—Sólo es un estuche, mujer; no hay nada que temer.
—Lo que tú quieras, pero imagínate que ese revólver o esa pistola hubiera seguido ahí, y cargada, y Jens la hubiera visto y…
El marido rió y acarició a su mujer en la mejilla.
—¡Tú y tus fantasías! Si el revólver hubiera estado aquí, este estuche no hubiera llegado flotando hasta la playa; un veintidós es un trasto muy pesado. Además, estoy seguro de que aquí no había ninguna pistola cuando tiraron esto al agua. Nadie tira un revólver, con lo caros que van…
—A no ser que un gángster quisiera hacer desaparecer el arma. Imagínate que… —La mujer calló de pronto y estiró la manga a su marido—. Imagínate que fuera así. Más valdría llevar esto a la policía.
—¿Estás loca? ¿Y que se rían de nosotros?
Caminaron de nuevo. Jens iba dando saltos delante de sus padres, olvidado totalmente su último tesoro.
—Sí, bueno, pero de todas maneras nunca se sabe; no hacemos ningún mal llevando esto a la policía.
La señora era tozuda, y su marido, que tenía diez años de experiencia en su tozudez, sabía que normalmente daba mejores resultados seguirle la corriente que llevarle la contraria.
Y así fue como, un cuarto de hora más tarde, el inspector auxiliar Larsen, de la policía de Dragör, vio cómo se formaban pequeños charcos sobre su escritorio a medida que se escurría el agua de un estuche de revólver
made in West Germany.
Así como el lunes y el martes habían ocurrido un montón de cosas, el miércoles no ocurrió nada en absoluto. Por lo menos, nada que pudiera ayudar en la investigación.
Cuando Martin Beck se levantó por la mañana, tuvo la sensación de que iba a ser un día extraño.
Se sentía insatisfecho y sin ganas de hacer nada. Se durmió tarde y se despertó temprano, con mal sabor de boca y la cabeza llena de ideas revueltas.
En la jefatura de policía se respiraba el mismo ambiente de indolencia. Mansson meditaba en silencio mientras hojeaba una y otra vez sus papeles y destrozaba sus eternos palillos entre los dientes. Skacke parecía derrumbado y Backlund se limpiaba las gafas con cara de fastidio.
Martin Beck sabía por experiencia que en todas las investigaciones difíciles había días como aquel, que podían prolongarse e incluso durar semanas hasta que, a veces, no había forma de salir del embrollo. El material de que disponían para trabajar no les servía para seguir adelante; todos los caminos estaban bloqueados y todas las pistas desembocaban en una nada vacía y absoluta.
Si se hubiera dejado llevar por sus instintos, lo hubiera echado todo a rodar, hubiera cogido el tren a Falsterbo, se hubiera tumbado en la playa y hubiera tomado el sol aprovechando que, una vez en la vida, hacía tan buen verano. Los periódicos de la mañana daban temperaturas de más de veinte grados —del agua, se entiende—, lo que realmente es mucho para las aguas del Östersjön.
Pero, en fin, un comisario de homicidios como Dios manda no se marcha así, y menos en plena cacería de un asesino.
Todo resultaba extraordinariamente irritante. Necesitaba acción, tanto física como psíquica, pero no sabía qué hacer. Naturalmente, tampoco sabía qué ordenar a todas aquellas personas. Tras dos horas de absoluta inactividad, Skacke preguntó de sopetón:
—¿Qué tengo que hacer?
—Pregúntale a Mansson.
—Ya se lo he preguntado.
Martin Beck movió la cabeza y se metió en su despacho. Miró el reloj, y sólo eran las once. Todavía faltaban tres horas para que llegase a Malmö el avión en el que viajaban Broberg y Helena Hansson.
A falta de mejores cosas en que ocupar el tiempo, llamó a la oficina de Palmgren y preguntó por Linder.
—El señor Linder no puede atenderle —dijo la recepcionista rubia con voz perezosa—, pero…
—Pero ¿qué?
—Puedo ponerle con su secretaria.
Mats Linder, desde luego, no podía atenderle, pues el martes por la tarde había salido de Kastrup rumbo a Johannesburgo por un asunto de negocios. Ni siquiera había forma de localizarle en esa ciudad, si es que a alguien se le hubiese ocurrido la peregrina idea de llamarle allí, porque su avión estaba todavía en el aire.
La secretaria no sabía cuándo iba a regresar el señor Linder.
—¿Estaba previsto este viaje?
—El señor Linder programa siempre sus viajes con bastante antelación —dijo la efectiva secretaria en un tono casi sacerdotal.
Martin Beck colgó y miró el teléfono como reprochándole algo.
«Bueno, pues a paseo el careo entre Broberg y Linder», pensó.
Por su mente cruzó un pensamiento, cogió el teléfono de nuevo y marcó el número de Aero-fragt, en Kultorvet, en Copenhague.
Exacto: le dijeron que el director Hoff-Jensen había tenido que salir urgentemente hacia Lisboa aquella misma mañana, y que a lo mejor se le podía localizar más tarde en el hotel Tivoli de la Avenida de Liberdade, pero que en aquellos momentos estaría seguramente volando todavía. También ignoraban cuándo estaría de regreso en Dinamarca.
Martin Beck informó de todos estos pormenores a Mansson, que se encogió de hombros con total indiferencia.
A las dos y media aterrizaron por fin Broberg y Helena Hansson. Broberg, aparte del agente que le vigilaba y de su enorme vendaje en la cara, llevaba junto a él a su abogado. El no decía nada, pero el abogado se expresaba con gran locuacidad.
El director Broberg no podía hablar porque se había visto expuesto a la brutalidad policial más desenfrenada, explicó a quien quisiera oírle el abogado, y añadió que aunque hubiera podido hablar, no hubiera tenido nada que añadir a sus declaraciones de una semana antes.
El abogado continuaba con su perorata mientras, de vez en cuando, dirigía unas miradas fulminantes a Skacke, que había conectado su grabadora. Skacke se sonrojó.
En cambio, Martin Beck permanecía imperturbable, con la barbilla apoyada en la mano izquierda y contemplando fijamente al hombre del vendaje.
Broberg era un tipo completamente distinto, por ejemplo, de Linder o Hoff-Jensen. Era regordete y pelirrojo, con rasgos faciales brutales y groseros. Tenía los ojos azul oscuro, la tripa prominente y la forma de la cabeza era de las que predisponen a la pena capital, si las famosas teorías criminales de Lombroso hubieran resultado ciertas.
El hombre tenía un aspecto realmente indeseable, y además iba vestido con un mal gusto pretencioso. Era un tipo que, en el fondo, daba más bien pena, pensó Martin Beck.
El que sentía verdadera lástima profesional por Broberg era su abogado. Hablaba y hablaba y Martin Beck no le interrumpía, a pesar de que el hombre no hacía sino repetir lo que inútilmente alegara en el momento de la detención formal.
Pero aquel tipo tenía que hacer lo que fuera para merecer los formidables honorarios que se le pagarían si, con algo de suerte, conseguía que Broberg saliera en libertad sin cargo, y de paso acusar a Gunvald Larsson y a Zachrisson de exceso de celo policial.
Esto último era bastante probable, por otra parte. A Martin Beck hacía tiempo que le molestaban los métodos de Gunvald Larsson, pero se abstuvo de intervenir en nombre del sacrosanto compañerismo policial.
Cuando el abogado dio por terminada la exposición de los interminables sufrimientos de Broberg, Martin Beck, sin quitarle la vista de encima, dijo:
—¿O sea que el director Broberg no puede hablar?
Meneo de cabeza.
—¿Qué opina usted de Mats Linder?
Encogimiento de hombros.
Durante un minuto largo estuvo mirando a Broberg, intentando recoger la expresión de sus ojos.
Aquel tipo estaba indudablemente asustado, pero al propio tiempo parecía dispuesto a la batalla.
Por fin, se dirigió al abogado para decirle:
—Bueno, supongo que su cliente está afectado por los acontecimientos de la semana pasada. De momento, valdrá más que pongamos punto final aquí.
Todos se sorprendieron: Broberg, el abogado, Skacke e incluso el agente encargado de la custodia del detenido. Martin Beck se levantó y fue para ver qué tal les iba a Mansson y a Backlund con Helena Hansson. En el pasillo se encontró con Åsa Torell.
—¿Qué, qué dice?
—Un montón de cosas, pero ninguna que te pueda dar alguna alegría.
—¿En qué hotel te vas a alojar?
—En el mismo que tú, en el Savoy.
—Ah, pues podríamos cenar juntos esta noche, ¿quieres?
En caso afirmativo, al menos aquel día tan lúgubre tendría un final agradable.
—Será difícil —objetó Åsa Torell en tono evasivo—. Todavía me queda mucho por hacer.
Ella procuró evitar su mirada, lo que no era demasiado difícil ya que tan sólo le llegaba a los hombros.
Helena Hansson hablaba y hablaba. Mansson permanecía inmóvil sentado a su mesa, y se oía el ronquido de la grabadora. Backlund andaba de un lado para otro en la estancia con una expresión de gravedad en el rostro. Su fe en la pureza de la vida había sufrido unos cuantos golpes fulminantes en su base durante aquel interrogatorio.
Martin Beck permaneció un rato ante la puerta con un codo apoyado en un armario metálico, y observó a la mujer, que repetía palabra por palabra lo que antes le había dicho a Kollberg, pero ya no quedaba ni rastro de su apariencia respetable ni de su trabajada pulcritud. Su aspecto era de abatimiento y desgaste; una simple puta que se había metido en algo que no entendía y que le daba un miedo terrible. Por sus mejillas bajaban las lágrimas sin parar, y lo confesó todo y delató a todos los de su gremio, en la esperanza evidente de salir lo mejor parada posible de aquel galimatías. Era un espectáculo deprimente, y Martin Beck abandonó la habitación callado y silencioso como había entrado. Volvió a su despacho, que estaba vacío y donde hacía más calor que antes.
La silla en la que se había sentado Broberg estaba mojada de sudor, tanto el asiento como el respaldo. Sonó el teléfono y, naturalmente, era Malm. ¿Qué otra persona podía haber sido?
—¿Qué co…, qué diantre estáis haciendo?
—Investigar.
—Un momento —dijo Malm, acalorado—, ¿no quedó suficientemente claro que este trabajo de búsqueda se tenía que realizar con la máxima discreción posible y con la máxima eficacia?
—Sí.
—¿Y te parece discreto emprenderla a tiros y a puñetazo limpio en pleno centro de Estocolmo?
—No.
—¿Has visto los periódicos?
—Sí, ya los he visto.
—¿Sabes lo que dirán mañana?
—No tengo ni idea.
—¿No te parece un poquito fuerte que la policía detenga a personas que probablemente sean inocentes?
El intendente se apuntó un tanto con esta pregunta. La cosa estaba bastante clara, y Martin Beck tardó en responder.
—Sí —dijo por fin—, hay que reconocer que resulta un poco raro.
—¿Raro? ¿Ya sabéis, ahí abajo, que todos los golpes van a caer sobre mi cabeza?
—Sí, eso sí que es un fastidio.
—Pues puedo decirte que el director general de la policía está igual de indignado que yo, y hemos estado cavilando juntos durante horas en su despacho…
«Un asno rasca al otro», pensó Martin Beck, que creía vagamente que se trataba de un dicho latino.
—¿Cómo llegaste a entrar en su despacho? —preguntó con toda la inocencia del mundo.
—¿Que cómo llegué? ¿Qué quieres decir? ¿Estás de broma o qué?
Todo el mundo sabía que el director general de la policía no era nada partidario de hablar con la gente. Corría el rumor de que incluso cierto alto funcionario le había amenazado con subir una excavadora a la Dirección General de la Policía y reventar todas las puertas hasta conseguir una entrevista de tú a tú con él. En cambio, el poderoso responsable policial se sentía especialmente halagado cuando tenía ocasión de pronunciar algún discurso ya fuera ante el público en general o ante un grupo de funcionarios indefensos de su camarilla privada.
—Bueno —dijo Malm—, ¿se puede al menos decir que hay alguna detención al caer?
—No.
—¿Sabes ya quién es el asesino, pero te faltan pruebas?
—No.
—¿Sabes en qué ambientes se mueve?
—Ni la más leve idea.
—Esto es completamente absurdo.
—¿Tú crees?
—¿Qué voy a decirles a las partes afectadas?
—La verdad.
—¿Qué verdad?
—Que no hemos adelantado nada.
—¿Que no hemos adelantado nada? ¿Después de una semana buscando, con nuestros mejores efectivos pendientes del caso?
Martin Beck aspiró profundamente.
—No sé en cuántos casos de investigación criminal he participado, pero deben de ser muchos a estas alturas, y te puedo asegurar que estamos haciendo cuanto podemos.
—No me cabe duda de que es así —dijo Malm con cierta suavidad.
—Pero no me quería referir a eso —continuó Martin Beck—, sino más bien al hecho de que una semana a menudo es muy poco tiempo. Y tampoco es que haga una semana, como tú sabes bien. Yo vine el viernes y hoy es miércoles. Hace unos dos años, creo, detuvimos a un hombre que había cometido un asesinato dieciséis años antes. Tú aún no estabas.
—Sí, sí, todo eso ya lo sé, pero éste no es un asesinato corriente.
—No; eso ya me lo dijiste la última vez.
—Puede haber complicaciones internacionales —dijo Malm con un ligero titubeo—, y de hecho ya las hay.
—¿De qué tipo?
—Hemos recibido presiones de varias delegaciones extranjeras. Y me parece que ya hay varios agentes de seguridad extranjeros circulando por aquí. Pronto aparecerán por Malmö o Copenhague. —Hizo una pausa y prosiguió con un hilo de voz—: O en mi casa.
—Bueno —comentó Martin Beck para consolarle—, no podrán desordenar más las cosas de lo que las desordena la SÄPO.
—¿El departamento de seguridad? Tiene a un hombre en Malmö. ¿Trabajáis juntos?
—No exactamente.
—¿No os habéis visto?
—Yo le vi.
—¿Eso es todo?
—Sí, y resultó prácticamente inevitable.
—Tampoco tenemos ningún comunicado positivo por ese lado —reconoció Malm, abatido.
—¿Te esperabas algo?
—No puedo evitar tener la impresión de que te estás tomando este caso un poco a la ligera.
—Pues nada de eso. Nunca me he tomado a la ligera un asesinato.
—Pero es que éste no es un asesinato corriente.
A Martin Beck le pareció haber oído eso antes.
—No se puede avanzar de cualquier manera —sentenció Malm en tono firme y determinado—. Viktor Palmgren era uno de los hombres más conocidos del país, tanto aquí como en el extranjero.