—Digamos que su comportamiento desde el viernes ha venido determinado por la muerte de Viktor Palmgren el jueves por la noche. Esto está más claro que el agua, ¿no?
—Sí, sí; no hay más que eso.
—Por otro lado, Broberg tiene la mejor coartada del mundo en cuanto al asesinato, igual que Helena Hansson y todos los que estaban a la mesa.
—¿Y qué dice Broberg?
—Al parecer ha dicho «ay» cuando el médico le ha curado la cara, pero aparte de eso no ha dicho una sola palabra.
—Espera un segundo —dijo Martin Beck.
El teléfono estaba mojado de sudor y lo secó con el pañuelo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kollberg inquieto.
—Nada; sudar.
—Pues tendrías que verme a mí. Volviendo al maldito Broberg, la verdad es que colabora muy poco, y todo ese dinero y acciones pueden perfectamente ser suyos.
—Humm… —dijo Martin Beck—. Y en ese caso, ¿de dónde han salido?
—A mí no me preguntes nada; lo único que sé de dinero es que no tengo un céntimo. —Kollberg pareció meditar unos instantes sobre esa triste circunstancia y añadió—: Bueno; en cualquier caso, algo habrá que decirle al fiscal.
—¿Y cómo está lo de la chica?
—Es más sencillo, por lo visto. Al parecer, canta como una rana. La sección de moralidad y orden está trabajando para desarticular la red de prostitución telefónica, extendida por todo el país. Hace un momento he estado hablando con Sylvia Granberg y me ha dicho que a Helena Hansson la van a tener encerrada por lo menos mientras dure toda la investigación.
Sylvia Granberg era primera inspectora auxiliar del departamento de moralidad y orden, y jefa inmediata de Åsa Torell.
—Tienen también intención de ir a Malmö a investigar, o sea que si quieres ver a Helena Hansson, no creo que vayas a tropezar con mayores inconvenientes por parte de ellas.
Martin Beck no dijo nada.
—Bueno —concluyó Kollberg—, ¿qué debo hacer?
—Tendría indudable interés hacer algunos careos —murmuró Martin Beck.
—No sé qué dices —dijo Kollberg en tono quejumbroso.
—Tengo que pensarlo un rato; ya te llamaré dentro de media hora o así.
—Pero ni un minuto más, porque de un momento a otro empezará todo el mundo a pegar gritos: Malm, el director general y toda la superioridad, uno detrás de otro.
—Media hora, te lo prometo.
—Muy bien; hasta luego.
—Adiós.
Martin Beck colgó y se quedó sentado, con los codos sobre la mesa y la cara entre las manos. Al cabo de un buen rato pareció ver las cosas más claras.
Hampus Broberg se había deshecho de todas sus propiedades en Suecia y había intentado salir del país, no sin antes poner a su familia a buen recaudo, lo cual hacía pensar que su situación resultaba insostenible a partir del momento mismo de la muerte de Palmgren. ¿Por qué? Con toda seguridad porque durante muchos años estuvo defraudando enormes sumas de las empresas del grupo Palmgren que controlaba: la inmobiliaria, la compraventa de acciones y la financiera.
Viktor Palmgren había confiado en Broberg, quien mientras el jefe del grupo estuviera al frente podía respirar tranquilo, pero que cuando Palmgren desapareció no se había atrevido a quedarse más de lo absolutamente imprescindible en el país, probablemente porque se sentía amenazado, si no de muerte, sí por la ruina o la cárcel. ¿Quién le amenazaba? No serían los poderes públicos, porque al parecer ni la policía ni las autoridades fiscales tenían acceso a la investigación de los negocios de Palmgren, y si algún día podían, sería al cabo de mucho tiempo, años quizá. Los que acaso podían amenazarle eran Mats Linder o Hoff-Jensen, pero la aversión de Linder hacia Broberg era tan fuerte que ni siquiera supo disimularla durante el interrogatorio, cuando casi dio a entender que Broberg era un estafador y que Palmgren había confiado demasiado en su hombre de Estocolmo. En cualquier caso, Linder era el que tenía más y mayores razones para luchar por el poder sobre los millones de Palmgren.
Si Broberg se había embolsado grandes sumas, Linder estaba en posición de poder pedir cuentas, revisar las contabilidades de las empresas y presentar una denuncia formal contra él.
Por otro lado, Linder no había hecho nada todavía, a pesar de que debía de saber o imaginar que era cuestión de días o incluso de horas. En cambio, fue la policía la que detuvo a Broberg y casi por casualidad, lo cual podía significar que Linder estaba en una situación delicada y no se atrevía a correr el riesgo de que las acusaciones se volvieran contra él.
Fuera como fuese, Broberg no obtenía ninguna ventaja con la muerte de Palmgren y, sobre todo, no la había previsto en absoluto. Sus acciones a partir del viernes venían condicionadas, como muy bien señalara Broberg, por la súbita desaparición de Palmgren, y desde luego se había movido con rapidez, casi impulsado por el terror, es decir, sin demasiada premeditación. Este punto parecía alejar de Broberg toda sospecha en relación con el asesinato.
Martin Beck estaba convencido de una cosa: si realmente había una conjura detrás del atentado, desde luego no era de carácter político, sino económico. Entonces, ¿a quién beneficiaba la muerte de Palmgren? ¿Y quién tenía la información suficiente como para asustar y poner en fuga al mismísimo Broberg, un hombre poderoso y un verdadero lince para los negocios?
Sólo había una respuesta: Mats Linder, el hombre que no sólo se había metido en el bolsillo a la mujer de Palmgren, sino que tenía todos los triunfos en el juego por el poder.
Charlotte Palmgren llevaba una vida demasiado regalada como para meterse en conspiraciones a tan alto nivel, aparte de que la pobre era demasiado tonta como para hacer una cosa así.
Y Hoff-Jensen no tenía demasiado control sobre la totalidad del imperio mercantil de Palmgren.
Pero ¿era capaz Mats Linder de arriesgarse tanto? ¿Y por qué no? A grandes apuestas, grandes ganancias.
Sería interesante confrontar a Hampus Broberg y a Mats Linder, a ver qué decían el uno del otro.
¿Y la chica? ¿Había sido un simple instrumento alquilado? Un instrumento versátil, sin duda, pues era buena como secretaria, como correo de evasiones y en la cama.
Sus propias declaraciones iban en esa dirección y no existía realmente ningún motivo para ponerlas en duda. Desde luego, sí era cierto que donde más experiencia tenía era en la cama, y Broberg pertenecía a su círculo de clientes asiduos.
Los pensamientos de Martin Beck le condujeron a una determinación. Se levantó y abandonó el despacho, cogió el ascensor y bajó a la planta, donde se encontraba la oficina fiscal.
Diez minutos más tarde volvía a estar sentado en el despacho que le habían prestado, y marcó el número de Västberga.
—¡Fantástico, has llamado a tiempo! —dijo Kollberg.
—Sí.
—¿Y?
—Enciérralos.
—¿A los dos?
—Sí; los necesitaremos como testigos aquí. Son imprescindibles para esclarecer el asesinato.
—¿Seguro? —preguntó Kollberg.
—Que los traigan aquí lo antes posible —insistió Martin Beck, imperturbable.
—De acuerdo. Sólo una cosa más.
—¿Qué?
—¿Me libraré de este maldito caso después de esto?
—Creo que sí.
Tras esta conversación telefónica, Martin Beck se quedó un rato sumido en sus pensamientos, meditando sobre todo acerca de la duda que escondían las palabras de Kollberg, porque ¿eran realmente imprescindibles aquellas personas para el esclarecimiento del asesinato? A lo mejor no, pero él tenía una razón personal para aquella exigencia, y era que a Broberg y a Helena Hansson sólo los había visto en fotografía y experimentaba una enorme curiosidad. Quería ver cómo eran en realidad, hablar con ellos y tener cierta relación humana para estudiar sus propias reacciones.
Hampus Broberg y Helena Hansson fueron, pues, encarcelados en el juzgado municipal de Estocolmo a las diez y cinco de la mañana siguiente, miércoles nueve de julio. El mismo día al mediodía abandonaron Estocolmo, Broberg acompañado por un agente del servicio de vigilancia, y Helena Hansson junto a una agente penitenciaria y Åsa Torell, que iba a formar parte del equipo de investigación junto con sus colegas de Malmö.
A las dos menos cuarto aterrizaban en Bulltofta.
En las afueras de Amager, al sur del aeropuerto de Kastrup, está Dragör, una de las ciudades más pequeñas de Dinamarca, de unos cuatro o cinco mil habitantes, y más conocida en los últimos tiempos por su terminal de transbordadores. En verano van y vienen los transbordadores entre Dragör y Limhamn, en la costa de Suecia, para transportar a los automovilistas de este país que se dirigen al continente o vuelven de él, pero en invierno hay también un intenso tráfico, mayoritariamente compuesto por camiones, autobuses, transportes pesados y remolques. Durante todo el año viajan además las amas de casa de Malmö que van a Dragör para comprar chucherías libres de impuestos a bordo y para adquirir ciertos alimentos que son algo más baratos en Dinamarca que en Suecia.
No mucho tiempo atrás, aquella pequeña ciudad portuaria había sido un lugar de veraneo cuyo puerto de pescadores bullía de actividad.
Como lugar de recreo, Dragör tenía la ventaja de estar muy cerca de Copenhague también, pero con el tiempo las cosas habían ido cambiando, pues las aguas del puerto y de las playas de Dragör estaban tan contaminadas que ya nadie se bañaba ni pescaba en sus inmediaciones.
La ciudad en sí y sus edificaciones habían cambiado muy poco, sin embargo, desde las épocas en que las señoras abrían indolentes sus parasoles a lo largo del paseo que bordeaba la playa, para proteger sus pálidas y mortecinas pieles de los dañinos rayos solares, y los señores se acercaban cautelosamente a la orilla enfundados en sus casi ridículos y grotescos bañadores de punto.
Las casas eran bajas y bastante pintorescas, pintadas de colores alegres; los jardines, frondosos y perfumados de frutos silvestres, flores de todas clases y arbustos verdísimos; y las calles, muy estrechas y casi todas adoquinadas. El fragor y los malos olores del tráfico rodado que iba y venía de los transbordadores quedaban fuera del casco antiguo, en el que se disfrutaba así de una relativa paz a medio camino entre el puerto y la autopista.
A pesar de que las posibilidades de disfrutar de las playas hubieran disminuido, seguían llegando veraneantes a Dragör, y aquel martes de principios de julio no quedaba ya una sola habitación libre en el hotel Strand.
Eran las tres de la tarde, y una familia compuesta de tres miembros estaba terminando de comer en la terraza del hotel. Los padres tomaban café y pastas, pero su hijo de seis años, llamado Jens, no podía seguir sentado junto a ellos ni un minuto más.
Se puso a brincar de aquí para allá entre las mesas, dando la lata a sus padres todo el rato.
—¿Por qué no nos vamos? Yo quiero ver los barcos. Terminad el café de una vez, rápido; ya nos podemos marchar. Yo quiero ir a ver los barcos…
Y así sucesivamente, hasta que sus padres, hartos de oírle, se levantaron, y cogidos de la mano fueron bajando hasta el viejo depósito de pescadores, convertido en museo a la sazón. En el muelle de pesca quedaban tan sólo dos barcos, pero normalmente había más, que seguramente estarían capturando platijas contaminadas de mercurio en aguas del Sund.
El chico se paró al borde del embarcadero y empezó a tirar piedras al agua sucia y oleaginosa, sobre cuya superficie flotaban los más curiosos objetos, que golpeaban cadenciosamente contra el embarcadero, aunque le quedaban demasiado lejos como para poderlos alcanzar.
Algo más lejos quedaba el atracadero de los transbordadores. Sobre el muelle asfaltado se había formado una hilera de coches que aguardaban turno para el transbordador, que ya se divisaba a lo lejos en las relucientes aguas.
Los tres veraneantes dieron media vuelta y anduvieron bordeando el muelle hasta meterse entre las casas y las villas. En Nordre Strandvej se cruzaron con un conocido que había sacado el perro a pasear, e intercambiaron algunas palabras.
Después continuaron hasta que se terminaron las casas y empezaba el campo de aviación de Kastrup; allí torcieron hacia la derecha y bajaron hasta la playa.
Jens descubrió en la orilla un bote verde de plástico semidestruido y estuvo jugando con él mientras sus padres se sentaban sobre el césped y contemplaban sus hazañas. Por fin, el niño se cansó y organizó una expedición en busca de tesoros abandonados. Encontró un cartón de leche, una lata de cerveza vacía y un preservativo, y le sentó muy mal que sus padres le obligaran a tirarlo todo cuando fue a mostrarles sus trofeos.
Su padre le llamó entonces, y en aquel preciso instante descubrió algo misterioso que las olas habían arrastrado hasta la playa. Parecía una caja, y a él se le antojó el cofre de algún remoto tesoro. Pegó un brinco y la alcanzó.
Su padre se la arrebató, el chico protestó un ratito pegando gritos, pero terminó desistiendo cuando comprobó que sus quejas resultaban absolutamente inútiles.
Los padres de Jens estuvieron observando la caja, que estaba empapada y que parecía haber perdido parte e una etiqueta que llevaba pegada al grueso cartón. Aun así no se había deformado, y la tapa no había sufrido desperfectos. Mirando más de cerca vieron que sobre la tapa había una inscripción que rezaba:
«ARMINIUS 22.»
Inmediatamente debajo, en letras más pequeñas:
«Made in West Germany.»
La caja despertó su curiosidad. La abrieron con mucho cuidado para no estropear la tapa, y vieron que su interior estaba ocupado por un bloque de materia sintética de esa que consiste en millares de bolitas de poliestireno prensadas, bolitas que por aquel entonces revoloteaban a millones por las playas de Öresund, Östersjön y Nordsjön.
En la parte superior del bloque sintético se distinguía el perfil recortado de un revólver de cañón muy largo y otro perfil que no supieron reconocer.
—Una caja de pistola de juguete —dijo la mujer encogiéndose de hombros.
—No digas tonterías —rechazó el marido—; en esta caja ha habido un revólver de verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—En la tapa pone la marca y todo: un Arminius del veintidós. Y mira aquí, aquí había otra culata, por si se quería disparar con mayor exactitud.
—¡Puaj! Me dan miedo las armas de fuego.
El marido se rió, pero no tiró la caja, sino que la llevó consigo mientras seguían paseando.