—Sí, ya entiendo: pero ¿qué clase de transporte? Ustedes tienen cinco aviones, ¿no es así?
Hoff-Jensen asintió y observó la brasa de su cigarro. Luego dijo:
—Primordialmente transportamos mercancías del propio grupo, sobre todo conserva de pescado. Uno de los aviones incluso está equipado con cámara frigorífica. De vez en cuando, también hacemos vuelos chárter, y unas cuantas empresas de Copenhague nos contratan diversos transportes a diferentes destinos.
—¿A qué países vuelan? —se interesó Martin Beck.
—A casi toda Europa, excepto los países del Este, y a África algunas veces.
—¿África?
—Sobre todo chárter, sí; según la época del año.
Hoff-Jensen miró sin disimulo su reloj. Mansson se incorporó, se quitó el palillo de la boca y señaló con él a Hoff-Jensen.
—¿Conoce bien a Hampus Broberg?
El danés se encogió de hombros.
—No demasiado. Nos vemos alguna vez en los consejos de dirección, como el del miércoles, y hablamos de tarde en tarde por teléfono; eso es todo.
—¿Sabe dónde se encuentra ahora?
—Supongo que en Estocolmo, porque vive allí y tiene también la oficina.
Hoff-Jensen parecía sorprendido por la pregunta.
—¿Cómo eran las relaciones entre Palmgren y Broberg? —preguntó Martin Beck.
—Buenas, me parece a mí. Quizá no fueran amigos como Viktor y yo, por ejemplo, que jugábamos juntos a golf y nos veíamos muchas veces sin hablar de negocios. Las relaciones entre Viktor y Hampus Broberg eran las de jefe y subordinado.
Había algo en su tono de voz que sugería cierta aversión hacia Hampus Broberg.
—¿Conocía de antes a la secretaria del director Broberg? —preguntó Mansson.
—¿La chica rubia? No, era la primera vez. Una chica muy mona.
—¿Cuántos empleados tiene? —preguntó Martin Beck.
Hoff-Jensen pareció meditar.
—En este momento, veintidós. Varía un poco según… —Se interrumpió y se encogió de hombros—. Sí, según la época y el tipo de encargos, etcétera —concluyó vagamente.
—¿Dónde están sus aviones ahora? —dijo Martin Beck.
—Dos están en Kastrup, uno en Roma y otro en Santo Tomé, donde le están reparando un motor. El quinto se encuentra en Portugal.
Martin Beck se levantó bruscamente y dijo:
—Gracias. ¿Le importaría que volviéramos a molestarle si hiciera falta? ¿Va a estar en Copenhague los próximos días?
—Desde luego.
Hoff-Jensen apartó el cigarro, pero no se levantó. En la puerta, Mansson se volvió para decir:
—¿No sabrá, por casualidad, quién podía desear eliminar a Viktor Palmgren?
Hoff-Jensen cogió su cigarro, miró fijamente a Mansson y dijo:
—No, no lo sé; por lo visto, el mismo que disparó. Adiós, caballeros.
Caminaron por Köbmagergade hasta la plaza Amagertorv. Mansson dirigió una mirada a Laederstraede. Conocía a una chica que vivía allí, escultora. Era de Escania, pero prefería vivir en Copenhague, y entabló relación con ella a raíz de unas investigaciones, un año atrás. Se llamaba Nadja y le gustaba mucho. Se veían de vez en cuando, casi siempre en casa de ella, se acostaban y se lo pasaban en grande. Ninguno de los dos quería ataduras y ponían todo el cuidado del mundo en no meterse demasiado el uno en la vida del otro. Durante el año que llevaban viéndose, su relación había sido un lecho de rosas sin ninguna espina. El único inconveniente era que Mansson ya no lo pasaba tan bien durante sus encuentros de fin de semana con su mujer, sino que le apetecía mucho más estar con Nadja.
El Ströget, la popular calle peatonal en pleno corazón de Copenhague, bullía de gente, la mayor parte turistas. Martin Beck, que odiaba las aglomeraciones, condujo a Mansson a través de aquel hervidero humano que se agolpaba a la entrada del Magasin du Nord y se metieron por la Lille Kongensgade. Tomaron una Tuborg reserva especial cada uno en la barra del Skindbuksen, donde también había bastante gente, aunque sin tanta aglomeración como en la calle.
Mansson convenció a Martin Beck de que era mejor viajar en el hidroplano. Embarcaron en el
Svalan,
y Martin Beck se sintió mal durante el viaje. Cuarenta minutos después de dejar tierra danesa, entraban en el despacho de Mansson.
Sobre su escritorio encontró un mensaje del departamento técnico: «Lista la prueba balística. Wall».
Martin Beck y Mansson contemplaron la bala que había matado a Viktor Palmgren. Estaba sobre una hoja de papel y a ambos les pareció pequeña e inofensiva.
Se había deformado un poco por el choque, pero no demasiado, y en cualquier caso los expertos no tardaron mucho en determinar el calibre del arma. Tampoco era necesario ser precisamente un experto para determinar una cosa así.
—Un veintidós —dijo Mansson pensativo—. Es curioso.
Martin Beck asintió.
—¡A quién coño se le ocurre matar a una persona con una pistola del veintidós! —exclamó Mansson. Contempló el pequeño proyectil niquelado y movió su pesada cabezota, contestándose a sí mismo—: A nadie, sobre todo si lo ha planeado.
Martin Beck se aclaró la garganta. Se estaba empezando a resfriar a pesar de que estaban en pleno verano, y uno de los más calurosos de los últimos años. ¿Qué le ocurriría en otoño, cuando las gélidas y húmedas nieblas invadieran el país preñadas de toda clase de virus de los más apartados rincones de la Tierra?
—En América lo consideran como un signo de profesionalidad, una especie de esnobismo por parte del asesino, pues significa que es un profesional que no necesita más que lo absolutamente imprescindible para acertar.
—Malmö no es Chicago —observó Mansson lacónicamente.
—Sirhan Sirhan mató a Robert Kennedy con un Iver Johnson del veintidós —terció Skacke, que estaba detrás de ellos casi empujando.
—Sí, es cierto —convino Martin Beck—, pero iba a la desesperada y vació el cargador disparando a diestro y siniestro.
—En cualquier caso era un aficionado —sentenció Skacke.
—Sí, y el disparo que mató a Kennedy fue una bala perdida y las otras hirieron a otras personas que había por allí.
—El tipo apuntó con cuidado y disparó una sola bala —dijo Mansson—, y por lo que nos han contado, primero bajó el percutor con el pulgar y después disparó.
—Y era diestro —continuó Martin Beck—, pero la mayoría lo son.
—Humm… —gruñó Mansson—. Aquí hay algo raro.
—Sí, verdaderamente —admitió Martin Beck—. ¿Se te ocurre algo en concreto?
Mansson murmuró un ratito y luego dijo:
—Estoy pensando que ese tipo se comportó como un auténtico profesional, sobre todo en cuanto al arma, y sabía exactamente contra quién pensaba disparar.
—Sí…
—Y aun así sólo hizo un disparo. Cabía la posibilidad de que la bala tocara el cráneo y rebotara; en cambio, entró un poco de lado, y esto hubiera bastado para aminorar su fuerza.
Martin Beck también había pensado en eso, pero sin llegar a ninguna conclusión lógica.
En silencio estudiaron el informe del técnico que había examinado la bala. La tecnología de la balística había hecho grandes progresos desde su aparición internacional en 1927, a raíz del polémico y dilatado proceso contra Sacco y Vanzetti en Dedham, Massachusetts, pero los principios fundamentales seguían siendo los mismos. Fue entonces cuando Calvin Godhard presentó el helixómetro, el microscopio micrométrico y el microscopio comparativo, y a partir de aquello se había resuelto multitud de crímenes por confirmación balística.
Teniendo la bala, el casquillo y el arma, cualquier criminólogo podía concretar con toda facilidad si un proyectil determinado había sido disparado por un arma determinada o no. Y si se disponía de dos de los elementos, frecuentemente la bala y el casquillo, se podía establecer con cierta facilidad el tipo de arma empleada.
La bala y el casquillo sufren efectos distintos según cada arma desde el momento en que el percutor golpea el cebo y la bala se desliza por el cañón. Desde que Harry Söderman, a resultas de su aprendizaje con Locard en Lyon, construyera el primer microscopio comparativo sueco a principios de los años treinta, se había ido confeccionando lenta y trabajosamente una tabla interminable en la que se reflejaban todos los posibles efectos de cada tipo de arma en un casquillo de cada calibre.
En aquel caso concreto, la técnica balística, a pesar de su tradicional exactitud, se veía distorsionada por el hecho de disponer solamente de la bala, además de que ésta había sufrido cierta deformación. No obstante, el experto en balística había confeccionado una lista de posibles armas, entre las que Martin Beck y Mansson descartaron en seguida unas cuantas, guiados simplemente por el sentido común.
Para empezar quedaron excluidas todas las armas automáticas, pues éstas expulsan el casquillo en cuanto retrocede la camisa, y no se había encontrado ningún casquillo. Claro que los casquillos solían ir a parar a los lugares más insospechados, como por ejemplo a una fuente llena de puré de patatas, tal como había sospechado Backlund, a un repliegue de la ropa de alguien o a cualquier otro lugar recóndito, y existían precedentes de casquillos que habían aparecido mucho tiempo después en dobladlos de pantalones o en bolsillos impensables.
Pero los testimonios eran decisivos, pues aunque ninguno de los testigos tenía conocimientos de armamento, todos coincidieron en señalar que el asesino empleó un revólver, y los revólveres no expulsan los casquillos, sino que éstos permanecen alojados en el tambor hasta que son extraídos manualmente.
El informe de balística era larguísimo, y Martin Beck y Mansson, tras emplear una hora de su precioso tiempo en él, tenían todavía una parte considerable por leer.
—Todo esto está muy bien —dijo Mansson rascándose la cabeza—, pero este documento no nos va a dar ninguna pista mientras no tengamos el arma o cualquier otra cosa igualmente ilustrativa.
—¿Como qué? —preguntó Martin Beck.
—No lo sé.
Martin Beck se secó el sudor de la frente con un pañuelo arrebujado. Luego le dio la vuelta y se sonó la nariz, miró la lista de revólveres y recitó con voz de ultratumba:
—Colt Cobra, Smith & Wesson modelo 34, Firearms International, Harrington & Richardson 900, Harrington & Richardson 622, Harrington & Richardson 926, Harrington & Richardson Side-Kick, Harrington & Richardson Forty-Niner, Harrington & Richardson Sportsman…
—Sportsman… —repitió Mansson para sí.
—A esos pelmas de Harrington y Richardson habría que decirles que no complicaran tanto la vida de la gente y que se contentaran con un solo modelito —dijo Martin Beck.
—¡O con ninguno!
Martin Beck pasó la hoja y continuó murmurando:
—Iver Johnson Sidewinder, Iver Johnson Cadet, Iver Johnson Viking, Iver Johnson Viking Snub… Bueno, éste lo podemos descartar porque todo el mundo ha dicho que vio un cañón largo.
Mansson fue hacia la ventana y miró el patio. Ya no escuchaba, sólo oía la voz de Martin Beck como un ruido insignificante de fondo:
—Herters 22p Llama, Astra Cadix, Arminius, Rossi, Hawes Texas Marshal, Hawes Montana Marshal, Pie Big Seven… ¡Madre mía, esto no se termina nunca!
Mansson no contestó. Estaba pensando en otra cosa.
—Me gustaría saber cuántos revólveres hay en toda la ciudad —dijo Martin Beck.
Era una pregunta sin respuesta. Seguramente eran muchos, heredados, robados o entrados de contrabando, ocultos en armarios, escritorios y viejos baúles, lo cual era ilegal, desde luego, aunque a la gente le importara un rábano.
Además, había una serie de personas que tenían licencia, aunque tampoco eran tantas.
Los únicos que no tenían revólveres o al menos no los llevaban encima eran los policías. La policía sueca iba equipada con pistolas Walther de 6,65 milímetros, lo cual era una tontería, porque resultaba más fácil cambiarles el cargador a las pistolas automáticas, aunque tuvieran el desagradable inconveniente de engancharse en la ropa cuando se sacaban deprisa, que era lo habitual.
Skacke golpeó la puerta y entró, sacándoles de sus elucubraciones.
—Uno de vosotros tendría que hablar con Kollberg. Dice que no sabe qué hacer con esas personas en Estocolmo.
Desde luego, era difícil saber lo que tenía que hacer con Hampus Broberg y con Helena Hansson.
Martin Beck y Kollberg debían resolver además la papeleta por teléfono, y tardaron bastante.
—¿Dónde están ahora? —dijo Martin Beck.
—En Kungsholmsgatan.
—¿Detenidos?
—Sí.
—¿Podemos encerrarlos?
—Eso cree el fiscal.
—¿Cree?
Kollberg suspiró profundamente.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Martin Beck.
—Que están detenidos por intento de evasión de divisas, pero todavía no hay ninguna acusación formal.
Kollberg hizo una pausa para pensar y luego dijo:
—Lo que quiero decir es que Broberg llevaba encima un pasaporte falso y disparó un tiro al aire con una pistola de fogueo cuando Larsson y ese guardia de opereta iban a detenerlo.
—¿Y…?
—Y la dama ha confesado ser puta de arriba abajo, y además tenía una maleta llena de valores. Dice que Broberg le dio la maleta, los valores, el billete y toda la pesca, y que le ofreció diez mil coronas por llevarlo todo a Suiza.
—Lo cual seguramente es cierto.
—Sin duda, pero el problema es que no han llegado a hacerlo. Si Larsson y yo hubiéramos atinado, les hubiéramos dado soga para que se ahorcaran: ponemos sobre aviso a la aduana y al control de pasaportes, y los pescan en Arlanda con las manos en la masa.
—¿Quieres decir que ahora no hay pruebas suficientes?
—Exacto. El fiscal dice que es posible que el juez no acceda a encarcelarlos, y que se contente con prohibirles viajar al extranjero.
—¿Y los soltará?
—Sí, claro, a no ser que…
—¿Que qué?
—A no ser que convenzas al fiscal de Malmö de que existen pruebas decisivas sobre el asesinato de Palmgren y los tengamos que retener y luego os los enviemos a Malmö. Éste es, al menos, el punto de vista de los juristas.
—¿Y qué opinas tú?
—Nada, porque parece claro que Broberg pensaba largarse con una verdadera fortuna metida en la maleta, y si seguimos esa línea, el asunto pasará a manos de la sección de delitos monetarios.
—Pero ¿tiene Broberg algo que ver con el asesinato?