Azteca (119 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Santificada, Cesárea, Católica Majestad,

el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:

Muy Perspicaz y Magistral Príncipe, desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, dos días después de la Fiesta de la Purificación, en el año de Nuestro Señor Jesucristo, mil quinientos treinta, os saludo.

Soberano Señor, nos, sólo podemos expresar nuestra admiración ante las reflexiones profundas y osadas de nuestro Soberano en el campo especulativo de la hagiología y nuestro asombro más genuino por vuestra brillante conjetura, propuesta en la última carta de Vuestra Majestad.
Viz
., que la deidad más amada por todos estos indios y que tan frecuentemente alude nuestro azteca en su narración, Quetzalcóatl, pudo muy bien haber sido el
Apóstol Tomás
, que visitó estas tierras hace quince siglos, con el propósito de traer el Evangelio a estos idólatras.

Por supuesto que, ni aun siendo el Obispo de México, nos podemos dar una cédula episcopal a esta hipótesis extraordinaria e intrépida, Señor, sin ponerla antes a consideración de la más alta jerarquía de la Iglesia. Sin embargo, nos, podemos afirmar que sí existe un cuerpo circunstancial de evidencias para sostener la nueva teoría de Vuestra Majestad.
Primus
: La llamada Serpiente Emplumada ha sido el único ser sobrenatural, reconocido por todas las naciones conocidas en la Nueva España y cuyas religiones varían, aunque ha sido llamado por diferentes nombres como, Quetzalcóatl entre la gente que habla náhuatl, Kukulkán entre la gente que habla maya, Gukumatz entre los pueblos que están todavía más hacia el sur, etcétera.

Secundus
: Todos esos pueblos están de acuerdo en sus tradiciones en asegurar que Quetzalcóatl fue al principio un ser humano mortal, que encarnado como rey o emperador vivió y caminó sobre la tierra durante el breve tiempo de su vida, antes de su transmutación en una deidad inmortal e insubstancial. Ya que el calendario de los indios es exasperantemente inútil y ya que no existen más los libros de historias místicas, será muy difícil declarar la fecha del tiempo de reinado de Quetzalcóatl. No obstante, él muy bien
pudo
ser contemporáneo de Santo Tomás.

Tertius
: Todos esos pueblos también están de acuerdo en que Quetzalcóatl no fue como esos gobernantes, o tiranos, como la mayoría de sus gobernantes han sido, sino que fue un maestro y predicador y no por casualidad, y guardó el celibato por convicción religiosa. A él se le atribuyen las invenciones o introducciones de numerosas cosas, como costumbres, creencias, etcétera, que perduran hasta la fecha.

Quartus
: Entre las incontables deidades de estas tierras, Quetzalcóatl fue uno de los muy pocos que no demandó ni apoyó el sacrificio humano. Todos los ofrecimientos hechos a él, siempre fueron inocuos: pájaros, mariposas, flores y cosas parecidas.

Quintus
: La Iglesia sostiene como un hecho histórico, que Santo Tomás viajó a las tierras de la India del Este y que allí convirtió a muchas gentes al Cristianismo. Es por eso que Vuestra Majestad sugiere: «¿No sería razonable suponer que el Apóstol pudo haber hecho eso mismo en las Indias desconocidas del Oeste?». Sin embargo, pudiera haber algún réprobo materialista que hiciera notar que Santo Tomás tuvo la ventaja de haber viajado sobre la ruta terrestre, de Tierra Santa a las Indias Orientales, pero que probablemente él hubiera encontrado alguna dificultad en cruzar el Mar Océano quince siglos antes del desenvolvimiento de la navegación y de la construcción de carabelas, facilidades con que cuentan ahora nuestros modernos exploradores. Pero, cualquier cavilación acerca de la falta de habilidades de uno de los Doce Apóstoles sería tan imprudente como la duda que una vez expuso el propio Tomás, y por la que fue amonestado por Cristo resucitado.

Sextus et mirabile dictu
: Un soldado común español llamado Díaz, quien ocupaba sus ratos libres en explorar ociosamente las viejas ruinas, recientemente visitó la ciudad abandonada de Tolan o Tula. Los aztecas le han revelado que allí fue donde se estableció un pueblo legendario llamado los toltecas, y cuyo gobernante fue ese rey que luego se convirtió en dios, Quetzalcóatl. Entre las raíces de un árbol que crecía en una hendidura de una de las viejas paredes de piedra, Díaz encontró una caja de ónix labrado, de manufactura indígena, pero de edad indeterminada y dentro de ésta halló cierto número de obleas blancas y delicadas, de pan, muy diferentes al pan hecho por estos indios. Díaz inmediatamente reconoció lo que eran, y nosotros, cuando él nos las trajo, verificamos que eran hostias.

¿Cómo fue que esas obleas sacramentales llegaron a ese lugar y dentro de un copón de manufactura indígena? ¿Por cuántos siglos se conservó secretamente allí, y cómo es que no se rompieron, se secaron o dejaron de existir, desde hace mucho tiempo? Nadie puede adivinarlo.

¿Podría ser que Vuestra Erudita Majestad nos haya dado la respuesta? ¿Pudieron haber sido dejadas esas obleas de Comunión, por el Evangelista Tomás como un recuerdo?

Nos, en este día, estamos relatando todas estas cosas, en comunicación directa con la Congregación de la Propagación de la Fe, y dando todo el crédito posible a la inspiración con que Vuestra Majestad ha contribuido, por lo que esperamos ansiosos la opinión de los teólogos de Roma, que son mucho más sabios que nosotros.

Que Nuestro Señor Dios siga sonriendo y favoreciendo las empresas de Vuestra Imperial Majestad, a quien vuestros súbditos y vasallos rinden y profesan infinita admiración, no menos que vuestro S.C.C.M., capellán y siervo,

(ecce signum)
ZUMÁRRAGA

DECIMA PARS

Por la misma razón por la que no me acuerdo de los sucesos anteriores a la extinción de Yanquitlan, no me acuerdo claramente de las cosas que sucedieron inmediatamente después. Beu, nuestra escolta y yo, marchamos otra vez hacia el norte, hacia Tenochtitlan, y me imagino que el viaje no tuvo nada en especial, ya que casi no me acuerdo de nada, excepto dos breves conversaciones.

La primera fue con Beu. Ella había estado llorando todo el camino mientras caminaba, desde que le había hablado acerca de la muerte de Nochipa, pero un día, en algún lugar del camino, se detuvo de repente y dejando de llorar, miró a su alrededor como alguien que acaba de despertar de un sueño y me dijo:

«Me dijiste que me llevarías a casa, pero vamos hacia el norte».

Le dije: «Naturalmente, ¿adónde querías ir?».

«¿Por qué no hacia el sur? Hacia Tecuantépec».

«No tienes ya nada allí —le dije—. Ni familia, ni tal vez amigos. Ya han pasado, ¿cuántos?, ocho años desde que te fuiste de allí».

«¿Y qué tengo en Tenochtitlan?».

Pude haberle dicho que un techo bajo el cual dormir, pero sabía a qué se refería en realidad. Así es que simplemente le dije: «Tienes lo que yo tengo, Luna que Espera. Recuerdos».

«Que no son muy agradables, Zaa».

«Eso también lo sé —le dije sin compasión—. Son los mismos que yo tengo. Y los tendremos en donde quiera que vaguemos o en el lugar que llamemos hogar. Por lo menos en Tenochtitlan puedes pasar duelo y pena cómodamente, pero nadie te está llevando a la fuerza. Tú puedes escoger en venir con nosotros o tomar tu propio camino».

Seguí sin mirar para atrás, por eso no sé cuánto tiempo tardó en decidirse, pero cuando levanté nuevamente la mirada, saliendo de mis contemplaciones interiores, Beu caminaba otra vez a mi lado.

La otra conversación la tuve con Siempre Enojado. Por muchos días, los hombres me habían dejado solo, encerrado en mi silencio meditativo, pero uno de esos días él me alcanzó y caminando a mi lado me dijo:

«Perdona que interrumpa tu dolor, amigo Mixtli, pero ya estamos cerca de Tenochtitlan y hay algunas cosas que debes saber. Algunas cosas que nosotros los cuatro ancianos hemos discutido y hemos llegado a la conclusión, de que se han de arreglar entre nosotros. Hemos inventado una historia y les hemos dicho a los tecpaneca que cuenten esa historia. Es ésta. Mientras que todos nosotros, tú, nosotros y los guerreros, hacíamos esa embajada a la corte de Techuacán, necesitando ausentarnos por fuerza, unos bandidos se apoderaron de la colonia y robaron y masacraron a toda la gente. A nuestro regreso de Yanquitlan, como es natural, enfurecidos salimos en busca de los asesinos, sin encontrar ni huellas de ellos. No encontramos ni siquiera una flecha que nos pudiera indicar por sus plumas, a qué nación pertenecían. Esa inseguridad de identidad, detendrá a Motecuzoma de declarar la guerra inmediatamente a los inocentes teohuacana».

Asentí y dije: «Diré exactamente lo que me acabas de contar. Es una buena historia, Qualanqui».

Él carraspeó y dijo: «Desgraciadamente, no es lo suficientemente buena como para que tú la cuentes, Mixtli. Por lo menos no enfrente de Motecuzoma. Aunque la creyera, no dejaría de echarte la culpa por el fracaso de esa misión. Si es que por casualidad estuviera de buen humor y no te mandara estrangular inmediatamente con la guirnalda de flores, podría darte otra oportunidad, pero eso significaría que te encargaría conducir a otro grupo de colonizadores y probablemente a ese mismo lugar execrable».

Negué con la cabeza. «No podría ni querría hacerlo». «Lo sé —me dijo—, y además, tarde o temprano la verdad saldrá a relucir. Al llegar a Tlácopan, sanos y salvos, cualquiera de estos guerreros tecpaneca, es seguro que presumirá de la parte que tuvo en la masacre. Cómo violó y cómo mató a seis niños y a un sacerdote, o cualquier cosa parecida. Eso llegará a oídos de Motecuzoma y estarás atrapado en una red de mentiras, que con toda seguridad te llevará al garrote, si no a algo peor. Yo pienso que es mejor que dejes eso en nuestras manos, en nosotros los viejos, porque ante Motecuzoma sólo somos asalariados y por lo tanto estamos en menos peligro que tú. También pienso que no deberías regresar a Tenochtitlan, por lo menos, no por un tiempo, ya que tu futuro allí sólo puede ofrecerte dos cosas, o el exilio a Yanquitlan o la pena de muerte».

Asentí nuevamente. «Tienes razón. He estado penando los días oscuros y los caminos que han quedado atrás de mí, sin mirar los que tengo por delante. Hay un viejo dicho que afirma que nacemos para sufrir y aguantar, ¿no es cierto? Y un hombre siempre debe pensar en aguantar, ¿no es así? Gracias, Qualanqui, buen amigo y consejero, meditaré en tus consejos».

Cuando llegamos a Quaunáhuac y pasamos la noche en una hostería, Beu, mis cuatro viejos amigos y yo cenamos aparte. Cuando acabamos de comer, tomé de mi banda-cinturón mi saco lleno de polvo de oro y lo dejé caer sobre el mantel, diciendo:

«Ahí está el pago por vuestros servicios, amigos míos».

«Es demasiado», dijo Siempre Enojado.

«No, no lo es por todo lo que vosotros habéis hecho por mí. Tengo otro saco con pedacitos de cobre y semillas de cacao, más que suficiente para lo que ahora voy a hacer».

«¿Ahora vas hacer?», repitió uno de los ancianos.

«Esta noche abdico al mando y éstas serán mis últimas instrucciones para vosotros. Amigos guerreros, desde aquí iréis a la frontera occidental de los lagos, para entregar las tropas tecpaneca a Tlácopan. De allí, atravesaréis el camino-puente hacia Tenochtitlan y escoltaréis a la señora Beu a mi casa, antes de presentaros ante el Venerado Orador. Contadle la historia que habéis inventado, pero agregad también que yo mismo me he castigado por haber fracasado en esa expedición. Decidle que voluntariamente me he exiliado».

«Así se hará. Campeón Mixtli», dijo Siempre Enojado y los otros tres ancianos estuvieron de acuerdo.

Sólo Beu me preguntó: «¿Adónde vas, Zaa?».

«Voy en busca de una leyenda», le contesté y les conté la historia que hacía poco Nezahualpili le había contado a Motecuzoma delante de mí, y concluí: «Retrocederé por la ruta que siguieron nuestros antepasados, cuando todavía se llamaban a sí mismos los aztecas. Iré hacia el norte, siguiendo su pista conforme la pueda reconstruir y llegando lo más lejos que pueda… hasta su tierra de Aztlán, si es que tal lugar aún existe o existió. Y si ellos enterraron en realidad sus provisiones y armas a intervalos, las encontraré y marcaré su ubicación en un mapa. Ese mapa será de gran valor militar para Motecuzoma. Trata de mencionarle esto cuando te presentes ante él, Qualanqui. —Sonreí sin humor—. Tal vez así me dé la bienvenida con flores en lugar de una guirnalda de flores, cuando regrese».

«Si es que regresas», dijo Beu.

Y ante eso no pude sonreír, y dije: «Parece que mi
tonali
siempre me obliga a regresar, pero cada vez más solo. —Después de un momento dije entre dientes—: Algún día en algún lugar me encontraré con un dios y le preguntaré: “¿Por qué los dioses nunca me abaten cuando he hecho tantas cosas para merecer su ira? ¿Por qué siempre dejan caer su ira sobre las personas que están cerca de mí, cuando ellas no han hecho nada para merecer ese castigo?”».

Los cuatro ancianos se inquietaron ante mi amargo lamento y parecieron tranquilizarse cuando Beu dijo: «Viejos amigos, ¿seríais tan amables en dejar que Zaa y yo pudiéramos hablar a solas un momento?».

Se pusieron de pie, haciendo el gesto de cortesía de besar la tierra y cuando se fueron a sus habitaciones le dije bruscamente a Beu: «Si me vas a pedir que te deje acompañarme, Beu, es mejor que no lo hagas…».

No lo hizo. Permaneció callada por bastante tiempo y sus ojos estaban puestos sobre sus dedos, los cuales retorcía. Por fin me habló y sus primeras palabras no tenían nada que ver con lo que habíamos estado hablando.

«Cuando yo cumplí siete años, me pusieron el nombre de Luna que Espera y solía preguntarme por qué, pero un día me di cuenta y llevo años sabiéndolo, y por eso creo que Luna que Espera ya ha esperado bastante». Fijó su hermosa mirada en mí, mirándome suplicante en lugar de burlona como era su costumbre, y hasta se sonrojó como una doncella cuando me dijo: «Zaa, casémonos por fin».

Con que eso era, me dije, recordando en aquel momento la vez que ella había recogido subrepticiamente el barro en donde yo había orinado. Antes y por un breve lapso de tiempo, me pregunté si ella habría hecho con eso una imagen mía, para poder maldecirme y que la desgracia cayera sobre mí y también me pregunté si debido a eso yo había perdido a Nochipa. Sin embargo, esa sospecha fue sólo pasajera y me avergoncé de ella. Sabía que Beu había querido intensamente a mi hija y con su llanto me demostró un dolor tan genuino, como el mío sin lágrimas. Por eso me había olvidado del muñeco de barro, hasta que sus propias palabras me revelaron que sí lo había hecho y el porqué. No lo había moldeado para dañar mi vida, sino que sólo quería debilitar mi voluntad, para que no pudiera rechazar esa proposición supuestamente impulsiva, pero en realidad largamente planeada. No contesté inmediatamente, sino que esperé un poco, mientras ella dejaba caer sus argumentos cuidadosamente reunidos.

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