Además de su viejo Wartburg, había otros dos coches aparcados junto a la acera: un Jaguar rojo y un MG amarillo. ¿Era normal que Charlotte Palmgren tuviera dos deportivos aparcados en la calle? Permaneció inmóvil unos segundos, y por un momento le pareció distinguir unas voces en el parque. Luego dejó de oírlas; a lo mejor estaban ahogados de calor bajo aquel aire quieto y opresivo.
«¡Vaya verano! —pensó—. Uno de esos que sólo se repiten cada diez o doce años, y aquí estoy yo, como un idiota, con camisa, traje y corbata, en vez de estar tumbado en la playa de Falsterbo o en calzoncillos tomando una copa en mi casa.»
Luego se puso a pensar en otras cosas. Aquélla era una vieja mansión de lujo, sin duda de principios de siglo, y seguramente se habrían invertido unos cuantos millones en reformarla y modernizarla. Aquel tipo de casas solía tener una verja en la parte trasera, por la que pudieran deslizarse en silencio jardineros, cocineras, criadas, camareras y niñeras sin necesidad de ofender la vista de sus señores.
Mansson caminó a lo largo del seto y torció la esquina. La finca parecía ocupar toda la manzana, pues el seto no se interrumpía y era igual de espeso por todas partes. Volvió a torcer en la siguiente esquina, y allí, en la parte trasera, encontró lo que buscaba: una verja de dos hojas. Desde allí no se divisaba la casa, oculta como estaba tras los árboles y arbustos frondosos, pero sí un enorme garaje al parecer de reciente construcción, y un pequeño edificio más antiguo, que debía de ser la caseta para las herramientas del jardín. En esta puerta trasera no había letrero alguno.
Apoyó una mano en cada hoja de la verja y empujó hasta que cedieron y se abrieron. De esta forma daba lo mismo que estuviera cerrada o abierta. Dentro, a la sombra, se dio cuenta realmente del calor que hacía, y notó cómo le bajaba el sudor desde el cuello y entre las paletillas. Cerró de nuevo la verja.
En el camino que subía hasta el garaje se veían huellas de neumáticos, pero los senderos que llevaban al jardín estaban embaldosados de placas de pizarra.
Mansson caminó sobre el césped, bajo los árboles, en dirección a la casa. Siguió entre arbustos de codesos floridos y jazmines, y llegó, tal como había previsto, a la fachada posterior de la casa, que se hallaba silenciosa y desierta y con todas las ventanas cerradas. Se veían también las escaleras de la cocina y de la bodega y varios saledizos misteriosos. Observó la casa de arriba abajo, pero apenas pudo ver nada con claridad, porque estaba demasiado cerca. Siguió por el camino hacia la derecha, atravesó un parterre, observó al llegar a la esquina y se detuvo, permaneciendo inmóvil entre unas petunias fulgurantes.
El escenario resultaba imponente por varias razones. El césped era muy extenso y estaba tan bien cortado como el
green
de un campo de golf inglés. En el centro había una piscina en forma de riñón, con azulejos celeste y un agua de brillos verde claro. En el extremo más alejado se veían una sauna y un gimnasio con barras paralelas y anillas romanas. Allí debía de cultivar Viktor Palmgren su proverbial buen aspecto físico. En una especie de tumbona al borde de la piscina pudo distinguir a Charlotte Palmgren, desnuda y con los ojos cerrados. Estaba muy morena, de un color uniforme por todo el cuerpo, y era rubia. Desde luego, era una rubia auténtica, pues el diminuto bosque triangular entre sus ingles era tan claro que parecía blanco en contraste con la piel tostada. Su cara era de rasgos finos e indiferentes, con un perfil exacto y la boca recta. Estaba muy delgada, casi demasiado a juzgar por sus huesudas caderas, su cintura estrecha y sus pechos infantiles. Tenía los pezones pequeños y muy oscuros, y la zona que los rodeaba era algo más pálida que el resto del cuerpo. No tenía nada que pudiera llamar especialmente la atención de Mansson. Podía muy bien haber sido un maniquí de un escaparate.
«¿Estará bien eso de mirar a una viuda desnuda? Bueno, ¿y por qué no? Las viudas también tienen que desnudarse de vez en cuando…» Mansson permanecía entre las petunias y se sentía como un espía furtivo, que es lo que era a fin de cuentas.
De todos modos, lo que le hizo quedarse allí escondido no fue lo que vio, sino lo que oyó: cerca, pero sin que pudiera ver a nadie, se oían unos tintineos y la voz de alguien que se estaba moviendo y haciendo algo. Entonces oyó unos pasos y apareció un hombre de entre las sombras de la casa. También estaba moreno, pero no tanto como Charlotte Palmgren, llevaba unas bermudas floreadas y portaba dos vasos llenos de un líquido rosado: batido de moras y cubitos; no era ninguna tontería.
Mansson reconoció en seguida al hombre, por las fotografías. Se trataba de Mats Linder, subdirector, mano derecha y delfín de Viktor Palmgren, desaparecido hacía menos de cuarenta y ocho horas.
El hombre caminó sobre la hierba hacia la piscina. La mujer de la tumbona levantó la pierna izquierda y se rascó el pie. Luego, sin abrir todavía los ojos, extendió el brazo derecho y cogió uno de los vasos que le ofrecía el hombre.
Mansson retrocedió un poco, y escuchó. Linder fue el primero en hablar:
—¿Está demasiado amargo?
—No, no, está perfecto. —Oyó como la mujer depositaba el vaso sobre la pizarra del suelo. Luego, Charlotte Palmgren preguntó con apatía—: ¿No te parece que somos unos monstruos?
—Bueno, pero nos lo pasamos bomba.
—Sí, eso sí.
Su voz continuaba siendo apática.
Hubo silencio durante un rato. Luego, la viuda dijo con afectación:
—Oye, ¿por qué no te quitas esos pantalones tan cursis?
Mansson no pudo oír si el hombre contestaba o no porque en aquel preciso instante abandonó su escondrijo entre las petunias.
Volvió con rapidez y en silencio por donde había venido, cerró otra vez la verja, continuó a lo largo del seto, superó las dos esquinas y se paró ante el portón verde de cobre. Sin pensarlo dos veces, hizo sonar el timbre.
A lo lejos se oyó una especie de música de campanas. Apenas un minuto después, se acercaron unos pasos. La mirilla se abrió, y un ojo verdiazul se le quedó mirando; también entrevió un mechón rubio y una ceja artificialmente larga y técnicamente perfecta.
Mansson había puesto su placa delante de la mirilla.
—Siento tener que molestarla. Me llamo Mansson, inspector de homicidios.
—¡Ah! —exclamó en tono infantil—. Claro, claro, la policía. ¿Puede esperar un par de minutos?
—Desde luego. Espero no haber venido en mal momento.
—¿Qué? No, en absoluto; sólo un par de minutos para…
Por lo visto no encontró la manera de continuar la frase, porque cerró la mirilla y sus pasos se alejaron más deprisa de lo que habían llegado.
Mansson miró su reloj.
Tan sólo pasaron tres minutos y medio hasta que la mujer volvió y abrió el portón. Llevaba un vestido de punto muy ligero y sandalias de charol.
«Ésta no ha tenido tiempo de ponerse nada debajo —pensó Mansson—, pero tampoco le hace ninguna falta.» La mujer no tenía gran cosa que ocultar porque tampoco tenía mucho que mostrar.
—Entre, por favor —invitó Charlotte Palmgren—, Siento mucho haberle hecho esperar.
Cerró el portón otra vez y echó a andar delante de él hacia la casa. En la calle se oyó arrancar un coche. Había alguien más que se daba prisa para cambiarse.
Mansson tuvo por fin la oportunidad de ver la mansión entera, y la contempló boquiabierto. En realidad, más que un chalet era una especie de castillo diminuto, con torreones y curiosos saledizos. Todo parecía indicar que el primer propietario fue una megalómano y que el arquitecto le había diseñado la casa copiando alguna postal. El conjunto no había mejorado con el añadido de galerías y terrazas. En general, era tan abominable que uno no sabía si reír o llorar o llamar a la patrulla de derribos para echar abajo aquel horrible pastel. El edificio parecía sólido, y probablemente el único remedio hubiera sido dinamitarlo. El camino hacia la casa estaba jalonando de esculturas decadentes como las que se pusieron de moda en la Alemania imperial.
—Sí, es una mansión preciosa —comentó Charlotte Palmgren—. No fue nada barato modernizarla, pero ahora está perfecta.
Mansson consiguió apartar su mirada de la casa y observó los alrededores. Tal como había podido comprobar minutos antes, todo el parque estaba perfectamente cuidado.
La mujer siguió su mirada y dijo:
—El jardinero viene tres veces a la semana.
—¡Ah!
—¿Quiere que entremos, o prefiere que nos quedemos aquí?
—Me da lo mismo.
De Mats Linder no quedaba la menor huella; incluso había desaparecido el vaso, pero había una mesita de ruedas ante la terraza, con un sifón, una cubierta y algunas botellas.
—Esta casa la compró mi suegro, que murió hace muchos años, antes de que Viktor y yo nos conociéramos.
—¿Dónde se conocieron? —preguntó Mansson sin pensar.
—En Niza, hace seis años. Fui a un pase de modelos. —Dudó un instante y decidió—: Quizá será mejor que entremos.
—Sí.
—No puedo ofrecerle nada especial, pero una copa sí.
—Es igual; por mí no se moleste.
—¿Sabe? Es que estoy completamente sola, he despedido al servicio. —Mansson no hizo comentario alguno, y al poco rato ella prosiguió—: Después de lo que ocurrió, pensé que lo mejor era estar sola, completamente sola.
—Lo comprendo, y la acompaño en el sentimiento.
Ella inclinó levemente la cabeza, pero no alcanzó a reflejar otro estado de ánimo que tedio e indiferencia.
«A lo mejor es tan tonta que no sabe ni parecer triste», pensó Mansson.
—Bueno, vamos adentro —propuso Charlotte.
Él la siguió por una escalera de piedra a un lado de la terraza, pasaron a una sala lúgubre, y después a un salón descomunal atestado de muebles. La mezcla de estilos era grotesca: muebles vanguardistas junto a sillones de orejas y mesas de época. La mujer le condujo hasta un conjunto de cuatro sillones, sofá y una mesa gigantesca de grueso cristal. Parecía nueva y muy cara.
—Si se quiere sentar… —dijo la mujer convencionalmente.
Mansson se sentó. Era el sillón más grande que había visto en su vida, y se hundió de tal manera que le dio la sensación de que no iba a poder salir de allí jamás.
—¿Seguro que no quiere tomar nada?
—No, no, seguro. No la voy a entretener demasiado, pero me temo que habré de preguntarle algunas cosas. Como usted comprenderá, queremos detener lo antes posible a la persona que asesinó al director Palmgren.
—Desde luego; para eso está la policía. Bueno, ¿y qué puedo decir? Fue una desgracia irreparable, una tragedia.
—¿Vio usted al que disparó?
—¡Claro que sí! Pero aquello sucedió tan deprisa…; nadie reaccionó hasta mucho rato después, y luego se me ocurrió la horrible idea de que hubiera podido matarme a mí también, y a todos.
—¿Había visto antes a aquel hombre?
—No, en absoluto; tengo bastante buena memoria para las caras. No tanto para los nombres, que se me olvidan siempre. La policía de Lund ya me preguntó sobre eso.
—Ya lo sé, pero aquel día estaba usted trastornada.
—Sí, exacto, fue horrible —dijo sin convicción.
—Habrá usted pensado mucho sobre aquello durante estos días.
—¡Oh, sí!
—Pero usted vio muy bien al hombre porque estaba sentada enfrente, a unos pocos metros. ¿Cuál era su aspecto?
—Pues no sé qué decirle; tenía un aspecto corriente.
—¿Qué impresión le dio? ¿Parecía desesperado? ¿Perseguido?
—No… Tenía aspecto corriente, más bien sencillo.
—¿Sencillo?
—Bueno; quiero decir, distinto de las personas de las que solemos rodearnos normalmente.
—¿Qué sintió al verlo?
—Nada, hasta que sacó la pistola. Entonces tuve miedo.
—O sea que vio el arma.
—Sí, claro; era una especie de pistola.
—¿Sabría decir de qué clase?
—No entiendo nada de armas de fuego, pero era una pistola larga, como las que se ven en las películas del Oeste.
—¿Y qué puede decirme sobre la expresión de aquel hombre?
—Nada; tenía un aspecto corriente, como ya le he dicho. Lo que vi mejor fue la ropa, y ya la he descrito.
Mansson dejó de lado la descripción. Probablemente la mujer no quería ni podía decir más de lo que acababa de contar. Miró a su alrededor en aquel salón tan singular. La mujer siguió su mirada y preguntó:
—¿Son monos estos sillones, verdad?
Mansson asintió y pensó en lo que debían de haber costado.
—Los compré yo —dijo orgullosa— en el Finncenter.
—¿Vive usted siempre aquí? —preguntó Mansson.
—¿En qué otra parte de Malmö podríamos vivir si no? —preguntó ella con expresión boba.
—¿Y cuando no está en Malmö?
—Tenemos una casa en Estoril, donde solemos pasar los inviernos; Viktor tenía negocios en Portugal. Y el piso de Estocolmo, claro, en Gärdet. —Pensó un instante y añadió—: Pero allí, sólo vivimos cuando vamos a Estocolmo.
—Comprendo. ¿Solía usted acompañar a su marido en sus viajes de negocios?
—Sí; cuando se trataba de actos de representación, sí, pero yo no iba a las reuniones ni nada de eso.
—Comprendo —repitió Mansson.
¿Qué comprendía? En pocas palabras, que aquella mujer había hecho las veces de maniquí joven y viviente, muñeca sobre la que colgar creaciones caras y modelos inasequibles para la gente normal. Y también comprendió que para personas como Viktor Palmgren una mujer debía cumplir el requisito de llamar poderosamente la atención de todo el mundo.
—¿Quería usted a su marido? —preguntó Mansson.
Ella no pareció inmutarse, pero tardó en responder.
—Eso de querer suena tan aburrido… —dijo al fin.
Mansson empezó a mordisquear uno de sus palillos.
Ella le miró sorprendida; era la primera ocasión en que mostraba algo parecido a sensibilidad.
—¿Por qué hace eso? —preguntó con gran curiosidad.
—Es una costumbre desde que dejé de fumar.
—¡Ah, claro! Pues si quiere, tengo cigarrillos y cigarros en el cajón de aquella mesa tabaquera.
Mansson la observó un instante y probó por otro lado.
—Esa cena del miércoles fue más bien un encuentro de negocios, ¿no?
—Sí; habían tenido una reunión por la tarde, pero yo no fui. Me vine a casa a cambiarme. Al mediodía también comí con ellos.
—¿Sabe de qué trataron en esa reunión?