De pronto, Hampus Broberg y la misteriosa Helena Hansson se habían convertido en personas buscadas, y él se encontraba en medio de aquel jaleo sin saber qué hacer. Lo curioso era que seguía sin saber por qué andaba detrás de esas dos personas. No había ninguna denuncia contra ellos. Como testigos ya habían declarado ante la policía de Malmö, y la lógica indicaba que ninguno de los dos pudo tener nada que ver con el asesinato de Viktor Palmgren.
Sin embargo seguía sintiendo que era urgente encontrarlos. ¿Por qué?
«Es tu alma de policía, que anda haciendo de las suyas —pensó con tristeza—, y estás tan viciado después de veintitrés años de servicio, que ya no puedes razonar como una persona normal.»
Veintitrés años de contacto diario con policías habían conseguido que ya no pudiera mantener relaciones normales con el mundo que le rodeaba, y ni siquiera con su familia se sentía totalmente libre. Siempre tenía algo cociéndose en su cabeza.
Había tardado bastante en formar aquella familia, y la razón fue precisamente aquel oficio de policía, que no era un trabajo normal, sino algo a lo que estaba aferrado y de lo que jamás se podría librar. Un oficio en el que a diario se enfrentaba uno a personas en situaciones anormales, no podía conducir a otra cosa que a que la propia vida llegara también a ser anormal.
A diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeros, Kollberg estaba en situación de poder observar detenidamente y analizar su propia situación. Y desgraciadamente para él, lo hacía con una gran lucidez. El problema consistía en ser a la vez apasionado y disciplinado en un oficio en el que el compromiso personal y la sensibilidad eran un lujo que sólo se podía permitir uno de cada diez policías.
¿Por qué los policías sólo se relacionaban con otros policías? Naturalmente, porque era más sencillo así, más fácil de mantener las distancias, aunque también resultara más fácil pasar por alto la camaradería malsana que estaba floreciendo de forma indiscriminada de unos años a aquella parte en el seno del cuerpo, y que en principio significaba que el policía se automarginaba de la sociedad a la que debiera defender y en la que, sobre todo, debería estar integrado.
Un policía, por ejemplo, no criticaba a otro policía, salvo en muy contadas ocasiones.
Una reciente encuesta indicaba que cuando los policías iban de vacaciones y se veían obligados a tratar con otras personas, solían avergonzarse de confesar cuál era su profesión, debido al papel que se le atribuía y a la particular mitología popular en torno a ella.
Cualquiera podía caer en la paranoia si constantemente se encontraba con gente que le temía, que desconfiaba o que, lisa y llanamente, le despreciaba.
Kollberg estaba disgustado; no le apetecía nada inspirar temor, desconfianza u odio. Tampoco quería llegar a convertirse en un paranoico. Lo único que quería era encontrar a dos personas llamadas Hampus Broberg y Helena Hansson, aunque seguía sin saber por qué.
Fue al lavabo y bebió un poco de agua, y aunque la dejó correr un buen rato, salió caliente y despidiendo mal olor.
Suspiró y volvió a sentarse en su sitio. Para distraerse dibujó una estrella de cinco puntas sobre un pedazo de papel, y luego otra, y otra, y otras, y cuando sonó el teléfono llevaba ya dibujadas setenta y cinco estrellas de cinco puntas.
—Sí, Kollberg.
—Hola, soy Åsa.
—¿Habéis encontrado algo?
—Yo creo que sí.
—A ver.
—Hemos localizado a la Hansson. —Åsa Torell hizo una pausa y continuó—: Al menos creo poder asegurar que se trata de la misma persona.
—¿Y?
—La tenemos en nuestro fichero.
—¿Como prostituta?
—Sí, aunque en la variante refinada del género, lo que pudiéramos llamar una
call-girl.
—¿Y dónde vive?
—En Banérgatan. La otra dirección es falsa. Que nosotros sepamos, no ha vivido nunca en Västeraasgatan; en cambio, el número de teléfono no era ninguna fantasmada, porque había sido su número de contacto.
—¿Y el nombre? ¿Se llama realmente Helena Hansson?
—Sí, eso es seguro, porque tuvo que identificarse en Malmö el miércoles, y sobre ese punto no creo que se haya atrevido a mentir.
—¿Y ha estado detenida alguna vez?
—¡Oh, sí! Lleva prostituyéndose desde que era una adolescente, y le ha dado bastante quehacer a nuestro departamento, aunque no tanto en los últimos años.
Åsa Torell permaneció unos segundos en silencio. Kollberg podía imaginarse perfectamente que estaba haciendo lo mismo que él: morderse la uña del pulgar, sepultada entre pensamientos contradictorios.
—Según parece, empezó como casi todas, más o menos gratis. Luego se dedicó a callejear, y por lo visto ha sido lo suficientemente espabilada como para montárselo de forma más rentable. Ser una
call-girl
se considera casi honorable entre este tipo de gente.
—Sí, ya me lo imagino.
—Las
call-girls
son en realidad el escalafón superior a la prostitución; no cogen cualquier cosa y sólo aceptan aquello que les reporta dinero seguro. El hecho mismo de hacerse llamar secretaria de viaje o incluso secretaria de dirección, que es lo que se supone que hizo ésta en Malmö, refleja que posee cierto estilo y capacidad de adaptarse a los ambientes más selectos. Es muy distinto hacer la calle en Regeringsgatan que tener un pisito en Östermalm y esperar sentada a que la llamen. Lo más seguro es que tenga una clientela más o menos fija y que acepte, como mucho, un encargo —o como se llame— por semana. O algo así.
—¿Tenéis algún interés especial por ella en vuestro departamento?
—Sí, eso es lo que iba a decirte. Si está metida en algún otro asunto y tiene miedo a pegar un patinazo, a lo mejor tenemos la ocasión de desbaratar toda una red de
call-girls.
—Siempre podemos intentar darle un susto; enviar a alguien a buscarla —propuso Kollberg, y se quedó pensativo. Luego añadió—: Lo que pasa es que, precisamente ahora, me interesaría poder hablar con ella en su casa, porque hay algo extraño en esta historia, pero aún no sé exactamente lo que es.
—¿Qué quieres decir?
—Me da la impresión de que está más metida de lo que parece en este asunto de Broberg y Palmgren. ¿Tú la conoces?
—Sólo de vista, por fotografías que tenemos —dijo Åsa Torell—, y se la ve muy aseada y muy comercial, pero, claro, éstas son condiciones indispensables en un oficio tan especial.
—Oh, claro; es gente que ha de aguantar el tipo y no puede hacer el ridículo en ciertos ambientes.
—Exacto. Algunas de ellas he oído decir que saben incluso taquigrafía, o por lo menos lo fingen tan bien que enredan a casi todo el mundo.
—¿Tienes su teléfono?
—No.
—¡Lástima!
—Quizá sí o quizá no. Las chicas de este gremio cambian de número con frecuencia, o tienen teléfonos secretos, y la mayoría están a nombre de otras personas y…
—¿Y…?
—Y se ve que son profesionales de altura. —Calló unos instantes, y enseguida le sorprendió con esta pregunta—: Oye, ¿y tú por qué tienes tanto interés en encontrarla?
—En realidad, no lo sé.
—¿No lo sabes?
—No. Martin Beck quiere que la interrogue, más que nada por rutina, por saber qué vio y qué no vio aquella noche en Malmö.
—Sí, no es ninguna tontería —comentó Åsa Torell—, y a lo mejor una cosa nos conduce a otra.
—Eso quisiera. Según Larsson, estuvo en casa de Broberg en Lidingö el sábado, y no me cabe duda de que éste anda metido en algo sucio.
—Me resulta difícil creer que esté relacionado directamente con el asesinato de Palmgren, pero tampoco sé mucho más de lo que he visto en la prensa.
—No; yo tampoco sé ver ninguna relación directa con el tiroteo, pero en cambio hay una serie de asuntos paralelos a este caso, y me da la impresión de que hay que investigar aunque no sea exactamente competencia de nuestro departamento.
—¿En qué crees que anda metido Broberg?
—En algún lío de dinero por todo lo alto. Por lo visto, se ha deshecho de todas sus propiedades en el país en un tiempo récord. Sospecho que está dispuesto a abandonar Suecia precisamente hoy.
—¿Y por qué no avisas al departamento de delitos económicos?
—Porque no hay tiempo. Antes de que los del departamento de delitos económicos se hayan podido hacer una idea del caso, Broberg puede estar ya muy lejos de aquí, y quizá también la tal Hansson. El asesinato de Palmgren es en realidad una ventaja, porque ambos fueron testigos presenciales y esto me permite intervenir contra ellos.
—Yo soy una novata —admitió Åsa Torell—, sobre todo en investigación criminal, pero ¿tú crees que Martin piensa que alguno de los que estaban cenando con Palmgren hubiera dado cualquier cosa con tal de quitarle de enmedio en provecho propio?
—Sí, esa es una de las hipótesis.
—¿Y la persona en cuestión se habría servido de un asesino a sueldo?
—Sí, más o menos.
—A mí me parece muy rebuscado.
—A mí también, pero ya ha ocurrido otras veces.
—Ya lo sé. ¿Qué otras posibilidades ves?
—Entre otras, un atentado político; incluso la SÄPO está metida en esto. Por lo que he oído, han enviado a un agente a Malmö.
—¡Vaya una lata para Martin y los otros!
—Sí, mucho. La SÄPO hace su propia investigación, como siempre, termina al cabo de un par de años o así, y luego archiva el caso.
—¡Y con lo poco que le gusta la política a Martin!
Martin Beck odiaba todo lo que tuviera algo que ver con la política, y cuando se trataba de manifestaciones, atentados y complicaciones políticas, procuraba escabullirse.
—Sí —asintió Kollberg—, y ahora resulta que Palmgren ganaba la mayor parte de sus millones en algo que era todo lo contrario de la ayuda al Tercer Mundo: tráfico de armas internacional con incalculables beneficios, y así. Por eso, ni Martin ni los demás rechazaban la posibilidad de que lo eliminaran por motivos políticos, como una especie de advertencia a otros que se dedican a lo mismo.
—¡Pobre Martin! —exclamó Åsa Torell.
Había cierto calor en aquella voz. Kollberg rió para sus adentros. Había ido conociendo muy bien a Åsa Torell después de la muerte de Åke Stenström y la apreciaba mucho, como mujer y por su inteligencia despierta.
—Bueno; propongo que tú y yo vayamos a visitar a esa encantadora dama lo antes posible y veamos de sonsacarle algo interesante. Si quieres, te paso a recoger en el coche, y a ver si hay suerte y la encontramos en casa.
—De acuerdo —dijo Åsa Torell—, pero…
—Pero, ¿qué?
—Pero quiero prevenirte porque es muy susceptible, y haríamos bien en ir con cuidado, al menos al comienzo. Yo soy una principiante en esto y resulta un tanto grotesco que te dé consejos, pero he tratado bastante con ese tipo de clientela, y Helena Hansson es de las que haría cualquier cosa con tal de fastidiar a la policía. Tiene muchas tablas, ¿comprendes?, y creo que no nos serviría de nada entrar atropellándola.
—Opino que tienes razón.
—¿Y quién se encarga de Broberg?
—Si tenemos suerte, seguramente le encontraremos entre los brazos de esa señora. Si no, Gunvald Larsson se ha ofrecido a encargarse de él.
—Vaya; entonces va a haber atropellos de todas maneras —dijo Åsa Torell secamente.
—Probablemente. ¿Te paso a recoger dentro de veinte minutos?
—Sí, de acuerdo; hasta ahora.
—Adiós.
Kollberg permaneció un rato con la mano apoyada en el teléfono. Luego llamó a Gunvald Larsson.
—¿Sí? —contestó éste agresivamente—. ¿Qué pasa ahora?
—Hemos localizado a esa tía.
—Ah, ¿sí? —dijo Gunvald Larsson sin interés.
—Voy a su casa con Åsa Torell.
—¡Ah!
—Pareces enfadado.
—Y con razón —reconoció Gunvald Larsson—. Hace veinte minutos le han rajado las tripas a un turco en Hötorget, y no sé si saldrá de esta. Cuando le he visto, daba la sensación de que se le iban a salir todas las vísceras.
—¿Habéis cogido al que lo hizo?
—No, pero ya sabemos quién ha sido.
—¿Otro turco?
—No señor; un ejemplar puro y auténtico de Estocolmo, diecisiete años y muy alto. Le estamos buscando.
—¿Por qué lo ha hecho?
—¿Por qué? ¡Vaya una pregunta! Pues porque debía de creerse que tenía que resolver él solito el problema de la inmigración. Cada día que pasa está todo peor.
—Sí, es verdad. Oye, por cierto, me parece que no me dará tiempo de llegar a la oficina de Broberg.
—No te preocupes —le tranquilizó Gunvald Larsson—; ya lo arreglaremos. Ese tío me empieza a interesar.
Colgaron los dos a la vez, sin decirse nada más. Kollberg continuaba preguntándose qué inducía a Gunvald Larsson a mostrarse tan solícito. A continuación, telefoneó a la empresa financiera de Kungsgatan.
—No, el director Broberg no ha llamado —informó Sara Moberg.
—¿Y la bolsa de viaje? ¿Sigue en su despacho?
—Sí, ya se lo he dicho antes.
—Perdone, pero es que quería comprobarlo.
Llamó también a la inmobiliaria que había visitado por la mañana, y tampoco allí sabían nada de Hampus Broberg. Salió, se lavó las manos, dejó un papel sobre su mesa y bajó a por el coche.
Åsa Torell le estaba esperando al pie de las escaleras de la comisaría de Kungsgatan.
Kollberg paró al borde de la acera y la miró con detenimiento mientras ella cruzaba la acera. Le pareció una mujer poco común, atractiva con su cabello corto y oscuro y sus grandes ojos castaños. Era pequeña, pero tenía una constitución muy robusta y unas buenas caderas. Era delgada y sólida a la vez. Su aspecto era altamente sensual, pero desde que su marido murió había interrumpido toda actividad sexual. Kollberg se preguntó cuánto podría durar aquella situación.
«Si no fuera porque mi mujer es de primera…», pensó Lennart Kollberg mientras se inclinaba para abrir la portezuela derecha de su coche.
—Arriba, muchacha.
Ella se sentó a su lado, se puso el bolso sobre las rodillas y dijo muy circunspecta:
—Bueno, y ahora despacito y buena letra.
Kollberg asintió con la cabeza y puso el coche en marcha. Cinco minutos más tarde se paraban ante el portal de una casa de vecindad, bastante vieja, en Banérgatan, y se apeaban del coche.
—Deberías tener cuidado al bajar del coche de esta manera —advirtió Åsa Torell.