Asesinato en el Savoy (19 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—Hombre, fue todo tan rápido… Cuando entró, yo no estaba en el comedor; yo entré cuando ya había disparado, o sea que le vi entre sombras, pudiéramos decir.

Paulsson tuvo una idea luminosa:

—¿No sería de color?

—¿Perdón?

—Sí; bueno, negro quiero decir. ¿No sería negro?

—No. ¿Por qué había de ser negro? —dijo el
maître
con una cara de sorpresa total.

—Hombre, hay negros la mar de claros, como usted sabe; negros que nadie diría que lo son, a menos que se acerquen mucho.

—Ah, pues yo no sabía nada de esto. Hubo quien lo vio mucho mejor que yo, y supongo que si hubiera sido negro, lo hubieran notado y lo hubieran dicho. No, no; no creo que fuese negro.

—No, ya comprendo. Pero se me había ocurrido.

La velada del sábado la pasó Paulsson en el bar, donde consumió una gran variedad de bebidas sin alcohol. Cuando iba por la sexta, un Pussyfoot, el barman, que no solía sorprenderse por nada, empezó a mosquearse.

El domingo por la tarde el bar estaba cerrado y Paulsson permaneció en el vestíbulo. Remoloneó cerca del mostrador de recepción, pero el recepcionista parecía muy ocupado hablando por teléfono, tomando notas, ayudando a los huéspedes y saliendo de vez en cuando de estampida a solucionar urgencias, con los codos en alto y la cola del chaqué revoloteándole por detrás. Por fin Paulsson pudo cruzar cuatro palabras con él, pero no obtuvo ningún refuerzo para sus teorías. El recepcionista negó categóricamente que aquel hombre fuera negro.

Paulsson terminó la jornada tomando en el grill un bistec empanado. Allí el público era sensiblemente más joven y políglota que en el comedor, así que se entretuvo escuchando unas cuantas conversaciones interesantes en las mesas más cercanas. En la contigua a la de Paulsson, dos hombres y una chica charlaban sobre cosas de las que no entendía nada, pero en un momento dado se refirieron al asesinato de Viktor Palmgren.

El más joven de los dos hombres, un pelirrojo con el cabello largo y una barba florida, expresaba su desprecio por el muerto y su admiración por el homicida. Paulsson estudió a fondo su aspecto y lo retuvo en su mente.

Al día siguiente era lunes, y Paulsson decidió extender sus investigaciones hasta Lund. En esta ciudad había estudiantes, y donde hay estudiantes hay también elementos de extrema izquierda. En la habitación tenía largas listas de nombres de personas de Lund susceptibles de albergar ideas disolventes.

Por la tarde cogió el tren hacia la ciudad universitaria, en la que no había estado nunca, y deambuló por allí observando a los estudiantes.

Hacía más calor que nunca, y Paulsson sudaba a mares dentro de su traje a cuadros. Se acercó a la universidad, que parecía rendida y muerta bajo el sol abrasador, y en ella no parecía mantenerse ningún tipo de actividad revolucionaria. Paulsson recordó una fotografía en la que había visto a Mao nadando en el Yang Tse Kiang, y pensó que los estudiantes de Lund a lo mejor estaban en el río Höje emulando a su líder.

Paulsson se quitó la chaqueta y fue a visitar la catedral, y se sorprendió de que la famosa Jätten Finn fuera tan pequeña. Compró una postal con su imagen para enviársela a su mujer.

De regreso de la catedral vio un cartel anunciando un guateque organizado por la Asociación Académica. Paulsson decidió acudir, pero como era muy pronto todavía, pensó en algo para pasar el día.

Recorrió de arriba abajo la ciudad vacía por las vacaciones, pasó bajo los enormes árboles de Stadsparken, transitó por los senderos arenosos del jardín botánico y, de repente, descubrió que tenía hambre. Fue al Storkälleren y tomó el menú del día. Luego, mientras saboreaba un café, contempló la escasa animación de la plaza que tenía ante sus ojos.

No tenía demasiada idea de cómo debía enfocar la búsqueda del agresor de Viktor Palmgren. En Suecia eran poco frecuentes los atentados políticos, y no recordaba ninguno en la época moderna. Hubiera deseado tener algún punto de partida, algo sólido para saber mejor por dónde empezar sus pesquisas.

Cuando se hizo oscuro y se encendieron las luces de la calle, pagó la consumición y fue en busca de la discoteca. Esa visita tampoco dio ningún resultado. Había una veintena de jóvenes tomando cerveza y bailando al son de una música
pop
ensordecedora. Paulsson habló con algunos de ellos, y ni siquiera eran estudiantes. Se tomó una jarra de cerveza y volvió a coger el tren para Malmö.

En el ascensor del hotel coincidió con Martin Beck, y a pesar de que iban solos, éste se limitó a mirar fijamente por encima de su cabeza y a silbar bajito. Cuando el ascensor paró, miró a Paulsson, se llevó el dedo índice a los labios y salió al pasillo.

19

El lunes por la tarde, Mansson llamó a su colega danés.

—¡Coño! —exclamó Mogensen—. ¿Ahora llamas en horas de oficina, o es que sigues creyendo que duermo aquí?

—¡Ja, ja, muy divertido!

—Oh, ya comprendo; se trata de algo tremendo y no puedes aguantar hasta esta noche. A ver, cuenta; total, estoy aquí tocándome las narices.

—Öle Hoff-Jensen. Es director de una empresa que pertenece a un grupo internacional propiedad de Viktor Palmgren, ya sabes, el que mataron de un tiro la otra noche. Quisiera saber qué clase de empresa es y dónde está, lo antes posible.

—De acuerdo —dijo Mogensen—. Te llamaré.

Pasó media hora.

—No ha sido difícil —reconoció Mogensen—. ¿Me estás escuchando?

—Sí, claro, empieza —invitó Mansson, cogiendo un lápiz.

—El director Öle Hoff-Jensen tiene cuarenta y ocho años, casado y con dos hijas. Su mujer se llama Birthe y tiene cuarenta y tres años. Viven en la avenida Richelieu en Hellerup. La empresa es una compañía de aviación comercial llamada Aero-fragt, y la oficina principal está en Kultorvet, en el centro de Copenhague, y los almacenes en el aeropuerto de Kastrup. La compañía posee cinco aviones del tipo DC-6. ¿Quieres saber algo más?

—No, gracias; de momento es suficiente. ¿Qué tal estás, por cierto?

—Fatal. Hace calor; yo creo que tanto calor vuelve loca a la gente, y la ciudad está llena de personas rarísimas, incluso de suecos. Adiós.

Mansson colgó, y en el mismo instante se dio cuenta de que había olvidado pedirle el número de teléfono de la compañía aérea.

Solicitó a la centralita que lo averiguara y tardó un poco. Cuando por fin pudo hablar con Aero-fragt, le dijeron que Hoff-Jensen no estaría hasta el día siguiente y que podría atenderle a partir de las once.

«Mejor —pensó Mansson—, porque hoy no hubiera podido aguantar otro director más.»

El resto de la tarde del lunes lo consumió realizando una serie de trabajos rutinarios que también había que hacer de vez en cuando.

El martes por la mañana recogió a Martin Beck delante del hotel. Pensaba haber tomado el hidroplano para Copenhague, pero Martin Beck le dijo que quería viajar en un barco de verdad, y que podían muy bien compaginar trabajo y placer comiendo durante la travesía. El transbordador de trenes
Malmöhus
salía al cabo de veinte minutos.

A bordo viajaban pocos pasajeros, y en el comedor sólo había dos mesas ocupadas. Tomaron un surtido de arenque y una escalopa. Después pasaron al salón para tomar café.

El estrecho de Sund brillaba como un espejo, pero la vista no era del todo clara. La silueta de la isla de Ven se dibujaba en la débil calina, pero no se distinguían ni el relieve ni la pequeña iglesia blanca. Martin Beck estudió con interés el intenso tráfico, y pudo incluso ver con gran asombro un barco mercante de vapor, con un casco de elegante línea y una hermosa chimenea muy recta.

Durante el café, Martin Beck contó la experiencia de Kollberg y Gunvald Larsson con Broberg y Helena Hansson, unos datos que parecían reveladores, pero que realmente no arrojaban demasiada luz sobre la investigación del asesinato en sí.

Después cogieron la barcaza hasta la plaza Raadhusplads y, tras recorrer unas callejuelas, llegaron hasta la plaza Kultorvet. Las oficinas de Aero-fragt estaban en el último piso de una casa antigua sin ascensor, por lo que tuvieron que subir por las estrechas y empinadas escaleras.

Si la casa era vieja, el interior de las oficinas era de lo más moderno. Entraron por un largo pasillo bastante estrecho, con muchas puertas forradas de piel sintética verde. Entre las puertas colgaban fotografías con modelos de aviones antiguos, y bajo cada una de ellas había un silloncito de piel y un cenicero de pie de latón. El pasillo terminaba en una gran estancia con dos altos ventanales que daban a la plaza.

La recepcionista, de espaldas a la ventana y tras un escritorio metálico lacado en blanco, no era ni muy joven ni muy hermosa, y sin embargo tenía una voz agradable, que Mansson reconoció en seguida por haber hablado con ella por teléfono el día anterior, y una frondosa cabellera pelirroja.

Estaba hablando por teléfono y les hizo un gesto de acogida señalando unos silloncitos que había en un rincón. Mansson se sumergió en uno de ellos y sacó un palillo. En el comedor del transbordador había reunido provisiones para unos cuantos días. Martin Beck permaneció de pie observando la vieja estufa de cerámica que ocupaba una de las esquinas de la habitación.

La conversación telefónica transcurría en español, idioma que ni Martin Beck ni Mansson conocían, y se cansaron en seguida de escuchar. Por fin la pelirroja terminó su charla y se levantó sonriente.

—¿Son ustedes los señores de la policía sueca, verdad? Un momento, que voy a anunciarles al director Hoff-Jensen.

La mujer desapareció por una puerta de dos hojas, forradas también de piel artificial de color tabaco, ribeteadas de remaches de latón brillante. La puerta se cerró silenciosamente tras ella, y a pesar de que Martin Beck hizo un esfuerzo, no fue capaz de distinguir voces en el interior. Apenas un minuto más tarde, las puertas se volvieron a abrir y salió Hoff-Jensen tendiéndoles la mano.

Era un hombre vigoroso y estaba tostado por el sol. Su amplia sonrisa dejaba ver unos dientes blanquísimos y perfectamente alineados bajo un bigote muy bien recortado. Su indumentaria revelaba un elegante descuido: una camisa verde oliva de seda cruda, una americana de un verde más oscuro, de paño irlandés, pantalones marrón claro y mocasines beige. El pelo rizado y espeso que le asomaba por el cuello de la camisa tenía brillos plateados que contrastaban con su piel morena. Era ancho de pecho, tenía la cabeza grande y los rasgos acusados; llevaba el cabello planchado, de un rubio platino, igual que el bigote. Sus caderas parecían exageradamente estrechas con respecto al torso.

Después de darles la mano a Martin Beck y a Mansson, sostuvo la puerta para que pasaran, y antes de cerrarla le dijo a su secretaria:

—No quiero que me molesten durante un rato.

Hoff-Jensen esperó a que ambos policías ocupasen un sillón cada uno, y luego se sentó detrás de la mesa. Se reclinó hacia atrás en el respaldo y cogió de un cenicero cercano el cigarro que tenía encendido.

—Bien, señores. Supongo que se trata del pobre Viktor. ¿Han atrapado al culpable?

—No, todavía no —admitió Martin Beck.

—No puedo contarles mucho más de lo que ya dije aquella desdichada noche, cuando nos interrogaron en Malmö. Todo ocurrió en unos pocos segundos.

—Pero usted llegó a ver al individuo que disparó, ¿verdad? —dijo Mansson—, porque usted estaba sentado de cara a él.

—Ciertamente… —confirmó Hoff-Jensen soplando su cigarro. Pensó un instante y prosiguió—: Pero hasta que disparó no me había fijado en absoluto en aquel tipo, y luego tardé un rato en entender qué había pasado. Vi a Viktor derrumbarse sobre la mesa, pero no me di cuenta de que le habían disparado, a pesar de que oí la detonación. Luego vi al hombre del revólver (creo que era un revólver) dirigirse hacia la ventana y desaparecer. Ni siquiera le vi la cara, de tan nervioso que me puse. En fin, ya ven que no puedo ayudarles eran cosa.

Alzó los brazos y los dejó caer contra los de su sillón en un gesto de disculpa.

—Pero en cualquier caso lo vio —concluyó Martin Beck—, y debe de tener alguna impresión.

—Pues aquel hombre parecía de mediana edad, sin mucho pelo, y creo que no llegué a verle la cara, porque cuando le miré ya estaba de espaldas. Debía de ser un tipo ágil para saltar de aquella manera por la ventana.

Se inclinó hacia adelante y apagó el cigarro en el cenicero.

—¿Y su esposa? —preguntó Mansson—. ¿No vio nada especial?

—Nada de nada —contestó Hoff-Jensen—. Mi esposa es una mujer muy delicada y sensible, y sufrió un verdadero impacto que le costó un par de días superar. Además, estaba sentada al lado de Viktor, es decir, de espaldas al agresor. ¿No hará falta que la interroguen, verdad?

—No, no creo que sea necesario —le tranquilizó Martin Beck.

—Se lo agradezco —dijo Hoff-Jensen, sonriendo—. Pues muy bien…

El hombre se cogió a los brazos de su asiento, como para levantarse, pero Mansson se apresuró a decir:

—Tenemos un par de preguntas más, si nos lo permite.

—¿Sí?

—¿Cuánto hace que dirige esta compañía?

—Desde que se fundó, hace once años. De joven fui piloto, luego estudié publicidad en los Estados Unidos, y trabajé como jefe de publicidad de una compañía aérea hasta que Viktor me confió la dirección de Aero-fragt en Copenhague.

—Y ahora ¿qué? ¿Continuará todo igual a pesar de su muerte?

Hoff-Jensen abrió los brazos y mostró su hermosa dentadura.

—The show must go on
: el espectáculo debe continuar.

Se hizo el silencio en la habitación. Martin Beck miró de soslayo a Mansson, que se había hundido todavía más en el sillón, mirando con desgana una bolsa de palos de golf apoyada sobre la estufa de azulejos.

—¿Quién será el jefe del grupo ahora? —preguntó Martin Beck.

—Ése es el problema —respondió Hoff-Jensen—. El joven Linder está verde todavía, y Broberg, ¡ja!, me parece que tiene las manos tan ocupadas como yo.

—¿Cuál era su relación con el director Palmgren?

—Muy buena, diría yo; tenía plena confianza en mí y en mi forma de llevar la compañía.

—¿A qué se dedica exactamente Aero-fragt? —quiso saber Martin Beck, y casi adivinó la respuesta.

—Al transporte aéreo, como reza su nombre.

Hoff-Jensen tendió una caja de cigarros hacia Mansson y Martin Beck, y ambos negaron con la cabeza. Él cogió uno para sí y lo encendió. Martin Beck encendió a su vez un cigarrillo, exhaló el humo y dijo:

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