Martin Beck paró la grabadora.
—El resto podrás oírlo tú solo —le dijo a Skacke—, cuando yo me haya ido.
La noche del sábado doce de julio de aquel caluroso verano, Martin Beck estaba sentado solo a una de las mesas del comedor del Savoy.
Unas horas antes había hecho la maleta y la había bajado a la recepción. No tenía ninguna prisa y pensaba coger el tren nocturno a Estocolmo.
Había hablado por teléfono con Malm, que parecía muy contento y que le había repetido varias veces:
—¿O sea que no hay complicaciones? Perfecto, oye, perfecto.
«Perfecto…», pensó Martin Beck.
El restaurante era agradable, recogido y ampuloso al mismo tiempo. Las luces de las mesas se reflejaban en unas enormes soperas de plata. Había relativamente pocos comensales, y el tono de las voces no resultaba exagerado. No eran tantos como para llegar a molestar, ni tan pocos que a uno le hicieran sentirse solo.
Los mozos llevaban chaquetas blancas y los jefes de camareros se inclinaban al paso de los clientes o cuando éstos requerían sus servicios.
Martin Beck empezó con un whisky en el bar y continuó en el comedor con un lenguado Walewska que acompañó con aguardiente de la casa, cuajado de secretas especias y de excelente sabor. Para terminar, pensaba tomar café y un Sève Fournier.
Todo era exquisito: buena comida, buena bebida, buen servicio, muy solícito, y al otro lado de las ventanas abiertas, una cálida y agradable noche de verano.
Aparte de eso, un caso cerrado y clarísimo.
En realidad, era para sentirse satisfecho, pero él no experimentaba satisfacción alguna; ni siquiera se daba demasiada cuenta de lo que le rodeaba, y no parecía enterarse de lo que estaba comiendo y bebiendo.
Viktor Palmgren estaba muerto, lejos para siempre, sin que nadie le echara de menos, excepto algún que otro depredador de las finanzas internacionales y algunos representantes de sospechosos regímenes de recónditos países, que pronto aprenderían a entenderse con Mats Linder y podrían comprobar que las diferencias eran mínimas.
Charlotte Palmgren era riquísima y permanecería ajena a casi todo. Tanto a Linder como a Hoff-Jensen parecía esperarles un brillante futuro.
Hampus Broberg se libraría seguramente de ser procesado gracias a un elenco de abogados retribuidos con generosidad, los cuales conseguirían demostrar sin la menor duda que a él no se le había pasado jamás por la imaginación la idea de evadir divisas, o acciones, o realizar la más mínima acción fuera de la ley y el orden. Su mujer y su hija estaban seguras en Suiza o en Liechtenstein con unas abultadas cuentas corrientes a su disposición. A Helena Hansson seguramente le aplicarían algún castigo, pero sin que ello le impidiera volverse a dedicar cuanto antes a su antiguo oficio.
Quedaba, eso sí, el trapero de un astillero que sería juzgado por homicidio o quizá por asesinato, y que se iría pudriendo durante sus dorados años de madurez en la celda de una cárcel.
Definitivamente, Martin Beck, comisario de homicidios, no se sentía nada bien.
Pagó la cuenta, cogió su maleta y cruzó el puente Mälarbron en dirección a la estación central.
Se preguntó si sería capaz de dormir en el tren.