—Fatal. Nada nuevo y nada positivo, pero eso sucede a menudo.
Åsa asintió.
—¿Qué opinas tú? —preguntó él.
—Pse, ¿qué quieres que te diga? Ese Palmgren era un hueso, y seguramente muchas personas tendrían motivos para odiarle. Quiero decir que a lo mejor no hace falta armar tanto revuelo como el que se ha organizado. Una venganza y ya está.
—Sí, yo también lo he pensado.
Ella no dijo nada más. Cuando se le terminó el cigarrillo, encendió otro en seguida. Fumaba cigarrillos daneses, Cecil, de paquete verde, blanco y rojo.
Martin Beck volvió la cabeza y contempló sus pies, delgados y gráciles, bien torneados, con unos dedos largos y rectos. Siguió mirándola. Al cabo de un rato ella se relajó, alzó un poco la cabeza y le miró fijamente a los ojos. Los de ella eran grandes, castaños y serios. Hasta entonces había parecido lejana, y en aquel momento estaba cerquísima.
Continuaron mirándose.
Ella aplastó el cigarrillo, pero aquella vez no encendió ningún otro. Se humedeció los labios y se mordió la punta de la lengua. Tenía los dientes muy blancos, aunque algo desiguales. Las cejas eran espesas y oscuras.
—Bueno —dijo él.
Ella asintió en seguida, y dijo en voz baja:
—Sí, tarde o temprano. ¿Por qué no ahora?
Se levantó y se sentó en el borde de la cama. Así permaneció inmóvil un rato mientras seguían mirándose a los ojos.
Martin Beck soltó el brazo izquierdo, pasó la mano por sus estrechos dedos y rozó el cinto de su camisón.
—No hay prisa —dijo él.
Åsa le miró intensamente a los ojos y observó:
—Los tienes realmente grises.
—Y tú, marrones.
Åsa Torell sonrió sin despegar los labios, subió el brazo derecho, se desanudó lentamente el cinto del camisón, se incorporó hasta ponerse casi de pie, y el camisón se deslizó al suelo.
Él retiró la sábana y ella volvió a sentarse, con la pierna derecha subida de forma que su pie se apoyase contra el costado derecho de Martin Beck.
—¿Habías pensado en esto alguna vez? —preguntó ella.
—Sí. ¿Y tú?
—De vez en cuando en este último año.
El diálogo prosiguió:
—¿Hace mucho tiempo?
—Oh, sí, muchísimo: no lo hacía desde… —Åsa Torell se interrumpió y dijo—: ¿Y tú?
—Más o menos lo mismo.
—Eres guapo.
—Tú también eres guapa.
Era verdad. Åsa Torell era guapa y él lo sabía desde hacía mucho tiempo. Era menuda, pero sólida. Tenía los pechos pequeños, pero los pezones grandes y oscuros y, en aquel momento, erguidos. La piel entre el pecho y el estómago parecía elástica y maleable, y el abundante vello de sus ingles era rizado y negro como el azabache.
Ella tenía apoyada la mano abierta sobre la pierna izquierda de Martin Beck, y la fue deslizando lentamente hacia arriba. Sus dedos eran delgados, pero largos, fuertes y decididos. Era una mujer muy abierta.
Al cabo de un rato él le pasó las manos por detrás de los hombros y ella cambió de posición, echándose sobre él, suave, profunda, abierta de par en par, llenándose enseguida de él. Su aliento era entrecortado y respiraba contra el pecho de Martin Beck, y en seguida, después, en su boca. Cuando se dieron la vuelta, se la veía segura, aferrada al suelo, y sus piernas le apretaban con fuerza la espalda y las caderas.
Cuando se marchó, ya hacía dos horas que había amanecido. Se puso el camisón y las zapatillas y dijo:
—Adiós y gracias.
—Igualmente.
Ocurrió, y a lo mejor no volvía a ocurrir nunca más. O a lo mejor sí. El no lo sabía.
Lo que sí sabía era que tenía edad suficiente para ser su padre, si el puesto lo hubiera ocupado otro veintisiete años atrás.
Martin Beck pensó que aquel miércoles no había terminado tan mal, después de todo. ¿O era el jueves el que estaba empezando bien?
Luego se durmió.
Pocas horas más tarde, se volvieron a encontrar en la jefatura de policía. Martin Beck le preguntó, sin darle importancia:
—¿Quién hizo la reserva de tu habitación en el Savoy?
—Yo misma, aunque Lennart fue quien me recomendó ese hotel.
Martin Beck sonrió para sus adentros.
Kollberg, claro, el intrigante. Pues esta vez no le pensaba dar el gusto de explicarle si le había salido bien o no.
El jueves a las nueve de la mañana, la investigación estaba totalmente estancada. Martin Beck y Mansson se hallaban sentados frente a frente en el gran escritorio. Ninguno de los dos decía nada. Martin Beck fumaba y Mansson no hacía absolutamente nada: se le habían terminado los palillos.
A las nueve y doce minutos, Benny Skacke realizó el primer movimiento del día al entrar en el despacho con un larguísimo télex en la mano. Se quedó parado en el umbral y lo examinó.
—¿Qué es eso? —preguntó Martin Beck.
—La lista de Copenhague —aclaró Mansson con aire abatido—. Cada día envían una como ésa. Búsquedas, coches desaparecidos, objetos encontrados y cosas de este tipo.
—Hay un montón de chicas desaparecidas —dijo Skacke—: nueve. ¡No! Diez, fíjate.
—Sí, es la temporada —comentó Mansson.
—Lisbeth Möller, doce años —murmuró Skacke—, desaparecida de su casa desde el lunes, drogadicta. ¡Doce años! ¿Os dais cuenta?
—A veces aparecen por aquí —observó Mansson—, aunque no mucho.
—Coches robados —prosiguió Skacke—, un pasaporte sueco a nombre de Sven Olof Gustavsson, de Svedala, cincuenta y seis años, decomisado a una prostituta en Nyhavn, y la cartera también.
—¡Cerdo! —se limitó a exclamar Mansson.
—Una excavadora de un túnel. ¿Cómo puede ser que roben una excavadora?
—Son cosas que pasan.
—¡Mierda! —dijo Mansson—. ¿Dice algo de armas de fuego? Suele venir al final.
Skacke buscó la parte final del télex.
—Sí, hay varias: una pistola del ejército sueco, nueve milímetros, Husqvarna. Debe de ser antigua. Una Beretta Jaguar… El estuche de una Arminius veintidós. Cinco balas de una Askar siete sesenta y cinco milímetros.
—¡Para! —le atajó Mansson.
—Sí, a ver qué dice sobre ese estuche —se interesó Martin Beck.
Skacke retrocedió en la lista.
—Un estuche original de una Arminius veintidós.
—¿Dónde la han encontrado?
—Flotando en la playa entre Dragör y Kastrup. La descubrió un transeúnte y la entregó a la policía de Dragör el martes.
—¿Hay alguna Arminius veintidós en nuestra lista? —preguntó Martin Beck.
—¡Claro que sí! —confirmó Mansson repentinamente alertado y con una mano apoyada ya en el teléfono.
—¡Claro! —dijo Skacke—, la caja, la caja de la bicicleta…
Mansson marcó enérgicamente el número de la centralita de la policía de Copenhague. Al cabo de un rato se puso Mogensen, que no había oído hablar de ningún estuche.
—No, ya comprendo que no puedes estar por todas estas tonterías que ocurren —admitió Mansson con paciencia—, pero es que esto viene en vuestra propia relación de objetos encontrados. Espera. —Dirigiéndose a Skacke preguntó—: ¿Qué número es de la lista?
—El treinta y ocho.
—Treinta y ocho —repitió Mansson al teléfono—. Es que puede resultar importante para nosotros… —Calló unos segundos—. Por cierto, ¿has sabido algo más de Aero-fragt y del tal Öle Hoff-Jensen? —Tras una nueva pausa, concluyó—: Muy bien.
Colgó el teléfono, miró a los otros y dijo:
—Van a ver qué averiguan y nos lo dirán.
—¿Cuándo? —preguntó Martin Beck.
—Mogensen suele ser rápido de movimientos —explicó Mansson, y retornó a sus pensamientos.
Al cabo de menos de una hora llamaron de Copenhague. Mansson escuchó, más que habló, y parecía aliviado.
—¡Estupendo! —exclamó por fin.
—¿Qué? —se interesó Martin Beck.
—Sí, que el estuche lo tienen en la sección técnica. El tío de Dragör estuvo a punto de tirarlo, pero ayer lo metió en una bolsa de plástico y lo envió a Copenhague. Nos lo enviarán en el hidroplano que sale del canal de Nyhavn a las once. —Echó una ojeada a su reloj y ordenó a Skacke—: Ocúpate de que haya un coche patrulla en el puerto cuando llegue el estuche.
—¿Qué te ha dicho sobre Öle Hoff-Jensen? —preguntó Martin Beck.
—Un montón de cosas: lo conocen muy bien; es un pájaro de cuenta, pero inaccesible. Todo lo que hace en Dinamarca es perfectamente legal, y los negocios turbios los tiene todos fuera.
—Querrás decir los negocios turbios de Palmgren.
—Sí, claro, y se trata de asuntos serios. Mogensen me ha dicho que los nombres de Palmgren y de Hoff-Jensen figuran en relación con el contrabando de armas y aviones a países que sufren embargo de importación de armas. Esto lo saben a través de la Interpol, que tampoco puede hacer gran cosa.
—O no quiere —puntualizó Martin Beck.
—Sí, lo más seguro —convino Mansson, y bostezó.
Los tres permanecieron a la espera. Ellos no podían hacer nada más.
A las doce menos diez tenían el estuche encima de la mesa. Lo sacaron de la bolsa de plástico, con sumo cuidado, como tenían por costumbre, a pesar de que se hallaba en un estado lamentable y seguramente había pasado ya por muchas manos.
Martin Beck levantó la tapa y contempló la cavidad para el revólver y para la culata suplementaria.
—Sí —dijo acariciándose la barbilla—, tienes razón.
Mansson asintió y cerró y abrió la tapa varias veces.
—Se abre muy fácilmente.
Colocaron el estuche en todas las posiciones y lo examinaron por todas partes. Ya estaba seco, y bastante bien conservado.
—No debe de haber pasado mucho tiempo en el agua —dictaminó Martin Beck.
—Cinco días —precisó Mansson.
—Aquí —señaló Martin Beck—, aquí hay algo.
Rascó ligeramente el fondo del cartón que debía de haber estado forrado de papel, pero que se había desprendido parcialmente por la humedad.
—Sí —dijo Mansson—, en este papel debía de haber algo escrito, seguramente a lápiz. Esperad un momento.
Sacó una lupa de uno de los cajones de su escritorio y se la tendió a Martin Beck.
—Humm… Se nota la huella. Se ven bastante bien una B y una S, y seguramente hay algo más.
—Exacto, pero tenemos gente que dispone de instrumentos más adecuados que mi vieja lupa de viaje. Que lo examinen.
—Este revólver tenía que ser de competición —razonó Martin Beck.
—Sí, ya lo he pensado. Además, es una marca poco frecuente. —Mansson tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Se lo llevaremos a los del departamento técnico y que Skacke pregunte en las asociaciones de tiro. Nosotros nos vamos a comer. Es una buena distribución del trabajo, ¿no os parece?
—No está mal —aprobó Martin Beck.
—Así aprovecharé para enseñarte Malmö. ¿Conoces el Översten?
—No.
—Pues ya va siendo hora.
El restaurante Översten estaba en el piso veintisiete del edificio Kronprins, y la vista desde los ventanales del bar alcanzaba sobradamente todos los lugares en los que Martin Beck había estado durante los días anteriores.
Allá abajo se extendía toda la ciudad y se veía como desde un avión. También se alcanzaba a divisar el Öresund, Saltholm y la costa danesa. Hacia el norte se veían Landskrona, la isla de Ven e incluso Hälsingborg, pues el día era clarísimo.
Tomaron rosbif en lonchas y Amstel bien fría, servido todo por un rubio camarero con chaqueta azul. Mansson comió vorazmente, luego cogió todos los palillos del palillero y se metió uno en la boca y el resto en el bolsillo.
—Bueno, la cosa está clara.
Martin Beck, más interesado por la panorámica que tenía a sus pies que por la comida, apartó a regañadientes la mirada de aquel espectáculo.
—Sí, eso parece. Creo que tenías razón desde el principio. Acertaste de lleno.
—Bueno, tampoco se trataba de adivinar al azar.
—No, claro, pero ahora hay que adivinar también dónde está el hombre.
—Por aquí, en algún rincón —dijo Mansson señalando ampliamente su ciudad—, pero ¿quién pudo odiar a Palmgren hasta ese punto?
—Miles de personas —respondió Martin Beck—. Palmgren y sus comparsas lo aplastaban todo y a todo el mundo a su paso. Tenía un montón de negocios diversos que duraban mientras eran rentables, y en cuanto sus ganancias dejaban de ser espectaculares y leoninas los dejaban morir, y muchos de los que trabajaban en ellos se iban a la calle sin más. ¿Y cuánta gente se habrá hundido para siempre gracias a las financieras como la que dirige Broberg, que prestan con usura?
Mansson no dijo nada, y Martin Beck prosiguió:
—Pero creo que tienes razón; ese tipo tiene que estar aquí, a no ser que se haya largado.
—O que se haya largado y haya vuelto.
—A lo mejor, y en ese caso no ha sido premeditado. Cualquiera que planee un asesinato, y sobre todo si es un asesino a sueldo, hará lo que sea excepto aparecer montado en bicicleta una noche en pleno verano, con una pistola deportiva metida en su estuche y colocada en el portapaquetes. Y menos con un estuche mayor que una caja de zapatos.
El alto y rubio camarero se paró junto a su mesa.
—Inspector, le llaman por teléfono —le dijo a Mansson—. ¿Querrán café?
—Es el tío del microscopio. ¿Café? Sí, gracias, y dos calypsos.
Martin Beck se quedó muy pensativo al ver que Mansson era tan conocido en aquel restaurante. ¿Le reconocerían a él en algún restaurante de Estocolmo? A lo mejor sí, por haberle visto en televisión o en los periódicos. Luego pensó en todos los desgraciados que habrían sido maltratados y exprimidos viviendo en los ruinosos bloques de Palmgren. Naturalmente, había que conseguir una lista de los inquilinos de los últimos años.
—Sí —anunció Mansson al regresar—. Hubo un nombre escrito en el fondo de cartón, B y S, eso ya lo hemos visto nosotros. El resto no se distingue, pero el tío del laboratorio cree que había un nombre, probablemente el del dueño.
—¿Y qué nombre dice que era?
—B. Svensson.
El hombre que dirigía el club de tiro miró pensativamente a Benny Skacke, y luego dijo:
—¿Arminius veintidós? Sí, hay un par o tres que vienen por aquí y tienen una de esas armas. Lo que no sé es exactamente quién.
—¿Quizá alguien que vino el miércoles pasado?
—No, no, es prácticamente imposible recordar a todo el mundo, pero pregunte a aquel que está tirando allí, que lleva los diez primeros días de vacaciones sin moverse de aquí.