Azteca (120 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«Hace un momento, Zaa, tú comentaste que cada vez estabas más y más solo. Tú bien sabes que yo también lo estoy. Los dos lo estamos ahora. Ya nadie nos queda, sólo quedamos nosotros».

Y siguió: «Era aceptable que viviera contigo en tu casa mientras fuera la encargada y la compañía de tu hija, huérfana de madre, pero ahora que Nochipa… bueno ahora que mi posición ya no es la de una tía, no se verá bien que una mujer soltera y un hombre solo compartan la misma casa».

Y me dijo, volviéndose a sonrojar: «Sé que nada podrá reemplazar a nuestra querida Nochipa, pero sí podría haber… yo no estoy tan vieja como para…».

Y allí dejó de hablar, con una buena imitación de modestia al no continuar hablando. Me esperé y sostuve su mirada hasta que su cara estuvo tan sonrojada que parecía cobre caliente y fue entonces cuando le dije:

«No deberías haberte molestado en hacer tantas conjeturas y en buscar tantos argumentos para convencerme, Beu. Tenía la intención de pedirte eso mismo esta noche. Y como parece que estás de acuerdo conmigo, mañana nos casaremos en cuanto podamos despertar a un sacerdote».

«¿Cómo?», me dijo con voz apagada.

«Como tú acabas de decir, ahora estoy completamente solo. También, soy un hombre con cierta riqueza y si muero sin heredero, mi propiedad será confiscada por la tesorería de la nación. Preferiría que no fuera a dar a manos de Motecuzoma. Por eso mañana el sacerdote hará un documento afirmando tu herencia, así como el documento que atestigüe nuestra boda».

Lentamente Beu se puso de pie y mirando hacia abajo, hacia mí, tartamudeó: «Eso no era… nunca pensé que… Zaa, lo que yo trataba de decir…».

«Y te he echado a perder el espectáculo —le dije sonriendo—. Todos esos argumentos y toda esa labor de convencimiento no eran necesarios, pero no los consideres inútiles, Beu. Esta noche tuviste una práctica muy buena, que podrás utilizar en el futuro; quizás cuando seas una viuda rica, pero solitaria».

«¡Basta, Zaa! —exclamó—. Te niegas a escuchar lo que tan seriamente he estado tratando de decirte. Es difícil para mí, porque esas cosas no le corresponde a la mujer decirlas…».

«Por favor, Beu —dije, haciendo un gesto de desagrado—. Hemos vivido demasiado tiempo juntos y por lo tanto estamos ya acostumbrados a la rudeza de nuestros caracteres. Hablar con suavidad a estas alturas sería un gran esfuerzo para cualquiera de los dos y probablemente asombraríamos a todos los dioses. Pero por lo menos de mañana en adelante, el aborrecimiento que sentimos el uno por el otro será consagrado de manera formal y para no ser diferentes a todas las demás personas casadas…».

«¡Qué cruel eres! —me interrumpió—. Eres inmune a todo sentimiento tierno y no tomas en cuenta la mano que se te tiende».

«Demasiadas veces he sentido la palma dura de tu tierna mano, Beu. ¿Y acaso no estoy a punto de sentirla otra vez? ¿No te vas a reír ahora y a decirme que tus palabras de matrimonio no eran más que otra de tus bromas burlonas?».

«No —contestó—. Te lo decía en serio. ¿Y tú?».

«Yo también. —Y alzando en lo alto mi copa de
octli
, dije—: Que los dioses tengan piedad de nosotros».

«Qué proposición tan elocuente —me dijo—, pero así la aceptaré, Zaa. Me casaré contigo mañana». Y corrió a su cuarto.

Seguí sentado, bebiendo con melancolía mi
octli
, mientras observaba a los demás huéspedes de la hostería. La mayoría de ellos eran
pochíeca
en camino a Tenochtitlan, que celebraban las ganancias y el éxito de sus viajes, así como el haber regresado sanos y salvos, emborrachándose, ayudados por las numerosas mujeres disponibles que abundaban en la hostería. El hostelero, que se había dado cuenta de que había pedido cuartos separados para Beu y para mí, viendo que ella se había ido sola, se me acercó y me preguntó:

«¿No se le antojaría al Señor Campeón un dulce con el cual terminar su comida? ¿Qué le parecería una de nuestras encantadoras
maátime
?».

Gruñí: «Son muy pocas las que se ven excepcionalmente encantadoras».

«Ah, pero ver no lo es todo. Mi señor debe saber eso, ya que el comportamiento de su bella acompañante parece ser algo frío. La gracia y el encanto yace en otros atributos además de la cara y el cuerpo. Por ejemplo, observe i aquella mujer».

Él apuntó a una mujer que parecía ser la menos atractiva de todo el establecimiento. Sus facciones y su pecho estaban tan caídos como el barro húmedo, y su pelo, a causa de haber sido teñido tantas veces, parecía hierba picuda y seca como la alfalfa enredada. Hice un gesto de asco, pero el hostelero sólo se rió y dijo:

«Lo sé, lo sé. Contemplar a esa mujer es como para querer tener un muchacho en lugar de ella. A primera vista la tomaría por una abuela, pero yo sé que apenas llega a los treinta años. ¿Y me creerá usted, Señor Campeón?
Cada hombre
que alguna vez ha tratado a Quequelyehua
siempre
la pide la siguiente vez que viene a visitarnos. Cada uno de sus clientes, se convierte en un cliente regular y no aceptará a ninguna otra
maátitl
. Yo nunca la he probado, pero sé de buena fuente que ella sabe hacer cosas extraordinarias para deleitar a un hombre».

Levanté mi topacio y observé más detalladamente a aquella bruja de pelo horrible y mirada aguardentosa. Pudiera haber apostado que era la enfermedad de
nanaua
ambulante y que el hostelero afeminado lo sabía tan bien, que con gusto malicioso trataba de echarla a todo individuo ingenuo.

«Todas las mujeres se parecen en la oscuridad, mi señor, ¿no es cierto? Bueno, también todos los muchachos, por supuesto, ¿pero no son otras consideraciones lo que importan? Aunque lo más probable es que la altamente cotizada Quequelyehua ya tenga una lista de espera esta noche, pero un Campeón Águila puede exigir preferencia sobre unos simples
pochteca
. ¿Mando llamar a Quequelyehua, mi señor?».

«Quequelyehua —repetí, pues el nombre me traía un recuerdo—. Una vez conocí a una muchacha muy bella llamada Que-quelmiqui».

«¿Cosquillosa? —dijo el hostelero y se rió—. A juzgar por su nombre debió de haber sido una concubina bastante divertida, ¿no?, pero ésta ha de ser más, porque su nombre es La Que Hace Cosquillas».

Sintiéndome mal le dije: «Gracias por su recomendación, pero no, gracias. —Tomé un largo trago de
octli
—, ¿Y qué me dice de esa muchacha delgada que está tan quieta, sentada en aquel rincón?».

«¿Lluvia Neblinosa? —dijo el hostelero con indiferencia—. Así le dicen porque llora todo el tiempo que está, humm… trabajando. Es nueva, pero lo suficientemente competente, según me han dicho».

Yo le dije: «Mándeme ésa a mi cuarto. Yo iré en cuanto esté lo suficientemente borracho».

«A sus órdenes, Señor Campeón Águila. A mí me da lo mismo las preferencias de mis clientes, pero a veces siento algo de curiosidad. ¿Podría saber por qué mi señor escogió a Lluvia Neblinosa?».

Yo dije: «Simplemente porque no me recuerda a ninguna mujer que he conocido».

La ceremonia de matrimonio fue pequeña, sencilla y quieta, por lo menos hasta que terminó. Mis cuatro guerreros fueron los testigos y el hostelero preparó
tamaltin
para la comida ritual. Algunos de los huéspedes más madrugadores se unieron como invitados. Como Quaunáhuac es la comunidad principal del pueblo tlahuica, había conseguido un sacerdote de la deidad más importante de los tlahuica, el buen dios Quetzalcóatl. Y el sacerdote, al observar que la pareja parada ante él estaba un poco más allá del primer florecimiento de la juventud, inteligentemente omitió de su servicio las advertencias acostumbradas, que se les dan a las doncellas, supuestamente inocentes, como las acostumbradas exhortaciones que se le dan a un novio supuestamente ansioso. Por lo tanto su arenga fue muy pequeña y sencilla. Sin embargo, a pesar de ese ritual tan simple, Beu Ribé demostró bastante emoción o pretendió hacerlo. Derramó unas cuantas lágrimas virginales y entre ellas, sus labios sonreían trémulamente. Debo reconocer que su actuación embelleció más su impresionante belleza, belleza que nunca he negado, ya que era igual a la hermosura de su difunta hermana y aun indistinguible. Beu vestía de una manera incitante y, cuando la vi sin mi cristal, parecía tan joven como mi joven Zyanya, eternamente de veinte años. Fue por esa razón, que durante la noche utilicé repetidas veces a la muchacha Lluvia Neblinosa, pues no quería correr el riesgo de desear a Beu, aunque fuera sólo físicamente, y así agoté cualquier posibilidad de excitarme, aun en contra de mi voluntad.

El sacerdote por fin giró su incensario de
copali
humeante alrededor de nosotros, por última vez. Luego nos miró mientras dábamos un mordisco a los
tamaltin
calientes, luego hizo un nudo de unión con mi manto y la orilla de la falda de Luna que Espera y por último nos deseó la mejor de las suertes en nuestra nueva vida.

«Gracias, Señor Sacerdote —le dije, entregándole su salario—. Gracias, sobre todo por sus buenos deseos. —Deshice el nudo que me ataba a Beu—. Voy a necesitar de la ayuda de todos los dioses hacia donde voy ahora». Colgué al hombro mi morral de viaje y le dije adiós a Beu.

«¿Adiós? —repitió con voz aguda—. Pero, Zaa, éste es el día de nuestra boda».

Le dije: «Te dije que me iría. Mis hombres te llevarán a salvo a casa».

«Pero… pero yo pensé… yo pensé que te quedarías por lo menos otra noche. Para… —Miró a su alrededor, a los invitados que solamente veían y escuchaban con atención. Poniéndose muy colorada, levantó la voz—: ¡Zaa, ahora soy tu esposa!».

La corregí: «Estás casada conmigo tal y como me lo pediste, y serás mi viuda y heredera. Zyanya fue mi esposa».

«¡Zyanya lleva diez años muerta!».

«Su muerte no ha roto nuestro lazo. No puedo tener otra esposa».

«¡Hipócrita! —me gritó—. Tú no has practicado el celibato durante estos diez años. Tú has tenido más mujeres. ¿Por qué no tienes a la mujer con la que te acabas de casar? ¿Por qué no quieres tenerme?».

A excepción del hostelero que veía todo eso riéndose con malicia, la mayoría de las personas que se encontraban en la habitación se mostraban inquietas e incómodas. También el sacerdote se sentía así, tanto que se sintió obligado a decir: «Mi señor, después de todo ésa es la costumbre, sellar los votos con un acto de… bueno, conocerse uno al otro más íntimamente…».

Yo le dije: «Su preocupación es muy loable. Señor Sacerdote, pero sepa que ya conozco a esta mujer bastante íntimamente».

Beu dejó caer sorprendida: «¡Pero qué mentira tan horrible dices! Nosotros jamás…».

«Y jamás lo haremos. Luna que Espera, te conozco demasiado bien en otros aspectos. También sé que el momento más vulnerable en la vida de un hombre es cuando se acuesta con una mujer. No quiero correr el riesgo de que un día me rechaces desdeñosamente, o que te burles y rías de mí, o que me hagas de menos, empleando cualquiera de los medios que por tanto tiempo llevas practicando y perfeccionando».

Ella lloriqueó: «¿Y qué es lo que tú me estás haciendo en este momento?».

«Lo mismo —estuve yo de acuerdo—, pero sólo por esta vez, querida, me he adelantado. Ahora el día corre y debo estar en camino».

Cuando me fui, Beu estaba secando sus lágrimas con la esquina arrugada de la falda, que había sido nuestro nudo matrimonial.

No era necesario que retrocediera la marcha de mis ancestros desde su término en Tenochtitlan, ni tenía que ir a ninguno de los lugares que anteriormente habían habitado en el área del lago, ya que esos sitios no tenían ningún secreto escondido de los azteca. Sin embargo, según las antiguas leyendas, uno de los lugares habitados por los azteca antes de que encontraran el lago y el valle, había sido un lugar al norte de los lagos; un lugar llamado Atlitalacan. Por eso, desde Quaunáhuac viajé hacia el noroeste, luego al norte, después al noroeste, desviándome en círculo para quedar bastante afuera de los dominios de la Triple Alianza, hasta que me encontré en la tierra que está más allá de Oxitipan, la ciudad fronteriza más lejana con guarnición de guerreros mexica. En ese territorio poco conocido, con pequeñas aldeas y escaso movimiento de viajeros, comencé preguntando por el camino hacia Atlitalacan, pero las únicas respuestas que conseguí fueron miradas en blanco y gestos indiferentes, pues tenía dos dificultades. Una de ellas era que no tenía ni idea de lo que
era
o había sido Atlitalacan. Pudo haber sido una comunidad establecida durante el tiempo en que los azteca permanecieron allí, pero que pudo haber dejado de existir desde entonces, o haber sido simplemente un lugar hospitalario para poder acampar —una vereda, o un campo— al cual los azteca le habían dado ese nombre sólo temporalmente. Mi otra dificultad fue que había penetrado en la parte sur del pueblo otomí, o para ser más preciso, era la tierra a la que el pueblo otomí, de mala gana, se había ido cuando poco a poco los fueron echando de sus tierras en el lago, a la llegada de los culhua, acolhua, azteca, y demás oleadas de invasores de habla náhuatl. Así que en esa tierra fronteriza tenía el problema del lenguaje. Algunas personas que encontraba, hablaban aceptablemente la lengua náhuatl o en su defecto en el poré de sus vecinos del occidente, pero todos los demás sólo hablaban otomí, idioma que yo no dominaba, y también había quienes hablaban una extraña mezcla de los tres idiomas. Y aunque mi constante interrogar a aldeanos, agricultores y caminantes, me ayudó a adquirir un vocabulario aceptable de palabras otomí para poder explicar mi misión, no pude encontrar a nadie que me pudiera orientar hacia el perdido Atlitalacan.

Tenía que encontrarlo por mí mismo y así lo hice. Afortunadamente, el nombre en sí era una pista, pues quiere decir: «en donde el agua brota», y un día llegué a una aldea pequeña, limpia y ordenada llamada D'ntado Dehé, que quiere decir casi lo mismo en otomí. La aldea se encontraba allí, porque había una fuente de agua dulce que brotaba de unas piedras y era el único manantial en un área considerablemente extensa y árida. Parecía un lugar adecuado para que los azteca se hubieran detenido, ya que había un camino viejo que llegaba a la aldea por el norte y seguía hacia el sur, en dirección del lago Tzumpanco. La gente de esa pobre población de D'ntado Dehé, como es natural me miraban de soslayo, pero una viuda ya vieja, demasiado pobre como para darse el lujo de tener demasiados recelos, me alojó durante unos días en la bodega, ya casi vacía, de su choza de una sola pieza. Durante esos días, traté sonriendo de congraciarme con los taciturnos otomí, halagándolos para sacarles algo de conversación, pero fracasé; por lo que empecé, a las afueras de la aldea, a buscar cualquier cosa que mis antepasados pudieran haber escondido allí, aunque tenía la sospecha de que una búsqueda como ésta sería inútil. Si los azteca
hubieran escondido
provisiones y armas a lo largo de su marcha, debieron estar seguros de que los depósitos no serían encontrados por los residentes locales, o por gentes que pasaran por allí. Debieron de marcar esos escondites con alguna señal desconocida para todos, excepto para ellos. Y ninguno de sus descendientes mexica, incluyéndome, teníamos ninguna noción de lo que pudo haber sido esa señal.

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