—¿Vas a estar mucho tiempo ahí como una boba? —preguntó con gran irritación.
—No creas; esto va a ir bastante deprisa —respondió Åsa Torell, y la miró sin sentir ninguna clase de sentimiento hacia ella, ni siquiera odio, pero tampoco compasión.
El teléfono sonó. Helena Hansson no hizo ningún gesto de levantarse para contestar, y Åsa Torell no se movió de donde estaba. Sonó seis veces, y después todo volvió a ser como antes.
Åsa Torell se hallaba de pie junto al tocador, con los brazos caídos y los pies levemente inclinados. Helena Hansson estaba hundida en el sillón y miraba con ojos vacíos a lo lejos. De repente, murmuró:
—¡Bah, dame una oportunidad!
Y poco después:
—¡Hay que ver cómo enredan a una chica…!
Åsa Torell podía haber hecho una contrapregunta, pero desistió.
Diez minutos después se deshizo el hechizo cuando alguien golpeó la puerta pesadamente. Åsa Torell abrió y entró Kollberg con un papel en la mano. Estaba colorado y sudoroso y parecía haber corrido. Se paró en mitad de la estancia, olió la siniestra atmósfera, echó un vistazo al jarrón hecho añicos y preguntó:
—¿Se han peleado las señoras?
Helena Hansson le miró sin esperanza ni asombro. Toda su finura profesional se había desvanecido.
—¿Qué coño queréis ahora?
Kollberg mostró el papel y anunció:
—Ésta es una orden de registro, completa, con sello y firma. La he solicitado yo mismo y el fiscal de guardia ha dado su consentimiento.
—¡Vete a la mierda! —dijo Helena Hansson.
—Ni hablar —replicó Kollberg amablemente—. Primero vamos a husmear un poco por aquí.
Åsa Torell señaló hacia el armario.
—A ver ahí —dijo, mientras cogía el bolso de Helena Hansson, que estaba encima del aparador, y lo abría.
La mujer del sillón ni siquiera reaccionó.
Kollberg abrió las puertas del armario guardarropa y cogió una maleta de su interior.
—No es muy grande, pero pesa lo suyo —murmuró.
La puso sobre la cama y soltó las correas.
—¿Esperas algo interesante? —le preguntó Åsa Torell.
—Un billete de ida y vuelta a Zurich y una reserva de hotel. Está apuntada en el avión que sale de Arlanda a las diez menos cuarto, y en el de regreso de Zurich a las siete cuarenta de la mañana. La reserva de hotel es para una noche.
Kollberg iba sacando vestidos y diversas chucherías y empezó a coger los paquetes de papelitos que cubrían el fondo de la maleta.
—¡Acciones! Y un buen montón, además.
—No son mías —se defendió Helena Hansson, inexpresiva.
—Ya me lo imagino —dijo Kollberg.
Luego fue hacia el maletín negro y lo abrió. Contenía justamente lo que le había dicho su mujer: salto de cama, braguitas, cosméticos, cepillo de dientes y cajas de píldoras. Casi daban ganas de reír. Miró el reloj. Eran las cinco y media y esperaba que Gunvald Larsson hubiera mantenido su promesa de estar alerta.
—Bueno, ya es suficiente de momento; nos tendrá que acompañar.
—¿Por qué?
—Recae sobre usted sospecha por preparación de evasión de divisas —dijo Kollberg—, y puede contar con que será procesada, pero eso ya no es cosa mía. Miró a su alrededor, se encogió de hombros y dijo—: Åsa, ¿quieres ocuparte de que lleve consigo todo lo que hace falta en un caso así?
Åsa Torell asintió con la cabeza.
—¡Polis de mierda! —gritó la señorita Hansson.
Aquel lunes pasaba de todo.
Gunvald Larsson se hallaba de pie junto a la ventana de su despacho y contemplaba su ciudad. Así, de lejos, no parecía tan grave, pero él conocía demasiado bien el infierno de criminalidad que bullía en su interior. Él sólo se ocupaba de los delitos violentos, pero con esos ya había suficiente, y eran los más desagradables. Seis nuevos atracos, a cuál más violento, y sin ninguna pista. Cuatro casos de malos tratos a esposas, todos bastante graves, y uno que era al revés: una mujer casada había golpeado a su marido con una plancha. Tuvo que acudir al lugar de los hechos, a una casa de Bastugata, en Söder. El angosto apartamento parecía un matadero: todo estaba ensangrentado, e incluso sus pantalones nuevos olían a sangre.
En la ciudad vieja, una madre soltera había arrojado a su hijo de un año por la ventana de un segundo piso. La criatura estaba gravemente herida, aunque los médicos afirmaban que podría sobrevivir. La única motivación de la madre, una histérica de diecisiete años, fue que su hijo estaba gritando y no quería obedecer.
Además, hubo por lo menos veinte peleas más o menos sangrientas en el centro de la ciudad. No quería ni pensar en lo que dirían los informes de los barrios bajos.
Sonó el teléfono y lo dejó sonar un rato antes de contestar:
—Larsson —dijo de pésimo humor.
El turco de las tripas abiertas acababa de morir en el hospital de Söder.
—Ah —dijo con indiferencia.
Se preguntaba si realmente había sido necesario que aquel hombre muriese. El hospital estaba saturado, había departamentos enteros cerrados por vacaciones y escaseaba el personal. También faltaban donantes de sangre. El homicida ya estaba detenido. Una radiopatrulla lo había cogido en una casa derruida de Brikastaden. Estaba totalmente drogado y no pudieron interrogarle, pero todavía llevaba encima el estilete ensangrentado. Gunvald Larsson lo observó medio minuto y luego mandó a por el médico forense.
Aparte de un atraco, que parecía bien planeado, lo demás eran crímenes espontáneos, casi equiparables a accidentes. Gente desgraciada y desfallecida que llegaba a situaciones desesperadas contra su propia voluntad. En casi todos los casos, las drogas desempeñaban un papel importante. En parte podría atribuirse al calor, pero sobre todo al propio sistema, al mecanismo inmovilista de las grandes ciudades que destrozaba a los débiles y a los inadaptados y los llevaba a reaccionar irreflexivamente.
Y los solitarios. No sabía cuántos suicidios se habrían podido producir durante el día anterior, y se sentía aliviado pensando que no dispondría de los datos hasta pasadas unas cuantas horas. Las denuncias y los atestados continuaban en las respectivas comisarías, donde se trabajaba el material y se confeccionaban los informes.
Eran las cinco menos veinte y, en realidad, era hora de irse. Debiera haberse podido marchar a su apartamento de soltero de Bollmora y ducharse, ponerse las zapatillas y el albornoz, beber un Pommac bien frío —Gunvald Larsson era casi un absolutista para estas cosas—, desconectar el teléfono y pasar la velada leyendo un libro de evasión.
Pero se acababa de encargar de un asunto que en realidad no le afectaba, el asunto de Broberg, un problema que a ratos le enfurecía y a ratos le inspiraba cierto entusiasmo animal. Si Broberg era un delincuente —y estaba convencido de que sí—, pertenecía a esa clase de criminales cuya detención constituía un placer especial para Gunvald Larsson. Era un extorsionista, una sanguijuela, y por desgracia se atrapaban muy pocos de esos tipos, a pesar de que todo el mundo sabía de su existencia y que vivían por todo lo alto al borde mismo de la ilegalidad.
Había decidido no hacerlo solo, en parte porque en tantos años de servicio tuvo ocasión de operar solo y se había ganado demasiadas reprimendas por ese motivo: tantas que las posibilidades de ascenso eran para él prácticamente nulas. Por otro lado, no quería actuar solo por no correr riesgos y porque seguramente quedaría feo.
Por una vez en la vida estaba actuando como manda el reglamento, y precisamente por eso debiera haber estado preparado para que todo se fuera de cabeza al infierno.
¿Y de dónde iba a sacar a sus colaboradores? En su propio departamento no había nadie disponible, y Kollberg le había dicho que en Västberga se encontraban en la misma situación. Llamó al distrito de guardia número cuatro en busca de ayuda y tras mucho tira y afloja obtuvo una respuesta afirmativa.
—Bueno, si se trata de un asunto tan importante —le dijo el comisario—, quizá pueda prescindir de una persona.
—¡Fantástico!
—¿Te parece fácil que os cedamos personal, cuando debiera ser al revés?
—No, no —admitió Gunvald Larsson—, ya lo sé.
Gran parte del personal uniformado hacía guardia entre bostezos delante de las embajadas y las oficinas turísticas, con el agravante de la inutilidad total, puesto que esas fuerzas no podían reaccionar de ninguna manera frente a manifestaciones o actos de sabotaje. Y encima, el jefe de la policía local acababa de prohibir a los agentes que hicieran juegos malabares con las porras, que era el único aliciente de un servicio tan inútil y monótono como el que ellos realizaban.
—Bueno —dijo Gunvald Larsson—, ¿de quién se trata?
—Se llama Zachrisson, y es de Maria; suele formar parte de las patrullas.
Gunvald Larsson arrugó sus rubias cejas con amargura.
—Ya le conozco —dijo sin el menor entusiasmo.
—Ah, ¿sí? Hombre, eso puede ser incluso una vent…
—¡Dile que venga, pero de paisano! —gritó Gunvald Larsson—. ¡Y que esté delante de esa casa a las cinco menos cinco! —Reflexionó unos segundos y añadió—: ¡Y cuando digo delante no quiero decir que se me plantifique enfrente mismo de la portería, como si fuera una farola!
—Comprendo.
—Me alegro —dijo Gunvald Larsson, y colgó.
A las cinco menos cinco llegó él a la casa y descubrió en seguida a Zachrisson, embelesado ante un escaparate de ropa interior femenina.
Gunvald Larsson le pasó revista con cierto cansancio. El hombre llevaba una americana azul, y ésa era su única prenda de paisano. Los pantalones y la camisa eran de uniforme, y la corbata, la reglamentaria. Cualquier imbécil podía darse cuenta de que se trataba de un guardia, aun viéndolo desde lejos. Además, estaba con las piernas abiertas y las manos a la espalda, y se columpiaba adelante y atrás sobre las suelas de los zapatos. Por si algo faltara, llevaba una caja de cartón con la gorra y la porra dentro.
Cuando vio a Gunvald Larsson se volvió y estuvo a punto de ponerse en posición de firmes. Zachrisson tenía un mal recuerdo de sus anteriores trabajos juntos.
—¡Calma! —dijo Gunvald Larsson—. ¿Qué llevas en el bolsillo derecho de la americana?
—La pistola.
—¿Y no se te ha ocurrido ponerte una sobaquera?
—Es que no he encontrado ninguna —se excusó Zachrisson con gran mansedumbre.
—¡Pues, coño, póntela en la cintura!
El hombre se introdujo la mano en el bolsillo de la americana.
—¡Aquí no, por Dios! —se exasperó Gunvald Larsson—. Métete ahí, en ese portal, y hazlo discretamente.
Zachrisson obedeció. Cuando regresó estaba más tranquilo, aunque no mucho.
—Escúchame —le aleccionó Gunvald Larsson—: es de esperar que un poco después de las cinco aparezca un tipo y entre en esta casa. Tiene este aspecto.
Y le mostró una fotografía que ocultaba en su enorme mano derecha. Era una mala foto, pero la única que había podido encontrar. Zachrisson asintió.
—Entrará en la casa y, si no me equivoco, volverá a salir al cabo de unos minutos, probablemente con una maleta de cuero negro con dos correas de seguridad.
—¿Es un ladrón?
—Más o menos. Quiero que te mantengas fuera de la casa, pero cerca del portal.
Zachrisson asintió nuevamente.
—Yo voy a subir. Es posible que lo coja arriba, pero también cabe que prefiera no hacerlo. Puede que venga en coche y que aparque delante mismo del portal. Tendrá prisa y tal vez deje el motor en marcha mientras permanezca en la casa. Él coche debe de ser un Mercedes negro, pero no es seguro. Y si por una de esas sale a la calle con la maleta, pero sin mí, tienes que impedir a toda costa que se meta en el coche y que se largue antes de poderlo agarrar.
El guardia endureció los rasgos de su cara y se mostró muy decidido.
—Y, por favor, intenta parecer una persona corriente, no como si estuvieras haciendo guardia delante del Parlamento.
Zachrisson enrojeció ligeramente y puso cara de extrema confusión.
—De acuerdo —murmuró. Y poco después—: ¿Es peligroso?
—Probablemente —reconoció Gunvald Larsson con despreocupación.
En realidad, Broberg le parecía menos peligroso que una cucaracha.
—A ver si te acuerdas de todo —le recomendó.
Zachrisson asintió con gran dignidad.
Gunvald Larsson entró en el portal. El vestíbulo era grande y estaba desierto. Parecía como si casi todas las oficinas ya hubieran cerrado.
Subió las escaleras, y cuando pasaba ante la puerta con los letreros de HAMPUS BROBERG S.A. y FINANCIERA VIKTOR PALMGREN, una mujer morena, de unos treinta y cinco años, cerraba con llave. Larsson echó un vistazo al cronómetro y vio que eran exactamente las cinco. «La puntualidad es una virtud», pensó.
La mujer llamó el ascensor sin reparar en Gunvald, que subió hasta el siguiente rellano, donde permaneció en silencio y a la expectativa.
Fue una espera larga e inactiva. Durante los cincuenta minutos siguientes, el ascensor funcionó tres veces, y en dos ocasiones oyó bajar gente por las escaleras, seguramente personas que se habían quedado a trabajar un rato más por alguna razón. En estos casos, Gunvald Larsson subía al rellano superior y volvía luego a su escondite. A las seis menos tres minutos oyó el ascensor y, a la vez, unos pasos que subían pesadamente. El ascensor paró y bajó de él un hombre con un llavero en la mano, que por lo poco que Gunvald Larsson sabía, podía muy bien ser Hampus Broberg. Llevaba gabardina y sombrero a pesar del calor. Abrió la puerta de la oficina, entró y cerró.
La persona que subía por las escaleras pasó por delante de la puerta del despacho de Broberg y continuó subiendo. Era un tipo fornido con mono azul y camisa de franela. Cuando vio a Gunvald Larsson se paró de golpe y preguntó en voz alta:
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—A usted no le importa —susurró Gunvald Larsson.
Aquel tipo olía a cerveza o a aguardiente, o probablemente a las dos cosas.
—¡Joder si me importa! ¡Y mucho! —protestó el hombre, enfadado—. Soy el vigilante.
Se colocó en mitad de la escalera, con una mano contra la pared y la otra agarrada al pasamanos, como para bloquear la salida.
—Soy policía —susurró Gunvald Larsson.
Y en aquel preciso momento se abrió la puerta del despacho, y Broberg, o quien fuese, salió con la famosa maleta en la mano.