—De negocios, como siempre, pero no sé bien de qué. Viktor tocaba demasiadas teclas… Él mismo solía decir a menudo: «Toco demasiadas teclas».
—¿Conocía usted a todos los presentes?
—Los había visto alguna vez… ¡Ah!, pero a la secretaria de Hampus Broberg no; a ella no la había visto nunca.
—¿Se relaciona usted con alguna de esas personas?
—No especialmente.
—¿Ni siquiera con Mats Linder? Vive en Malmö.
—Nos hemos visto alguna vez, en actos de representación y sitios así.
—¿No se ven en privado?
—No; solamente a través de mi marido.
La mujer contestaba con monotonía y pasividad.
—Su marido estaba pronunciando un discurso cuando le dispararon. ¿De qué hablaba?
—No presté mucha atención. Saludó y agradeció la colaboración y cosas por el estilo. Sólo eran empleados. Además, nos íbamos a marchar una temporada. Queríamos ir en barco un par de semanas por la costa Oeste. Y luego pensábamos viajar a Portugal.
—¿Significaba eso que su marido iba a estar una temporada sin ver a sus colaboradores?
—Exactamente.
—¿Y a usted tampoco?
—¿Qué? No, no; yo iba a acompañar a Viktor. Teníamos que ir a jugar al golf en Portugal, en el Algarve.
La indolencia de aquella mujer impedía descubrir cuándo mentía y cuándo decía la verdad, y no le asomaba ninguna clase de sentimiento, si es que realmente tenía alguno. Mansson formuló una última pregunta, que él mismo consideraba una idiotez en aquellas circunstancias, pero que formaba parte de la rutina:
—¿Podía alguien desear la muerte de su marido?
—No. ¿Quién iba a ser?
Mansson se levantó del sillón finlandés y dijo:
—Gracias, no la entretengo más.
—Muy amable.
Le acompañó a la cancela. Él se cuidó bien de no volverse a mirar aquel desastre de casa.
Se dieron la mano. A él le pareció que la mujer se la daba de una forma extraña, y cuando ya estuvo en el coche comprendió que había estado esperando que se la besara.
El Jaguar rojo había desaparecido.
Hacía un calor insoportable.
—¡Mierda! —exclamó Mansson, dándole a la llave del contacto.
Martin Beck no se despertó hasta las nueve y cinco del sábado por la mañana, después de un sueño profundo y sin pesadillas. Había cenado en el hotel con Mansson la noche anterior —una auténtica cena al estilo de Escania—, y quedó sorprendido ante la enorme cantidad de cosas que era capaz de ofrecer la cocina del restaurante más famoso de Escandinavia.
Abrió los ojos con un sentimiento de bienestar, y mientras seguía tumbado un rato, pensó que su apetito había mejorado y su estómago había empezado a comportarse con cierta decencia desde que se separó de su mujer, de modo que sus sufrimientos de tantos años habían resultado ser de origen psicosomático, cosa que siempre sospechó.
La velada resultó muy agradable y prolongada, y Mansson le propuso desde el principio no pasársela dándole vueltas al asunto Palmgren, ya que hasta el momento había tan poca cosa concreta de que hablar. Había sido sin duda una buena proposición, ya que a ambos les estaba haciendo falta una cena en paz y tranquilidad, redondeada por un plácido sueño. Se trataba simplemente de sentirse libres unas horas para reunir fuerzas y poder continuar la investigación. El material sobre el que trabajar era más bien escaso, y ambos consideraban el caso muy complicado y temían que terminara archivado por falta de pruebas contundentes.
Martin Beck apartó las sábanas y se levantó, enrolló la cortina y miró satisfecho por la ventana. Lucía un sol intenso y hacía calor. Detrás del magnífico edificio de Correos, construido por Ferdinand Broberg en 1906, distinguió el estrecho de Sund, azul y reluciente a pesar de la contaminación de las aguas, y la silueta de un barco blanco y brillante. Vio también el transbordador de trenes Malmöhus, que en aquel momento viraba ampliamente a la salida del puerto para enfilar su rumbo; era un hermoso barco construido en 1945 al estilo antiguo, en los astilleros Kockums.
«Cuando los barcos parecían barcos», pensó Martin Beck.
Se quitó el pijama y entró en el baño. Estaba debajo de la ducha cuando oyó el teléfono, que sonó varias veces. Logró cerrar el grifo del agua fría, se envolvió en una toalla, llegó de puntillas a la mesita de noche y descolgó el aparato.
—Sí, soy Beck.
—Aquí Malm, ¿qué tal?
«¿Qué tal? La eterna pregunta.» Martin Beck arrugó la frente y dijo:
—Es difícil de decir en este momento. La investigación no ha hecho más que empezar.
—Te he buscado en jefatura, pero sólo he podido hablar con ese tal Skacke —explicó en tono quejumbroso.
—¡Vaya!
—¿Estabas durmiendo?
El tono de voz era de sorpresa e insinuación al mismo tiempo.
—No —contestó Martin Beck sinceramente—. No dormía.
—Tienes que coger al asesino a toda castaña.
—¡Ajá!
—Lo tengo muy difícil; ha estado aquí el jefe e incluso el ministro, y ahora también preguntan los del Ministerio de Asuntos Exteriores.
La voz de Malm era aguda y nerviosa, pero eso era normal en él.
—Por eso ha de ir todo deprisa, a toda castaña, ya te lo he dicho.
—¿Y cómo hemos de hacerlo? —preguntó Martin Beck.
El intendente Malm no respondió a esta pregunta, lo que no podía extrañar, dado que sus conocimientos sobre el trabajo policial concreto eran prácticamente nulos. Tampoco era lo que se diría un administrador modélico. En vez de responder, indagó:
—Esta conversación ¿pasa por la centralita del hotel?
—Supongo.
—Entonces llama desde otro teléfono y marca el número de mi casa, ¡deprisa!
—Yo creo que puedes hablar sin miedo —le tranquilizó Martin Beck—, En este país la única que tiene tiempo para escuchar las conversaciones de los demás es la policía.
—No, no, no puede ser. Lo que tengo que decir es altamente confidencial y muy importante. Y este caso tiene absoluta prioridad.
—¿Por qué?
—Esto es precisamente lo que tengo que decirte, pero me has de llamar por una línea directa. Vete a jefatura o algo así, pero date prisa. ¡Sólo Dios sabe lo que daría por no tener esta responsabilidad sobre mis espaldas!
«¡Gilipollas!», dijo Martin Beck para sí.
—No oigo, ¿qué has dicho?
—Nada, nada; te llamaré en seguida.
Colgó, se secó y se vistió a toda prisa.
Pasado un tiempo prudencial descolgó, pidió línea y marcó el número de la casa de Malm en Estocolmo.
El intendente debía de estar pegado al teléfono, porque ni siquiera dio tiempo a que terminara de sonar la primera señal.
—Sí, aquí el intendente de homicidios Malm.
—Aquí Beck.
—¡Por fin! Escucha atentamente: te voy a dar una serie de informaciones sobre Palmgren y sus actividades.
—¡Más vale tarde que nunca!
—No es culpa mía; a mí me llegaron los informes ayer.
Calló. Lo único que se oía era un crujido nervioso.
—Bien… —dijo Martin Beck por fin.
—Éste no es un asesinato normal —informó Malm.
—No hay asesinatos normales.
La respuesta pareció confundirle. Tras reflexionar unos segundos, dijo:
—No, claro; eso es verdad, en cierto modo. Yo no tengo la misma experiencia que tú en el trabajo de campo…
«No me lo jures…», pensó Martin Beck.
—…ya que me he tenido que ocupar principalmente de los grandes problemas administrativos.
—¿A qué se dedicaba ese Palmgren? —le cortó Martin Beck con impaciencia.
—Tenía negocios, grandes negocios. Como sabes, hay una serie de países con los que tenemos unas relaciones un tanto delicadas.
—¿Como por ejemplo…?
—Rhodesia, Sudáfrica, Biafra, Nigeria, Angola, Mozambique, por citar algunos. A nuestro gobierno le resulta difícil mantener contactos normales con estos Estados.
—Angola y Mozambique no son Estados —corrigió Martin Beck.
—¡No me fastidies con detalles ahora! Palmgren hacía negocios con esos países, entre otros muchos. Gran parte de su actividad radicaba en Portugal, y a pesar de que oficialmente tenía su cuartel general en Malmö, se sospecha que sus transacciones más sustanciosas se realizaban en Lisboa.
—¿Qué vendía Palmgren?
—Armas, entre otras cosas.
—¿Entre otras cosas?
—Sí; es que estaba metido en casi todo. Por ejemplo, tenía una empresa inmobiliaria y posee un montón de casas en Estocolmo. La empresa de Malmö se supone que es una especie de fachada, a pesar de ser muy importante.
—¿O sea que manejaba dinero negro?
—Sí, eso es lo menos que se puede decir, pero nadie sabe la cantidad exacta.
—¿Y qué dicen en la oficina de impuestos sobre esto?
—Bastante, pero no saben nada seguro. Algunas de las empresas de Palmgren están registradas en Liechtenstein, y se cree que la mayor parte de sus ganancias iban a parar a bancos suizos. A pesar de que sus negocios en Suecia marchan perfectamente, se sospecha que la parte sustancial de su fortuna era inalcanzable para nuestras autoridades fiscales.
—¿De dónde salen esos informes?
—En parte del Ministerio de Asuntos Exteriores y en parte de Hacienda. Ahora comprenderás, seguramente, por qué existe tanta inquietud en las más altas esferas.
—No, ¿por qué?
—¿De verdad no comprendes las implicaciones?
—Digamos que no entiendo exactamente adonde quieres ir a parar.
—Escucha —dijo Malm irritado—. En este país existe cierto grupo político muy pequeño, pero muy agresivo, que viene oponiéndose sistemáticamente a que Suecia se mezcle en absoluto con países como los que te acabo de citar hace un momento. Y además, hay un grupo aún más numeroso de personas que creen en las garantías que se les dan oficialmente, en el sentido de que no existen intereses suecos en Rhodesia o en Mozambique, por ejemplo. La actividad de Palmgren estaba y está muy bien camuflada, pero a través de ciertas fuentes hemos podido saber que los grupos extremistas suecos conocían esa relación muy bien, y lo tenían en su lista negra, para decirlo de una forma banal y grosera.
—Es mejor expresarse de forma banal y grosera que andarse por las ramas —le animó Martin Beck—. ¿Cómo se ha averiguado esto de la lista negra?
—El departamento de seguridad de la dirección general de la policía ha estado haciendo averiguaciones. Fuerzas influyentes insisten en que la investigación la prosiga el departamento de seguridad.
—Espera un segundo —dijo Martin Beck.
Soltó el auricular y se puso a buscar cigarrillos. Por fin encontró un paquete arrugado en el bolsillo derecho de los pantalones. Mientras tanto iba pensando con rapidez. El departamento de seguridad de la policía del Estado, o la SÄPO, como la gente la llamaba, era una institución de lo más particular, despreciada por muchos, pero célebre sobre todo por sus ridículos procedimientos y por su descomunal incompetencia. En los contados casos en que conseguía sacar en claro alguna cosa o incluso llegaba a atrapar a algún espía, resultaba que, sin excepción, era un ciudadano de a pie el que entregaba al sospechoso empaquetado como un pavo relleno y adornado con toda clase de pruebas. Incluso el contraespionaje militar era más competente, o al menos no se oía hablar de él con tanta y tan desafortunada frecuencia.
—Martin Beck encendió un cigarrillo y volvió al teléfono.
—¡Qué diantre estás haciendo! —exclamó Malm con desconfianza.
—Fumar.
El intendente no dijo nada. Se oyó como si tuviera hipo, o quizá fuese tan sólo un suspiro de profunda sorpresa.
—¿Qué decías sobre la SÄPO? —preguntó Martin Beck.
—¿El departamento de seguridad? Sí; pues que se ha propuesto encargarse del caso. Y parece efectivamente interesado en él.
—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué tendría que estar interesada la policía de seguridad?
—¿Has pensado en el
modus operandi
del asesino? —preguntó Malm con gran ceremonia.
«Modus operandi…
A saber dónde ha leído eso…», pensó Martin Beck, y dijo:
—Sí, ya he pensado en eso.
—Por lo visto tiene todo el aspecto de un atentado al estilo clásico: un fanático que tiene una idea fija: hacer lo que se ha propuesto, y a quien le importa un pimiento que lo cojan o no.
—Sí, algo así parece —admitió Martin Beck.
—Muchos comparten esa opinión, entre otros el departamento de seguridad. —Malm hizo una pausa, seguramente para reforzar el efecto de su frase, y luego continuó—: Como tú sabes, yo no tengo mando sobre el personal de seguridad, ni forma alguna de conocer sus propósitos ni sus movimientos, pero me han llegado rumores de que van a enviar a uno de sus especialistas, y seguramente ya lo han hecho en estos momentos. Aparte de esto, hay hombres de seguridad destinados en Malmö.
Martin Beck aplastó el cigarrillo a medio fumar, por puro aburrimiento.
—Oficialmente tenemos la responsabilidad del caso nosotros, pero debemos contar con la posibilidad de que estén llevando a cabo una investigación digamos paralela.
—¡Ah!
—Sí, y se trata de evitar conflictos.
—Desde luego.
—Pero sobre todo se trata de que le eches el guante al asesino en seguida.
«Antes de que lo haga la policía de seguridad —pensó Martin Beck—, en cuyo caso, y aunque sólo sea por una vez, no corre ninguna prisa.»
—¡En seguida! —repitió Malm con decisión. Y añadió—: Además, piensa que puedes ganarte algunos puntos.
—Sí, sobre todo si hay navajazos.
—¡No es un asunto para tomárselo a guasa!
—Aunque quizá una cicatriz en el rostro me haga más interesante a los ojos de las mujeres…
—¡No es un asunto para tomárselo a guasa! —repitió Malm, en tensión—. Además, corre prisa.
Martin Beck lanzó una mirada de impotencia al paisaje sofocante que se divisaba desde su ventana. Hammar había sido un tipo difícil, especialmente en los últimos tiempos, pero al menos era un policía.
—¿Tienes alguna sugerencia sobre cómo hay que enfocar la labor de búsqueda? —preguntó con suavidad.
Malm reflexionó en silencio, hasta que por fin acertó a construir la siguiente frase:
—Éste es un detalle que delego con total confianza en ti y en tus colaboradores, que sois unos expertos.
Eran palabras ciertamente hermosas, y el intendente pareció definitivamente satisfecho de poder añadir: