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Authors: Greg Egan

Axiomático (3 page)

Al terminar la medida, el ordenador de los binoculares muestra las coordenadas de la posición estimada del centro. Está como a unos sesenta metros del edificio indicado por la mujer del pelo azul; bastante dentro del margen de error. Así que quizá me estuviese diciendo la verdad, lo cual no cambia nada. Debo hacer caso omiso de lo que me dijo.

Al iniciar la marcha hacia el objetivo me hago preguntas: quizá después de todo sufrí una emboscada en el callejón. Quizá me dieran la posición del mutante en un intento deliberado de distraerme, o dividirme. Quizá la mujer lanzó una moneda para dividir el universo: cara dar la pista, cruz no, o lanzó un dado, y escogió de entre una lista mayor de estrategias.

No es más que una hipótesis... pero es una hipótesis que me conforta: si eso es lo mejor que puede hacer el culto de la vorágine para proteger al objeto de su devoción, entonces no tengo nada que temer.

Evito las avenidas principales, pero incluso en las calles laterales queda claro que todo el mundo lo sabe ya. La gente corre a mi lado, algunos histéricos, otros sombríos; algunos con las manos vacías, otros arrastrando posesiones; un hombre corre de puerta en puerta, lanzando ladrillos a través de las ventanas, despertando a los ocupantes, gritando la noticia. No todos van en la misma dirección; la mayoría se limita a huir del ghetto, intentando escapar del remolino, pero otros sin duda buscan frenéticamente a sus amigos, familiares, amantes, con la esperanza de llegar hasta ellos antes de que se conviertan en extraños. Les deseo buena suerte.

Excepto en la zona central del desastre, los soñadores irreductibles se quedarán en su sitio. El cambio no les importa; pueden llegar a sus vidas oníricas desde cualquier lugar, o eso creen. A algunos les espera una sorpresa; el remolino puede pasar por mundos donde no hay suministro de S, donde el adicto mutante tiene un alter ego que jamás ha oído hablar de la droga.

Al girar para entrar en una larga avenida recta, la vista a los ojos desnudos comienza a adoptar la apariencia a saltos que producían los binoculares hace sólo quince minutos. La gente parpadea, cambia, se desvanece. Nadie permanece a la vista durante mucho tiempo; muy pocos recorren más de diez o veinte metros antes de desaparecer. Muchos vacilando y tropezando mientras corren, deteniéndose tan a menudo en el espacio vacío como contra obstáculos reales, con toda la confianza en la permanencia del mundo que les rodea totalmente rota. Algunos corren a ciegas, con la cabeza extendida y los brazos estirados. La mayoría tiene la inteligencia suficiente para viajar a pie, pero en la carretera parpadean muchos coches accidentados y abandonados. Observo un coche en movimiento, pero la imagen es breve.

No me veo por ninguna parte; no me he visto jamás. La dispersión aleatoria
debería
situarme dos veces en el mismo mundo, en algunos mundos, pero sólo en un conjunto de medida cero. Lanza dos dardos ideales contra la diana, y la probabilidad de dar dos veces al mismo punto —el mismo
punto
ideal sin dimensiones— es cero. Repite el experimento en un conjunto infinitamente no numerable de mundos, y pasará, pero sólo en un conjunto de medida cero.

En la distancia los cambios son más frenéticos, y el borrón de actividad retrocede un poco al moverme —debido, en parte, a la simple separación— pero también me dirijo hacia un gradiente más abrupto, por lo que, lentamente, gano distancia al estrago. Mantengo un ritmo mesurado, prestando atención a obstáculos humanos súbitos o cambios en el terreno.

Los peatones van escaseando. La calle en sí permanece, pero los edificios que me rodean comienzan a transformarse en extrañas quimeras, con elementos inconexos de varios diseños, y luego de estructuras completamente diferentes, apareciendo juntos. Es como caminar a través de un simulador arquitectónico holográfico a toda mecha. No pasa mucho tiempo hasta que gran parte de esas combinaciones comienzan a derrumbarse, desequilibradas por un desacuerdo fatal sobre el centro de masas. Los escombros que caen hacen que el avance por la acera sea peligroso, así que esquivo los coches abandonados en medio de la carretera. Ahora virtualmente ha dejado de haber tráfico rodado, pero lleva su tiempo navegar por entre todos estos trozos "estacionarios" de metal. Las obstrucciones aparecen y desaparecen; normalmente es más rápido esperar a que desaparezcan que retroceder y buscar otro camino. En ocasiones me quedo atrapado por los cuatro costados, pero nunca durante demasiado tiempo.

Finalmente, parece que la mayor parte de los edificios que me rodean se ha derrumbado, en la mayoría de los mundos, y encuentro un camino cerca del borde de la carretera que es relativamente pasable. De cerca, parece como si un terremoto hubiese destrozado el ghetto. Mirando atrás, lejos de la vorágine, no hay más que una neblina gris de edificios genéricos; allá, las estructuras siguen moviéndose en una pieza —o casi, lo suficiente para mantenerse de pie— pero yo cambio mucho más rápido que ellas, de forma que la línea de edificios se ha convertido en la amorfa exposición múltiple de miles de millones de posibilidades diferentes.

Una figura humana, abierta en ángulo oblicuo de cráneo a genitales, se materializa frente a mí, cae y luego desaparece. Se me retuercen las tripas, pero sigo avanzando. Sé que lo mismo debe estar sucediéndole a versiones de mí, pero lo declaro, lo
defino
, como la muerte de extraño. Ahora el gradiente es tan grande que partes diferentes del cuerpo pueden acabar en mundos diferentes, donde la pieza complementaria de la anatomía no tiene ninguna buena razón estadística para estar correctamente alineada. Pero la tasa a la que se produce esa disociación fatal es inexplicablemente más reducida de lo que predicen los cálculos, y los cambios al completo son más numerosos de lo que debieran. Todavía está por descubrir la base física de esa anomalía, pero claro, la base física para el proceso por el que el cerebro humano crea la ilusión de una historia única, la sensación del tiempo, y la sensación de identidad, a partir de ramas multifurcadas y despliegues del superespacio, también ha resultado elusiva.

El cielo se vuelve claro, un extraño azul-grisáceo que ningún cielo cubierto ha poseído jamás. Ahora las calles mismas fluyen; cada segundo o tercer paso es una revelación —betún, ladrillos rotos, cemento, arena, todo a alturas ligeramente diferentes— y brevemente, una zona de hierba. Un implante de navegación inercial en mi cráneo me guía a través del caos. Las nubes de polvo y humo van y vienen, y luego...

Un grupo de bloques de apartamentos, con características superficiales que parpadean, pero que no muestra señales de desintegración. Aquí la tasa de cambio es la más alta, pero hay un efecto que la contrarresta: los mundos por los que se produce el flujo deben ser más o menos similares cuanto más te acercas al soñador.

El grupo de edificios es más o menos simétrico, y está perfectamente claro dónde está el centro. Ninguno de mis yoes podría equivocarse, así que no tendré que pasar por ningún absurdo laberinto mental para evitar actuar siguiendo la pista.

La entrada principal del edificio oscila, sobre todo entre tres alternativas. Escojo la puerta más a la izquierda; una cuestión de procedimiento, un estándar que La Empresa se las arregló para propagar entre sus versiones antes de mi reclutamiento. (Sin duda, durante un tiempo circularon instrucciones contradictorias, pero con el tiempo un plan debió acabar dominando, porque jamás me han indicado lo contrario). A menudo desearía poder dejar (y/o seguir) un rastro de algún tipo, pero cualquier marca que pudiese dejar sería inútil, arrastrada corriente abajo a mayor velocidad que aquellos a los que debería guiar. No tengo más elección que confiar en el procedimiento para minimizar mi dispersión.

En el vestíbulo veo cuatro escaleras, todas convertidas en montones de escombros parpadeantes. Voy a la que está más a la izquierda, y miro hacia arriba; la luz de comienzos de la mañana penetra a través de un sinnúmero de ventanas posibles. El espacio entre las grandes losas de cemento de los suelos permanece constante; la diferencia de energía entre esas grandes estructuras en distintas posibilidades les presta más estabilidad que todas las formas posibles y específicas de escalones. Pero deben estar apareciendo grietas, y con el tiempo, no hay duda de que incluso este edificio sucumbirá a sus discrepancias, matando al soñador, mundo tras mundo, y dando final al flujo. Pero quién sabe hasta dónde llegará la vorágine antes de que eso suceda.

Los dispositivos explosivos que traigo conmigo son pequeños, pero más que adecuados. Coloco uno en la escalera, pronuncio la secuencia de activación y corro. Mientras retrocedo miro al otro lado del vestíbulo, pero a esta distancia los detalles entre los escombros no son más que un borrón. La bomba que he plantado ha sido arrastrada a otro mundo, pero es una cuestión de fe —y experiencia— que hay una línea infinita de ellas para ocupar su lugar.

Choco con una pared donde antes había una puerta, retrocedo, vuelvo a probar y paso. Corriendo por la carretera, un coche abandonado se materializa delante de mí; lo esquivo, me coloco detrás y me cubro la cabeza.

¿
Dieciocho, Diecinueve. Veinte. Veintiuno.
¿
Veintidós
?

No se oye nada. Levanto la vista. El coche ha desaparecido. El edificio sigue en pie, y sigue parpadeando.

Me pongo en pie, confundido. Es posible que alguna bomba haya —deben haber— fallado... pero deberían haber estallado las suficientes para alterar el flujo.

¿
Qué ha pasado
? Quizá el soñador ha sobrevivido en una parte pequeña pero contigua del flujo, y se ha cerrado en un bucle del que yo tendría la mala suerte de formar parte. ¿
Sobrevivir cómo
? Los mundos donde estallaron las bombas deberían haberse dispersado aleatoriamente, uniformemente, con la densidad suficiente en todas partes para provocar el resultado... pero quizá algún extraño efecto de agrupamiento ha creado un hueco.

O quizá yo he acabado aplastado en parte del flujo. Las condiciones teóricas para que se produjese algo así siempre me han parecido excesivamente extrañas para darse en la vida real... ¿pero y si
ha
sucedido? Un hueco en mi presencia, flujo abajo con respecto a mí, hubiese dejado un conjunto de mundos sin bomba, que luego siguió fluyendo y me atrapó, una vez que me alejé del edifico y mi tasa de cambio se redujo.

"Regreso" a la escalera. No hay ninguna bomba sin estallar, ninguna indicación de que una versión mía haya estado aquí. Planto el dispositivo secundario, y corro. Esta vez no encuentro refugio en la calle y simplemente me tiro contra el suelo.

Una vez más, nada.

Lucho por tranquilizarme, por visualizar las posibilidades. Si el hueco sin bombas no había pasado por completo al hueco sin mí, cuando estallaron las primeras bombas, entonces yo seguiría faltando en una parte del flujo superviviente, lo que permitiría que lo mismo volviese a pasar.

Miro al edificio intacto, incrédulo.
Soy de los que tienen éxito. Eso es lo que me define.
¿Pero quiénes han fallado exactamente? Si yo estaba ausente de parte del flujo, entonces allí no había versiones de mí para fracasar. ¿Quién se lleva la culpa? ¿A quiénes repudio? ¿A los que plantaron la bomba, pero "debieron haberlo" hecho en otros mundos? ¿
Estoy yo entre ellos
? No tenía forma de saberlo.

Bien, ¿ahora qué? ¿Qué tamaño tiene el hueco? ¿Cuán cerca estoy de él? ¿Cuántas veces puede derrotarme?

Debo intentar seguir matando al soñador, hasta tener éxito.

Regreso a la escalera. Los suelos están como a tres metros. Para subir, hago uso de un pequeño arpeo con una cuerda corta; el arpeo tiene un explosivo que dispara una punta al suelo de cemento. Una vez que se extiende la cuerda, se incrementan las probabilidad de que acabe en piezas separadas en mundos diferentes; es preciso moverse con rapidez.

Examino sistemáticamente el primer piso, siguiendo estrictamente el procedimiento, como si jamás hubiese oído hablar del número 522. Un borrón de tabiques alternativos, mobiliario espartano y fantasmal, montones transitorios de tristes posesiones. Al terminar, me detengo hasta que el reloj de mi cabeza llega hasta el siguiente múltiplo de diez minutos. Se trata de una estrategia imperfecta —algunos rezagados se quedarán atrás mucho más de diez minutos— pero eso sería así por mucho que esperase.

El segundo piso también está desierto. Pero es un poco más estable; no hay duda de que me estoy acercando al corazón de la vorágine.

La arquitectura del tercer piso es casi sólida. El cuarto, si no fuese por los objetos insustanciales abandonados que parpadean en las esquinas de las habitaciones, casi pasaría por normal.

El quinto...

Abro las puertas a patadas, de una en una, moviéndose por el pasillo.
502. 504. 506.
pensé que me sentiría tentado de romper el procedimiento al encontrarme tan cerca, pero en su lugar me resulta más fácil seguir las reglas, sabiendo que no tendré oportunidad de reagruparme.
516. 518. 520.

Al otro extremo de la habitación 522 hay una joven tendida en una cama. El pelo forma un halo diáfano de posibilidades, su ropa es una neblina traslúcida, pero su cuerpo parece sólido y permanente, casi un punto fijo alrededor del cual ha girado todo el caos de la noche.

Entro en la habitación, le apunto al cráneo y disparo. La bala cambia de mundos antes de llegar hasta ella, pero corriente abajo mata a otra versión. Disparo una y otra vez, esperando a que una bala de un hermano asesino dé en el blanco ante mis ojos, o a que el flujo se detenga, porque los soñadores vivos se hayan reducido tanto en número, que estén tan dispersos como para poder mantener la vorágine..

No pasa nada.

—Te ha llevado tiempo.

Me doy la vuelta. La mujer de pelo azul está al otro lado de la puerta. Recargo el arma; no hace nada por impedírmelo. Me tiemblan las manos. Me vuelvo hacia la soñadora y la mato otras dos docenas de veces. La versión frente a mí permanece intacta y el flujo sigue.

Recargo una vez más, y apunto a la mujer de pelo azul.

—¿Qué coño me has hecho?¿
Estoy solo
? ¿Has matado a todos los demás? —pero eso es absurdo... y si fuese cierto, ¿cómo podría verme? Para cada versión distinta de ella yo sería un parpadeo momentáneo e imperceptible, no más; ni siquiera sabría que estoy aquí.

Niega con la cabeza y dice tranquilamente:

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