Asesinato en el Savoy (16 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Kollberg volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, tienes razón —admitió, mientras sentía que estaba necesitando una camisa limpia más que cualquier otra cosa en el mundo.

15

Era un tercer piso y en la puerta, en un letrero, se leía «Helena Hansson». Kollberg levantó la mano derecha para llamar con los nudillos, pero Åsa Torell le detuvo el gesto y pulsó el timbre.

No hubo respuesta, y volvió a llamar medio minuto más tarde. Esta vez se abrió la puerta y apareció una mujer joven y rubia que los miró con interrogantes ojos azules. Llevaba zapatillas y una bata blanca, y parecía que acababa de ducharse o de lavarse el pelo, pues una toalla le envolvía la cabeza a modo de turbante.

—La policía —se identificó Kollberg mostrando su placa.

Åsa Torell también se la mostró, pero sin decir nada.

—Es usted Helena Hansson, ¿no?

—Sí, sí, claro.

—Es por ese asunto de Malmö de la semana pasada. Quisiéramos hablar un rato con usted.

—Ya le conté lo poco que sabía a la policía de allí, la misma noche que ocurrió.

—Por lo visto no resultó una declaración demasiado completa —dijo Kollberg—, y es natural porque estaba usted afectada a causa de lo ocurrido, y las declaraciones que se hacen en esas circunstancias suelen ser muy escuetas. Por eso solemos interrogar a los testigos presenciales otra vez con más calma, cuando han tenido varios días para reflexionar. ¿Podemos pasar un momento?

La mujer dudó. Parecía que iba a decir que no.

—No será mucho rato —aclaró Kollberg—; es una cuestión de rutina.

—Sí —dijo Helena Hansson—, tengo un poco de prisa, pero…

Se interrumpió, y ellos le dejaron pensar la continuación de la frase en paz y tranquilidad.

—¿Quieren hacer el favor de esperar un momento, mientras me pongo algo encima?

Kollberg asintió.

—Es que me acabo de lavar la cabeza. Es cuestión de unos minutos.

Sin entrar en mayores argumentaciones les cerró la puerta en las narices.

Kollberg se llevó un dedo a los labios en señal de silencio; Åsa se arrodilló y levantó con mucho cuidado la trampilla del buzón. Dentro del piso se oían algunos ruidos. Primero el ruido del disco de un teléfono.

Helena Hansson estaba intentando llamar a alguien. Contestaron, ella preguntó por ese alguien en voz baja y le pasaron la comunicación. Después no dijo nada más, pero Åsa Torell tenía un oído finísimo y le pareció oír unas cuantas señales. Por fin, la mujer dijo:

—¿No está? Bueno, gracias.

Y colgó.

—Estaba llamando a alguien que no estaba —cuchicheó Åsa Torell—, creo que a través de una centralita.

Kollberg formó un nombre con los labios:

—Broberg.

—No, no ha sido Broberg; eso lo hubiera entendido.

Kollberg hizo una mueca de atención y señaló la trampilla del buzón en silencio.

Åsa Torell aplicó a la trampilla su oreja derecha, que era con la que oía mejor.

Del interior provenían diversos sonidos y ella frunció las espesas cejas castañas. Tras dos minutos, se volvió y susurró:

—Estaba haciendo algo que le corría prisa; creo que una maleta, porque me ha parecido oír el ruido de un cierre. Luego ha llevado algo a cuestas, o lo ha arrastrado, y ha abierto y cerrado una puerta. Ahora se está vistiendo.

Kollberg asentía a todo pensativo. Poco después Helena Hansson volvió a abrir la puerta. Se había puesto un vestido, y el peinado era sospechosamente impecable. Kollberg y Åsa Torell notaron en seguida que se había colocado una peluca sobre el cabello mojado. Ambos se hallaban en el extremo del rellano. Åsa Torell había encendido un cigarrillo y fumaba con indiferencia y desinterés.

—Pasen, por favor —dijo Helena Hansson.

Su voz era agradable y sorprendentemente cultivada. Entraron y miraron a su alrededor. El piso consistía en una sala, una habitación y la cocina. Era bastante espacioso y agradable, pero amueblado de forma impersonal. Casi todo parecía nuevo y había detalles que revelaban que quien vivía allí no tenía problemas de dinero. Todo estaba en buen estado y muy ordenado. La cama era grande y ancha, y cuando Kollberg miró el grueso edredón que la cubría, advirtió una huella rectangular, como si hasta un momento antes hubiera habido una maleta encima. En la sala había un tresillo con cómodos sillones. Helena Hansson hizo un vago gesto señalándolos y dijo:

—Siéntense, por favor.

Se sentaron. La mujer permaneció de pie un instante.

—¿Les apetece tomar algo?

—No, gracias —rechazó Kollberg.

Åsa Torell negó sacudiendo la cabeza. Helena Hansson se sentó, cogió un cigarrillo de una caja que se hallaba sobre la mesa y lo encendió. Luego dijo suavemente:

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarles?

—Ya sabe de qué va la cosa —empezó Kollberg.

—Sí, de esa horrible historia en Malmö, pero no puedo decir gran cosa más que eso: que fue horrible.

—¿Qué lugar ocupaba usted a la mesa?

—Estaba en uno de los extremos, al lado de un hombre de negocios danés, un tal Jensen.

—Director Hoff-Jensen, sí —dijo Kollberg.

—Sí, eso.

—¿Y el director Palmgren?

—Estaba al otro lado, casi enfrente de mí. Y enfrente mismo tenía a la mujer del danés.

—Esto quiere decir que usted estaba de cara al hombre que disparó contra el director Palmgren.

—Sí, es verdad, pero todo fue muy deprisa. Apenas me di cuenta de lo que ocurría, aunque me parece que nadie comprendió la situación hasta que todo hubo terminado.

—¿Y vio usted al asesino?

—Sí, pero sin imaginar que fuera un asesino.

—¿Qué aspecto tenía?

—Eso ya lo conté. ¿Quieren que lo repita?

—Sí, gracias.

—Tengo una impresión muy general de su aspecto. Como les he dicho, todo fue muy deprisa, y yo tampoco estaba muy pendiente de las personas que me rodeaban. Más bien pensaba en mis cosas.

Hablaba con suavidad y parecía totalmente sincera.

—¿Por qué no estaba concentrada, como dice?

—El director Palmgren pronunciaba unas palabras en aquel momento, y lo que decía no me interesaba para nada, así que sólo hacía ver que escuchaba. No entendía muy bien de qué hablaba y me limité a fumar y a pensar en otras cosas.

—Volvamos al hombre que disparó. ¿Lo había visto antes?

—No, en absoluto; para mí, ese individuo era un completo desconocido.

—¿Le reconocería si le volviera a ver?

—A lo mejor, pero no estoy muy segura.

—¿Cómo lo describiría?

—Como un hombre de unos treinta y cinco años o más, de cara delgada y cabello escaso y oscuro.

—¿Era alto?

—Estatura media, diría yo.

—¿Y cómo iba vestido?

—Normal, de calle; creo que la chaqueta era marrón. Y llevaba corbata y camisa claras.

—¿Puede añadir algo más?

—No mucho; tenía un aspecto muy común.

—¿A qué clase social lo asimilaría?

—¿Clase social?

—Sí; que si parecía una persona de buena posición o con dinero.

—No, no lo creo; más bien un oficinista o un obrero de cualquier cosa. Su aspecto era de pobre.

Se encogió de hombros y prosiguió:

—Pero no hagan mucho caso de lo que yo les cuente. La verdad es que lo vi muy fugazmente, y después he querido reunir mis impresiones y no estoy segura de nada. Algunas cosas no son propiamente imaginaciones, sino…

Se interrumpió buscando las palabras.

—Construcción posterior —propuso Kollberg.

—Sí, exacto: construcción posterior. Una ve algo o a alguien muy fugazmente, y luego, cuando intenta rememorar detalles, resulta que se equivoca.

—¿Vio el arma?

—Muy poco. Era una especie de pistola muy larga.

—¿Entiende usted de armas?

Sacudió la cabeza.

—No, en absoluto.

Kollberg intentó otra táctica:

—¿Conocía al director Palmgren de antes?

—No.

—Y a los demás, ¿los conocía?

—Sólo al director Broberg, a los otros no los había visto nunca.

—Pero a Broberg sí lo conocía de antes…

—Sí, ha requerido mis servicios varias veces.

—¿En calidad de qué estaba usted en Malmö?

Ella le miró, sorprendida.

—De secretaria, naturalmente. El director Broberg tiene una secretaria fija, pero no le acompaña nunca de viaje.

Se expresaba con soltura y seguridad. Parecía haberlo repetido cientos de veces.

—¿Tomó usted algunas notas durante ese viaje?

—Desde luego. Hubo una reunión aquel día, y anoté todo lo hablado y tratado.

—¿De qué se trató?

—De negocios de todas clases, y la verdad es que no entendía muy bien de qué se trataba, sino que me limité a tomar nota.

—¿Conserva la libreta de taquigrafía?

—No; todo eso lo pasé en limpio y se lo di al director Broberg. Las notas taquigráficas las tiré.

—¡Vaya! —exclamó Kollberg—, ¿Y cuánto cobró por ese trabajo?

—Unos honorarios de doscientas coronas, más gastos de viaje y hotel.

—¡Ajá! ¿Fue un trabajo difícil?

—No especialmente.

Kollberg intercambió un guiño con Åsa Torell, que no había abierto la boca hasta entonces.

—Pues por mi parte no queda nada más —concluyó Kollberg.

Helena Hansson inclinó la cabeza.

—Sólo otra cosa. Cuando la interrogó la policía de Malmö dio usted una dirección de Västeraasgatan, aquí, en Estocolmo.

—¿Eso dije?

—Está equivocada, ¿verdad?

—Pues no lo había pensado; ni siquiera me acordaba, pero es que estaba bastante confundida aquel día. Antes vivía en Västeraasgatan, claro, y lo debí decir por equivocación.

—Humm… Claro, eso le puede pasar a cualquiera. —Se levantó y dijo—: Gracias por la ayuda, ya he terminado. Adiós.

Se dirigió hacia la puerta y abandonó el apartamento.

Helena Hansson miró interrogativamente a Åsa Torell, que permanecía sentada en su sillón, silenciosa e imperturbable.

—¿Hay algo más? —preguntó.

Åsa Torell la miró un rato. Estaban sentadas frente a frente. Ambas eran mujeres y aproximadamente de la misma edad, pero ahí terminaban los parecidos.

Åsa Torell dejó que el silencio las envolviera. Luego aplastó su cigarrillo en el cenicero y dijo lentamente:

—Si tú eres secretaria, yo soy la reina de Saba.

—¡¿Cómo se atreve?! —saltó Helena Hansson, agitada.

—Mi compañero, el que se acaba de ir, trabaja en la comisión nacional de homicidios.

Helena Hansson la miraba atónita.

—Pero yo no —continuó Åsa Torell—. Yo trabajo en la sección de moralidad y orden, aquí, en la ciudad.

—¡Ah! —dijo la otra y dejó caer los hombros.

—Supongo que sabes lo que significa.

La mujer asintió con resignación.

—Tenemos un expediente bastante abultado sobre ti —explicó Åsa Torell con despiadada monotonía— que empezó hace diez años. Desde entonces has tenido unas quince incidencias. Son bastantes.

—Bueno, pero esta vez no me vas a meter ahí, ¡maldita seas! —replicó Helena Hansson con soberbia.

—Es curioso que no tengas ni una máquina de escribir en casa. O una libreta de taquigrafía, a no ser que la escondas en ese maletín de ahí.

—No se te ocurra meter las patas en mis cosas sin una orden judicial. Conozco mis derechos.

—No pienso tocar nada sin una orden —la tranquilizó Åsa Torell.

—Además, ¿qué coño pintas tú aquí? No me podéis denunciar por este caso.

Åsa Torell no dijo nada.

—Y además tengo derecho a viajar donde me dé la gana y con quien me dé la gana.

—¿Y acostarte con quien te dé la gana? Sí, sí, totalmente cierto, pero a lo que no tienes derecho es a cobrar por ello. ¿Cuánto fueron de verdad esos famosos honorarios?

—¿Crees que soy tan idiota como para responder a esas preguntas?

—No hace falta; conozco la tarifa. Te dieron un billete de mil, libre de impuestos y libre de todo.

—Pues sí que sabes tú de estas cosas… —comentó Helena Hansson con impertinencia.

—Lo sabemos casi todo sobre estos asuntos.

—Pues por esta vez ni sueñes con encarcelarme, maldita bruja…

—Claro que sí, no te impacientes; ya lo arreglaremos.

De repente, Helena Hansson pegó un brinco y se abalanzó por encima de la mesilla con los dedos abiertos. Åsa Torell se puso de pie con agilidad felina y paró el ataque de un solo golpe que tumbó a la otra de espaldas sobre el sillón. Un jarro de claveles fue a parar al suelo y se hizo pedazos, sin que ninguna de las dos se preocupase por ello.

—Nada de arañazos —advirtió Åsa Torell—. Más vale que te lo tomes con calma.

La mujer la miró. Parecía tener lágrimas en sus ojos azules. La peluca le había quedado torcida.

—¿Y por qué pegas tú, mala puta? —dijo entre sollozos.

Durante unos instantes permaneció en silencio, con expresión de impotencia. Después intentó una contraofensiva y dijo, histérica:

—¡Vete a la mierda! ¡Dejadme en paz y venid cuando tengáis algo de que acusarme!

Åsa Torell revolvió en su bolso y sacó papel y lápiz.

—Lo que me interesa es otra cosa. Tú no has trabajado nunca por tu cuenta, y seguramente ahora tampoco, así que dime quién es el que mueve los hilos.

—Tú eres idiota. ¿Crees que te lo voy a decir?

Åsa Torell fue hacia el teléfono, que estaba en el tocador. Era un aparato gris claro del modelo Dialog. Se inclinó y anotó el número que ponía en el aparato. Luego lo marcó, y sonó como si comunicaran.

—¿Lo ves? No hay que dejar el papelito con el número verdadero, porque ahora lo podrán localizar, esté a nombre de quien esté.

La mujer se hundió todavía más en el sillón y le echó una mirada, mezcla de odio y resignación. Al cabo de un rato miró el reloj y dijo, en tono quejumbroso:

—¿Por qué no te vas a la porra de una vez? Ya me has demostrado lo lista que es la policía.

—Todavía no —dijo Åsa Torell con suavidad—. Espera un poco.

Helena Hansson parecía totalmente confundida por el desarrollo de los acontecimientos. Aquello era algo con lo que no había contado. Todo aquello se salía del programa y no encajaba para nada con lo que acostumbraba suceder en casos similares. Además, aquella mujer policía sabía tanto de su vida pasada que no merecía la pena seguir fingiendo. Se iba poniendo nerviosa y no hacía más que mirar el reloj una y otra vez. Veía que la otra estaba esperando algo, pero no sabía qué.

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