Releyó lo que había escrito, y durante un rato pensó que aquella lúgubre relación de datos sólo podía encabezarse con una vieja y sabia frase: «Las desgracias nunca vienen solas».
Norrtullsgatan, veintitrés, era una casa vieja y desvencijada. Después del calor de la calle, en la entrada se estaba sorprendentemente fresco, como si la humedad y el frío del invierno se encontrasen almacenados entre aquellos muros descascarillados.
La señora Svensson vivía en el primer piso, y la puerta con el letrero que decía EVA SVENSSON parecía la puerta de una cocina.
Kollberg golpeó la puerta. Al cabo de un rato se oyeron pasos en el interior y el ruido de una cadena de seguridad al colocarla. La puerta se entreabrió. Kollberg mostró su placa por el resquicio de la puerta. No podía ver quién había detrás, pero oyó un profundo suspiro antes de que le abrieran del todo.
Tal como había imaginado, Kollberg entró directamente en una gran cocina. La mujer, que cerró la puerta tras de sí, era pequeña y delgada y tenía unos rasgos afilados y una expresión agria. Su cabello hirsuto probablemente se lo había teñido mucho tiempo atrás, pues las puntas eran casi blancas, con mechas más oscuras cerca de la coronilla, para terminar en un color casi castaño a un par de centímetros del nacimiento del cabello. Vestía una bata a rayas de tela de algodón gastada, con enormes manchas de sudor bajo las axilas. Por el olor, Kollberg supo que no era la primera vez que aquella mujer sudaba aquella bata desde la última lavada. Llevaba los pies desnudos metidos en unas zapatillas de paño de color impreciso.
Kollberg sabía que tenía veintinueve años, pero representaba por lo menos treinta y cinco.
—La policía —dijo pensativamente—. ¿Qué ha ocurrido esta vez? Si busca a Bertil, no está aquí.
—No, ya lo sé: sólo quería charlar un poco con usted, si me lo permite. ¿Puedo pasar?
La mujer asintió y se dirigió a la mesa, que estaba junto a la ventana. Sobre un mantel floreado de plástico había una revista abierta, un bocadillo a medio comer, y un cigarrillo emboquillado se consumía en un platillo de flores azules, que rebosaba de colillas emboquilladas. Alrededor de la mesa había tres sillas, y la mujer se sentó, cogió el cigarrillo y señaló la silla del centro.
—Siéntese.
Kollberg se sentó, echó un vistazo por la ventana y vio un patio interior, triste, con tablones puestos de cualquier manera y cubos de basura como toda decoración.
—¿De qué quiere usted hablar? —preguntó Eva Svensson en tono impertinente—. No puede quedarse aquí mucho rato porque tengo que ir a buscar a Tomas a la guardería.
—Tomas es el pequeño, ¿verdad?
—Sí, tiene seis años, y suelo dejarlo en la guardería que hay detrás de la Escuela de Comercio mientras hago la compra y la limpieza.
Kollberg miró a su alrededor.
—Tiene otro, ¿verdad?
—Sí, Ursula. Está de colonias en la Isla de los Niños.
—¿Cuánto hace que vive usted aquí?
—Desde abril —dijo la mujer y miró su cigarrillo, del que sólo quedaba ya el filtro—, pero debo irme al final del verano. A la vieja no le gustan los niños. Luego ya veremos; no sé a dónde coño iremos.
—¿Tiene usted trabajo ahora?
La mujer echó el filtro humeante en el platillo.
—Sí, trabajo para la vieja de la casa; es decir, que vivimos aquí a cambio de limpiar, cocinar, hacer la compra, lavar y cuidarla. Es vieja y no puede bajar las escaleras sola, o sea que tengo que ayudarla cuando quiere salir, entre otras cosas.
Kollberg señaló con la cabeza la puerta que estaba frente a la de la escalera.
—¿Vive ahí?
—Sí —dijo la mujer escuetamente—, ahí vivimos.
Kollberg se levantó y abrió la puerta. La habitación medía aproximadamente tres por cinco metros. La ventana daba al triste patio. Adosadas a dos de las paredes había sendas camas, y bajo una de ellas, otra nido. El mobiliario se componía, además, de un escritorio, dos sillas, una mesita desvencijada y una colchoneta deshilachada.
—No es muy grande —reconoció Eva Svensson, tras él—, pero podemos estar en la cocina todo el tiempo que queramos, y los críos pueden salir a jugar al patio.
Kollberg regresó a la mesa de la cocina. Miró a la mujer, que estaba dibujando con el dedo en el mantel de plástico.
—Quisiera que me contara qué tal les ha ido a usted y a su marido durante los últimos años. Sé que están divorciados o en trámite de divorcio, pero ¿cómo les fue hasta entonces? Porque él estuvo sin trabajo bastante tiempo, ¿no?
—Sí, le despidieron hace casi dos años; no porque hubiera hecho nada malo, sino porque cerraron la empresa y los echaron a todos, al parecer por falta de rentabilidad. Después no encontró ningún trabajo, porque no había; quiero decir que no le salió ningún trabajo decente. Hasta entonces le había ido muy bien; era oficinista, pero no tenía ninguna preparación especial, y en todos los sitios a los que fue a pedir trabajo le pedían algún tipo de formación.
Kollberg asintió.
—¿Cuánto tiempo estuvo en esa empresa hasta que la cerraron?
—Doce años, y antes estuvo en otra del mismo jefe, Viktor Palmgren. Bueno, quizá fuera sólo el dueño y no el jefe; no sé. Bertil trabajaba en el almacén y haciendo recados en moto, y luego lo trasladaron a las oficinas de esa empresa que cerró. La otra creo que también la cerraron.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—Nos casamos la víspera de Pentecostés de mil novecientos cincuenta y nueve.
Mordió un bocado del bocadillo que tenía a medio comer, lo miró, se levantó, se dirigió al fregadero y lo tiró a la basura.
—O sea que estuvimos casados ocho años y medio.
—¿Cuándo se trasladaron a Bollmora?
La mujer continuaba de pie junto al fregadero y se estaba limpiando los dientes con la uña del dedo meñique.
—En otoño del sesenta y seis. Antes vivíamos en una casa de Västmannagatan. Era una casa para empleados, porque también pertenecía al director Palmgren. Luego tuvo que hacer obras en la casa y convirtió los pisos en despachos, creo. Entonces tuvimos que mudarnos a esa casa nueva que acababa de construir. Parecía mejor, desde luego, pero estaba en las afueras de la ciudad y el alquiler era muy alto. Cuando despidieron a Bertil creí que nos tendríamos que marchar, pero no hizo falta, al menos de momento. Luego nos fuimos por otros motivos.
—¿Qué motivos?
La mujer contestó, con voz insegura:
—Bueno, pues que Bertil bebía y eso, y el vecino de abajo se quejaba porque decía que armábamos demasiado jaleo, pero no hacíamos más ruido que el resto de la casa. Los tabiques eran tan delgados que se oía llorar a los niños, ladrar a los perros o sonar los tocadiscos aunque estuvieran varios pisos más abajo. Creíamos que el vecino de arriba tenía un piano, hasta que descubrimos que era tres pisos más arriba. Y no permitían que los críos jugasen dentro de la casa. En fin, que nos echaron el otoño pasado.
El sol había empezado a iluminar la cocina, y Kollberg sacó el pañuelo para secarse la frente.
—¿Bebía mucho?
—Sí, algunas veces.
—¿Cómo era cuando bebía? ¿Se mostraba agresivo?
Ella tardó en contestar. Primero retrocedió un poco y al fin se sentó.
—A veces se enfadaba porque se había quedado sin trabajo y renegaba contra la sociedad y esas cosas. Era francamente pesado tener que oírle decir lo mismo cada vez que se tomaba un par de copas.
—Dicen que se armaban escándalos en el piso de vez en cuando. ¿Qué ocurría, exactamente?
—Bah, escándalos no; lo que pasaba era que discutíamos algunas veces, y una de ellas se despertaron los críos y se pusieron a jugar de madrugada mientras nosotros dormíamos. Entonces se presentó la patrulla nocturna. Sí, a veces levantábamos la voz, pero no nos pegábamos ni cosas así.
Kollberg asintió.
—¿Acudieron ustedes a la Asociación de Inquilinos cuando les desahuciaron?
—No, nosotros no pertenecíamos a ninguna asociación. De todos modos no había nada que hacer; nos vimos obligados a marcharnos.
—¿Dónde vivieron entonces?
—Encontré un apartamento sencillo como realquilada, donde viví hasta que vine aquí, pero Bertil se instaló en un bloque de apartamentos de soltero cuando nos separamos. Ahora vive en Malmö.
—Humm… ¿Cuándo le vio por última vez?
Eva Svensson se pasó los dedos por el cabello de la nuca, reflexionó un instante y dijo:
—El jueves pasado, me parece. Vino de repente, pero lo mandé a paseo al cabo de una hora o así porque tenía trabajo. Según dijo estaba de vacaciones y pensaba pasar unos cuantos días en Estocolmo. Incluso me entregó algún dinero.
—¿Y no ha dado señales de vida desde entonces?
—No; debió de volver a Malmö. Por lo menos, yo no le he visto. —Se volvió y echó una mirada al despertador, que estaba sobre la nevera—. Ahora tengo que ir a recoger a Tomas. No les gusta que dejemos a los niños demasiado tiempo allí.
Se levantó y entró en su habitación, pero dejó la puerta abierta.
—¿Por qué se divorciaron? —preguntó Kollberg levantándose.
—Estábamos hartos el uno del otro; todo se había derrumbado y últimamente sólo reñíamos. Bertil no paraba de quejarse y ponerse de mal humor. Al final no soportaba ni verle.
Salió a la cocina. Se había peinado y se había puesto unas sandalias.
—Ahora sí que tengo que irme.
—Sólo una pregunta más: ¿su marido conocía a su patrono, a Viktor Palmgren?
—¡Qué va! No creo que lo haya visto nunca; estaba en un despacho y lo dirigía todo, pero me parece que no ha puesto nunca los pies en sus empresas. Las dirigían otros, una especie de subdirectores.
La mujer cogió una cesta que colgaba de un gancho de la cocina y abrió la puerta. Kollberg sostuvo la puerta abierta y le cedió el paso hacia el descansillo. Después la cerró y preguntó:
—¿Qué periódicos lee usted?
—De vez en cuando el
Expressen,
sobre todo los domingos, y cada semana compro
Hennes
y
Min Värld.
Son carísimos estos semanarios, ¿no le parece? Pero ¿por qué me lo pregunta?
—Sólo estaba pensando.
Se despidieron fuera del portal, y la miró alejarse hacia Odenplan, pequeña y flacucha, metida en su bata ajada.
Por la tarde, Kollberg llamó a Malmö para relatar el resultado de sus averiguaciones. Durante la última media hora Martin Beck había estado circulando por el pasillo arriba y abajo, esperando impacientemente su llamada, y cuando sonó el teléfono se abalanzó sobre el aparato antes de que terminase el primer timbrazo.
Puso en marcha la grabadora, que estaba conectada al teléfono, y dejó hablar a Kollberg sin apenas interrumpirle ni hacerle ningún comentario. Cuando Kollberg hubo terminado, Martin Beck dijo:
—Muy bien; me parece que no voy a tener que molestarte más con este caso.
—No; me parece que habéis dado con la persona adecuada. Ahora tengo que volver a mis cosas, pero dime algo para que sepa qué tal va todo. Saluda a los demás. Adiós.
Martin Beck cogió la grabadora y se fue a ver a Mansson. Juntos escucharon la grabación.
—¿Qué te parece? —preguntó Martin Beck.
—Hombre, motivos tiene: primero lo despiden después de doce años en una empresa de Palmgren, luego le desahucia el mismo Palmgren, y para terminarlo de arreglar, se divorcia. Y después aún se tiene que ir de Estocolmo para buscar trabajo, un trabajo social y económicamente peor que el que tenía antes, y todo por culpa de Palmgren.
Martin Beck asintió y Mansson prosiguió:
—Además, estuvo en Estocolmo el jueves pasado. Todavía no entiendo cómo no lo atraparon en la terminal de Haga. Si lo hubieran conseguido, lo habríamos tenido en nuestras manos antes de morir Palmgren. Me pongo de mal humor sólo de pensarlo.
—Yo sé por qué no llegaron —dijo Martin Beck—, pero ya te lo contaré otro día, porque hoy podrías llegar incluso a desesperarte.
—Está bien; déjalo.
Martin Beck encendió un cigarrillo y permaneció un rato en silencio. Luego dijo:
—Hay algo podrido en esto del desahucio. Fue la propia inmobiliaria la que lo denunció a los diversos organismos.
—Con la ayuda de algún vecino muy servicial, claro.
—Que sin duda también trabajaba para Palmgren o para Broberg o para ambos. Está claro que Palmgren no lo quería más en su piso, ya que había dejado de ser empleado suyo. Esos pisos valen un dineral en Estocolmo. Dinero negro.
—¿Quieres decir que Palmgren les dijo a los empleados de su inmobiliaria que procuraran provocar un desahucio? —dijo Mansson.
—Sí, estoy convencido. Naturalmente, a través de Broberg, y el propio Bertil Svensson se debió de dar cuenta de la jugarreta. No sería nada raro que odiase a Palmgren.
Mansson se rascó la nuca e hizo un par de muecas.
—Sí, claro, pero tanto como para pegarle un tiro…
—Ten en cuenta que durante un largo período de su vida, a Svensson sólo le han ocurrido desgracias, y cuando empezó a ver que no se debía a su mala estrella, sino que quien le hacía la vida imposible era una persona, o mejor dicho, una clase social, aquello le tuvo que obsesionar, porque es que se lo estaban quitando todo poco a poco y de día en día…
—Y Palmgren representaba precisamente aquella clase social —dijo Mansson asintiendo con la cabeza.
Martin Beck se levantó y decidió:
—Me parece que lo mejor será enviar a alguien para que le vigile mientras tanto, no vayamos a perderle otra vez. Que vaya alguien que no coma puré de patatas estando de servicio.
Mansson se le quedó mirando, estupefacto.
El hombre llamado Bertil Svensson vivía en el barrio de Kirseberg, al extremo oriental de la ciudad. Aquella zona era también conocida como las cuestas de Bulltofta, o simplemente «Las Cuestas», ya que el terreno era allí muy accidentado en comparación con el resto de la ciudad.
«Vivir en Las Cuestas» era algo que se consideraba poco elegante entre la burguesía de Malmö, pero mucha gente de Kirseberg estaba orgullosa de su barrio y le gustaba vivir allí, a pesar de que las viviendas carecían de las comodidades más modernas y los edificios estaban bastante deteriorados, porque nadie se preocupaba de su mantenimiento o remozamiento. La gente que iba a parar a aquellos pisos destartalados eran personas que o no eran demasiado bien recibidas en otros barrios más elegantes, o no sentían necesidad de mayores comodidades. No era casual que allí vivieran precisamente muchos de los obreros extranjeros que habían ido apareciendo por Malmö en los últimos años.