacia la mesa tras la que Mats Linder se levantaba con una sonrisa apesadumbrada pero amable, Martin Beck examinó uno tras otro tres aspectos: la vista exterior, la disposición interior y la persona a la que habían ido a ver.

Tenía unas dotes de observación muy acusadas y le constaba que eran su mejor activo para ejercer el oficio que había escogido, así que retuvo hasta el más mínimo detalle de lo que le rodeaba, mientras Mansson se quitaba el palillo de la boca, lo dejaba en el cenicero de latón y le daba la mano a Mats Linder.

La vista desde los grandes ventanales era formidable: abajo estaba el puerto o, mejor dicho, los puertos, de una actividad febril, con su ir y venir de barcos de carga y de pasajeros, remolcadores, grúas, camiones, cisternas, trenes y contenedores apilados. Más allá, el estrecho de Öresund y Dinamarca. El aire era transparente y se veían unos veinte barcos, de los cuales varios eran de pasajeros que iban o venían de Copenhague. La panorámica era incluso mejor que la que disfrutaba desde la ventana de su hotel, y hubiera deseado disponer de un buen catalejo.

En el interior del despacho había uno, precisamente:, un catalejo marino de la firma Carl Zeiss, construido en Jena, y se hallaba a la derecha de la enorme mesa de acero colocada de forma que Linder quedaba sentado de espaldas al pequeño tramo de pared sin ventana, cubierto totalmente por una enorme ampliación fotográfica que reproducía un barco pesquero en un mar embravecido, con la cubierta invadida de espuma y una gran explosión de agua contra la proa. A lo largo de la barandilla del barco se veía una hilera de hombres con impermeables que se afanaban en sacar la red del agua. El contraste era impresionante: el esfuerzo sobrehumano de aquellos hombres para extraer una exigua cantidad de peces del océano, y la calma del que ocupa un despacho suntuoso y amasa fortunas basadas en el sufrimiento de esas personas. Impresionante, desde luego, y muy probablemente inevitable. El cinismo debería tener algún límite. Entre los dos ventanales colgaban tres litografías de Matisse, Chagall y Salvador Dalí. En el despacho había también dos sillones tapizados de piel, para las visitas, y una mesa de consejo con seis sillas de madera de jacarandá alineadas.

Mats Linder tenía treinta años según los informes, y su aspecto respondía exactamente a esa edad y a su posición; alto, delgado y bien formado, con ojos castaños, el cabello bien peinado con raya, una cara delgada de rasgos muy acusados y una barbilla que reflejaba decisión. Además, vestía impecablemente.

Martin Beck miró a Mansson y se sintió más desgarbado y sudoroso que nunca.

Al darle la mano a Linder dijo también su nombre, y ambos ocuparon los sillones.

El hombre que estaba detrás de la mesa apoyó los codos contra el borde y permaneció con las manos en alto y unidas por las puntas de los dedos.

—Bueno. ¿Han detenido al asesino?

Mansson y Martin Beck sacudieron simultáneamente la cabeza.

—¿En qué puedo ayudarles?

—¿Tenía algún enemigo el director Palmgren? —preguntó Martin Beck.

Era una pregunta simple y tonta, pero había que empezar por algún lado. Linder pareció tomársela muy en serio y reflexionó antes de responder.

—Cuando uno se mete en negocios de la magnitud de los de Viktor Palmgren es casi inevitable atraerse algunas antipatías.

—¿Puede usted citar a alguien en especial?

—Demasiados —dijo Linder con una sonrisa descolorida—. Miren, caballeros: el mundo de los negocios es duro hoy en día; en la situación actual del mercado no hay lugar para la caridad o el sentimentalismo. A veces es cuestión de matar o morir, dicho sea, claro está, en términos económicos…

—¿Sí?

—Pero los que estamos metidos en el mundo de los negocios empleamos otros métodos y no vamos por ahí pegándonos tiros; por eso creo que podemos rechazar tranquilamente la hipótesis del competidor perjudicado que entra, pistola en mano, en el comedor de un restaurante de primera para zanjar de ese modo una cuestión.

Mansson se movió. Parecía que se le había ocurrido algo, pero no dijo nada. Martin Beck continuó llevando la voz cantante.

—¿Tiene usted alguna idea sobre la persona que disparó contra su jefe?

—La verdad es que no lo vi, en primer lugar porque yo estaba al lado de Vicke (bueno, así le solíamos llamar en nuestro círculo íntimo), y estaba por lo tanto de espaldas al asesino. Y en segundo lugar porque tardé un rato en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. Oí el estampido, pero no fue muy fuerte y nadie se alarmó, y luego Vicke se desplomó sobre la mesa, que fue cuando yo me incliné sobre él, y tardé varios segundos en comprender que estaba gravemente herido. Cuando miré alrededor, el que había disparado ya había desaparecido, y el personal de servicio se acercaba desde todas partes para ayudar. Todo esto ya se lo conté a la policía aquella misma noche.

—Ya lo sé —dijo Martin Beck—. A lo mejor no me he explicado con claridad. Quería decir más bien si tiene alguna idea sobre el tipo de persona de que se trata.

—Un loco —sentenció Mats Linder sin la menor duda—. Sólo un demente puede comportarse de esta forma.

—Entonces, ¿cree que el director Palmgren fue una víctima escogida por azar?

El hombre reflexionó. Luego volvió a mostrar su débil sonrisa y dijo:

—Me parece que averiguarlo es cosa de la policía.

—Por lo visto, el director Palmgren tenía una gran actividad también en el extranjero, ¿no?

—Sí, es verdad; sus intereses estaban muy ramificados, pero éste de aquí es en realidad el negocio original: importación y exportación de pescado con algunas derivaciones a la industria conservera. La empresa la fundó el viejo Palmgren, el padre de Vicke, al que yo no llegué a conocer. Por lo demás, en cuanto a los negocios en el extranjero, no sé gran cosa. —Hizo una pausa y añadió—: Pero me parece que no tendré más remedio que meterme en ellos de ahora en adelante.

—¿Quién será ahora el máximo responsable del grupo?

—Supongo que Charlotte Palmgren. Es la única heredera y no hay hijos ni ningún otro pariente. Pero, en fin, eso lo tendrán que arreglar los juristas. El abogado principal de la empresa ha interrumpido sus vacaciones, vino el viernes por la noche y se puso a trabajar en los trámites. Mientras tanto, aquí trabajamos como siempre.

«Trabajamos…», pensó Martin Beck.

—¿Piensa usted suceder al director Palmgren? —lanzó Mansson repentinamente.

—No —rechazó Linder—, no lo creo. Además, no tengo ni la experiencia ni la capacidad que se necesitan para dirigir un impe…

Se interrumpió, y Mansson no insistió en la pregunta. Martin Beck tampoco dijo nada. Fue Linder quien prosiguió:

—De momento estoy muy satisfecho de este puesto, y les aseguro que incluso esta parte de los negocios necesita la persona adecuada.

—¿Da dinero esto del arenque? —preguntó Martin Beck.

El otro sonrió con aire indulgente.

—Sí, y no sólo tratamos con arenque. En cualquier caso, les aseguro que la situación económica de la empresa es muy sólida.

Martin Beck se sintió inducido a adoptar otra estrategia.

—Doy por supuesto que usted conocía personalmente a todos los que acudieron a aquella cena.

Pensó unos instantes y dijo:

—Sí, excepto a la secretaria del director Broberg.

¿No se percibía un cierto retintín? Martin Beck sintió que estaba a punto de tocar alguna fibra decisiva y siguió adelante.

—El director Broberg es mayor que usted, no sólo en edad, sino en años de trabajo en el grupo Palmgren, ¿no?

—Sí; tiene unos cuarenta y cinco años.

—Cuarenta y tres —precisó Martin Beck—. ¿Y cuánto tiempo lleva trabajando para Palmgren?

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