No era Malm, sino el superintendente, que dijo, arrastrando mucho las erres:
—Ha ocurrido una cosa y te he de rogar que vayas a Malmö mañana a primera hora. —Luego, con evidente retraso, añadió—: Perdona que te moleste a estas horas.
Martin Beck no respondió a la disculpa, pero preguntó:
—¿A Malmö? ¿Qué ha pasado?
Kollberg, que se estaba sirviendo un whisky, alzó la mirada y sacudió la cabeza. Martin Beck le miró y señaló su vaso.
—¿Conoces a Viktor Palmgren? —inquirió el superintendente.
—¿El empresario, el cacique? Sí, claro que lo conozco, pero sólo sé que tiene un montón de empresas y que está podrido de dinero. Ah, sí; además, su mujer es muy joven y está estupenda. Había sido maniquí o algo así. ¿Qué ocurre?
—Está muerto. Murió anoche en la clínica neurológica de Lund después de que un desconocido le pegara un tiro en la cabeza, en el comedor del Savoy, en Malmö. Pero esto fue ayer tarde; ¿es que no tenéis periódicos en Västberga?
Martin Beck se abstuvo también de contestar a esto. Dijo:
—¿Y no se pueden apañar solos en Malmö? —Cogió el vaso de whisky que le tendía Kollberg y bebió un trago, tras lo que añadió—: ¿No está Per Mansson de servicio? Él es muy capaz de…
El superintendente le interrumpió bruscamente:
—Sí, sí; Mansson está de servicio, pero quiero que bajes a ayudarle. Mejor dicho, a hacerte cargo del caso, y quiero que vayas lo antes posible.
«¡Oh, muchas gracias!», pensó Martin Beck. A la una menos cuarto de la madrugada salía un avión de Bromma, pero él no pensaba cogerlo.
—Quiero que estés allí mañana por la mañana, lo más temprano posible —urgió el intendente.
Ambos permanecieron en silencio. Martin Beck tomó un sorbo y esperó. Por fin, el otro informó:
—Esto de que te hagas cargo del caso es también deseo de más altas instancias.
Martin Beck frunció el entrecejo y se cruzó con la mirada interrogante de Kollberg.
—¿Tan importante es ese Palmgren?
—Es público y notorio que sí. En ciertos sectores de su actividad subyacen intereses muy importantes.
«¿No podrías dejar los clichés y hablar como una persona normal? —pensó Martin Beck—. ¿Qué intereses de qué ciertos sectores de qué actividad?»
Por lo visto, la cuestión era resultar críptico.
—Lo siento, pero no tengo ni la menor idea de cuál era la actividad de ese señor.
—Ya se te informará más adelante —dijo el superintendente—. Lo más importante es que llegues cuanto antes a Malmö. Ya he hablado con Malm y está de acuerdo en dejarte suelto mientras dure esto. Hemos de emplear todos nuestros medios para coger a ese hombre. Va a haber mucha literatura barata en todo esto, como puedes comprender, así que ten cuidado cuando hables con los periodistas. ¿Cuándo puedes salir?
—Creo que hay un avión a las nueve cincuenta —dijo Martin Beck sin estar muy seguro.
—Muy bien: cógelo —ordenó el superintendente, y colgó.
Viktor Palmgren murió a las siete treinta y ocho de la tarde del jueves. Apenas media hora antes del fallecimiento, los médicos que le atendían manifestaron que su constitución era fuerte y que su tan traído y llevado estado general era bastante bueno.
El único problema, en realidad, era que tenía una bala metida en la cabeza.
En el instante de su muerte se hallaban junto a él su esposa, dos neurocirujanos, dos enfermeras y un inspector de homicidios de la policía de Lund.
Los médicos se mostraron de acuerdo en que operar conllevaba demasiados riesgos, lo cual incluso un profano podía encontrar sensato.
Viktor Palmgren tuvo varios momentos de lucidez, y durante algunos minutos incluso fue posible comunicarse con él.
El inspector destacado allí, que se sentía más muerto que vivo, le formuló un par de preguntas:
—¿Vio usted al agresor? ¿Lo conocía?
Las respuestas se redujeron a monosílabos: «sí» a la primera y «no» a la segunda. Palmgren vio al autor del atentado por primera y última vez en su vida.
La cosa parecía bastante incomprensible, y Mansson, en Malmö, estaba apesadumbrado y echaba de menos su cama o, por lo menos, una camisa limpia.
El día era extremadamente caluroso y en jefatura no había aire acondicionado.
La única pista que podían haber seguido se acababa de ir a paseo.
«Mira que esta gente de Estocolmo…», pensó Mansson, pero no lo dijo en atención a Skacke, que era muy sensible.
¿Qué valor tenía aquella pista? No lo sabía; a lo mejor, ninguna.
La policía danesa interrogó al personal del hidroplano
Springeren,
y una de las camareras de a bordo se había fijado en un hombre durante el trayecto de las nueve, porque ese hombre insistió en quedarse en cubierta casi la mitad de los treinta y cinco minutos que dura el viaje. Su aspecto, es decir, su indumentaria coincidía más o menos con la descripción.
Ahí parecía haber algo que encajaba.
Y era que nadie se queda en cubierta en uno de esos barcos que se levantan del agua, que más parecen aviones que barcos. Incluso no era demasiado recomendable permanecer al aire libre durante la marcha. Luego, el hombre bajó y se sentó en un sillón. No compró chocolate ni alcohol ni cigarrillos libres de impuestos a bordo, ni tampoco dejó nada escrito, porque al comprar cualquier cosa había que anotarla en un impreso de control.
¿Por qué había procurado el sospechoso quedarse el mayor tiempo posible en cubierta?
Probablemente para tener la ocasión de tirar algo al agua.
¿Y qué cosa?
El arma, si es que se trataba de la misma persona, naturalmente. Y si es que, aun siéndolo, hubiera querido deshacerse del arma.
Pero a lo mejor esa persona tuvo simplemente miedo de marearse y prefirió quedarse al aire libre.
—A lo mejor, a lo mejor… —murmuró Mansson y partió su último palillo entre los dientes.
Era un día horrible. Primero, por el calor, que resultaba inaguantable si uno se quedaba encerrado en un despacho, con el agravante de que la ventana estaba totalmente desprotegida contra el sol abrasador de la tarde; en segundo lugar, por la espera inactiva, a la espera de órdenes y de testigos que sin duda existían, pero que de momento no daban señales de vida.
La inspección técnica del lugar del crimen fue mal. Se tomaron cientos de huellas dactilares, pero no había forma de determinar si alguna correspondía al hombre que disparó contra Viktor Palmgren. Las mayores esperanzas se depositaron en las huellas de la ventana, pero eran pocas y estaban demasiado borrosas para resultar seguras.
Backlund estaba particularmente irritado por no haber podido encontrar el casquillo de la bala, motivo por el cual telefoneó varias veces.
—No comprendo adonde puede haber ido a parar.
Mansson pensó que la respuesta era tan sencilla que incluso el pobre Backlund hubiera debido ser capaz de encontrarla. Por eso le dijo en tono de suave ironía:
—Vuelve a llamar, si es que estableces alguna hipótesis.
Tampoco había huellas de pisadas, lo cual era normal en un comedor por el que había circulado tanta gente, aparte de que resultaba de todo punto imposible recoger huellas útiles de encima de una moqueta. Antes de saltar a la acera, el hombre había pisoteado un parterre, para gran desgracia de unas cuantas flores, pero sin que ello arrojase ninguna luz sobre la inspección de los técnicos.
—Esa cena… —dijo Skacke.
—Sí, ¿qué ocurre con la cena?
—Parece que era más una reunión de negocios que un encuentro privado.
—Es posible. ¿Tienes los nombres de los asistentes?
—Sí claro.
Juntos la examinaron:
Viktor Palmgren, director, Malmö, 56 años.
Charlotte Palmgren, esposa, Malmö, 32.
Hampus Broberg, jefe de sección, Estocolmo, 43.
Helena Hansson, secretaria, Estocolmo, 26.
Öle Hoff-Jensen, jefe de sección, Copenhague, 48.
Birthe Hoff-Jensen, esposa, Copenhague, 43.
Mats Linder, subdirector, Malmö, 30.
—Todos trabajaban dentro del grupo Palmgren, naturalmente —dijo Mansson.
—Eso parece —confirmó Skacke—, pero habría que interrogarles a todos otra vez.
Mansson suspiró y pensó en las distancias de los testigos. El matrimonio Jensen había regresado a Dinamarca la noche anterior. Hampus Broberg y Helena Hansson habían cogido el avión matinal para Estocolmo, y Charlotte Palmgren se hallaba junto al lecho de su marido en la clínica neurológica de Lund. En Malmö sólo quedaba Mats Linder, y tampoco eso era seguro, porque dado su papel de brazo derecho de Palmgren, viajaba mucho.
Para colmo, las miserias del día se veían coronadas por la noticia de su muerte, que les llegó a las ocho menos cuarto, lo que convertía automáticamente el caso en un asesinato.
Pero las cosas todavía podían empeorar.
Eran las diez y media y estaban tomando café, ojerosos y desvelados. En aquel momento sonó el teléfono y contestó Mansson.
—Sí, diga, soy el inspector de homicidios Mansson. —E inmediatamente después—: Comprendo.
Repitió esa palabra tres veces antes de decir adiós y colgar. Miró a Skacke y anunció:
—Este caso ya no es nuestro. Envían a un hombre de la comisión de homicidios.
—¿No será Kollberg? —preguntó Skacke, inquieto.
—No; será el mismísimo Beck, y llegará mañana por la mañana.
—¿Y qué hacemos?
—Nos vamos a casa a dormir —decidió Mansson, levantándose.
Cuando el avión de Estocolmo aterrizó en Bulltofta, Martin Beck no se encontraba nada bien.
Nunca le gustó volar, y el viaje había sido horrible aquel viernes por la mañana, debido a que continuaba bajo los efectos de la fiesta de la noche anterior.
Al salir del avión, en el que se estaba relativamente fresco, el aire inmóvil y caliente del aeropuerto le hizo sudar antes de haber bajado la escalerilla. Cuando se dirigía al vestíbulo de vuelos nacionales notó el asfalto blando bajo sus zapatos.
El aire del interior del taxi era como el de una sauna, a pesar de llevar las ventanillas abiertas, y la tapicería del asiento le escaldaba la piel a través de la delgada tela de la camisa.
Sabía que Mansson le estaba esperando en la jefatura de policía, pero decidió ir primero al hotel para ducharse y cambiarse de ropa. Por una vez no había reservado habitación en el St. Jörgen, como solía, sino en el Savoy.
El conserje le saludó tan efusivamente, que por un momento creyó que le había tomado por algún cliente distinguido.
La habitación estaba ventilada y fresca, orientada hacia el norte, y desde la ventana se veía el canal, la estación central, y en el puerto, cerca del astillero de Kockums, se distinguía un hidroplano blanco que se internaba en la calina blancuzca para perderse camino del estrecho, hacia Copenhague.
Martin Beck se quitó la ropa y deambuló desnudo por la habitación mientras deshacía la maleta. Luego se metió en el baño y se duchó con agua fría durante un buen rato.
Se puso una muda limpia y una camisa nueva, y cuando estuvo vestido vio que el reloj de la estación central marcaba exactamente las doce. Cogió un taxi hasta la jefatura y se fue derecho al despacho de Mansson.
Mansson había abierto la ventana de par en par, y el aparcamiento de abajo estaba en sombra. Mansson, en mangas de camisa, tomaba una cerveza mientras hojeaba un montón de papeles.
Después de saludarse, Martin Beck se quitó la chaqueta, se sentó en el sillón de las visitas y encendió un cigarrillo. Mansson le señaló el montón de papeles.
—Para empezar, puedes echar un vistazo a estos informes. Como observarás, se ha hecho todo con retraso desde el primer momento.
Martin Beck leyó por encima lo que decían aquellos papeles, y de vez en cuando le preguntaba algo a Mansson sobre algún detalle que no constase en el informe. Mansson también le mostró una versión algo modificada, escrita por Rönn, sobre el episodio de Kristiansson y Kvant en la carretera de Karolinska. Gunvald Larsson se había negado a seguir ocupándose del asunto.
Cuando Martin Beck hubo terminado de leer, dejó las copias del informe sobre la mesa y dijo:
—Lo primero que vamos a hacer es interrogar a fondo a los testigos. Todo esto no tiene demasiado interés. Por cierto, ¿qué significa esta frase tan curiosa?
Cogió un papel y leyó en voz alta:
—«En lo referente al crimen, hay que resaltar la presencia en el lugar de los hechos de diversos relojes cuya desviación cronológica conduce a una no adecuación de los factores decisivos de la investigación en cuanto al preciso instante en que aquéllos tuvieron lugar…». ¿Tiene algún sentido todo esto?
Mansson se encogió de hombros.
—Es Backlund… ¿Lo conoces?
—¡Ah, bueno! Ya comprendo —dijo Martin Beck.
Claro que lo conocía; coincidió una vez con él, años atrás, y ya tuvo suficiente.
Entró un coche en el aparcamiento y paró debajo mismo de su ventana. Se oyeron los portazos, algunos pasos y gente que gritaba en alemán.
Mansson se levantó lentamente y miró afuera.
—Seguramente han hecho una redada en la plaza de Gustav Adolf, o más abajo, en el muelle. Tenemos mucha vigilancia en aquella zona, pero la mayor parte de lo que pescamos son jóvenes que llevan hachís para su consumo personal. Los grandes alijos y los delincuentes realmente peligrosos no los cogemos casi nunca.
—Lo mismo nos pasa a nosotros.
Mansson cerró la ventana y se sentó.
—¿Qué tal le va a Skacke? —preguntó Martin Beck.
—Bien. Es un chaval ambicioso. Por las noches se queda en casa empollando. Es bueno en el trabajo, muy meticuloso, y nunca hace nada sin reflexionar antes. ¡Le ha tocado una buena esta vez! Por cierto, que sintió un gran alivio al saber que venías tú, y no Kollberg.
Poco menos de un año antes, Benny Skacke había sido el causante más o menos directo de que un tipo, al que se disponían a detener en el aeropuerto de Arlanda entre los dos, le asestara a Kollberg una puñalada.
—Y un buen refuerzo para el equipo de fútbol, según me han dicho —comentó Mansson.
—¿Ah, sí? —dijo Martin Beck sin interés—. ¿Qué está haciendo ahora, por cierto?
—Intenta encontrar al hombre sentado a la mesa más cercana a la tertulia de Palmgren. Se llama Edvardsson y es corrector de estilo en el
Arbetet
. Estaba demasiado borracho para interrogarle el miércoles, y ayer no pudimos hablar con él porque estaba en cama con una resaca tremenda y se negó a abrir.