Había pasado mucho tiempo desde que me había acostado con una mujer, y aquélla tan limpia y bella fue una poderosa tentación, pero me acordé de otra mujer empalada en una estaca, y no me acerqué a su charco hasta que con verdadera pena de mi parte, la muchacha se fue.
Durante todos mis vagabundeos con las diversas tribus chichimeca, me cuidé mucho de no jugar con sus mujeres y de no desobedecer las pocas leyes que tenían, ni de ofenderles de algún otro modo, pues siempre me trataron como a un compañero nómada igual a ellos. Jamás me asaltaron o maltrataron, me daban mi porción de lo poco que había para comer y de la poca comodidad que sacaban del desierto, a excepción, por supuesto, de las golosinas ocasionales que yo había declinado, como el elixir de orina. El único favor que les pedía era información: lo que pudieran saber acerca de los antiguos azteca y de su viaje hecho hacía mucho tiempo, y del rumor acerca de las provisiones o aprovisionamientos que habían enterrado durante su larga jornada.
Carne, de la tribu tecuexe; así como Verdoso, de la tribu tzacateca, y Banquete, de la tribu hua, me dijeron: «Sí, es sabido que tal tribu en una ocasión atravesó estas tierras. No sabemos nada acerca de ella, excepto que, como nosotros los chichimeca, llevaba poco consigo y no dejaba nada detrás».
Era la misma respuesta desalentadora que había escuchado desde el principio de mi búsqueda y que seguí oyendo cuando les hice esa misma pregunta a los toboso, a los iritila y todas las tribus con las que viajé. No fue sino hasta mi segundo verano en ese maldito desierto —para entonces ya estaba harto de él y también de mis ancestros azteca— que mi pregunta recibió una respuesta un poco diferente. Me encontraba en compañía de la tribu mapimí y su lugar de residencia era la región más caliente y seca de todas las que hasta entonces había atravesado. Estaba tan al norte de las tierras vivas, que hubiera jurado que ya
no
podía haber
más
desierto, pero en verdad que sí lo había, y según me dijeron los mapimí era un terreno ilimitado y todavía más terrible de todos los que yo había visto. Naturalmente que esa información me llenó de angustia, así como también las palabras del hombre que contestaba mi ya vieja y cansada pregunta sobre los azteca.
«Si, Mixtli —me dijo—. Hubo una vez esa tribu e hicieron el viaje que describes, pero no traían nada consigo…».
«Y no dejaron nada atrás, cuando partieron», terminé amargamente.
«A excepción de nosotros», me contestó el hombre.
Durante un momento me quedé mudo tratando de asimilar esa información. El hombre me sonrió con su boca desdentada. Se llamaba Patzcatl, que quiere decir Jugo, por lo que su nombre parecía una ironía; era el jefe de los mapimí y era un hombre muy anciano, encorvado y seco por el sol. Él me dijo:
«Hablaste del viaje de los azteca, que partieron desde su tierra desconocida llamada Aztlán y hablaste de cómo llegaron a su último destino muy al sur de aquí. Nosotros los mapimí y los demás chichimeca, durante todas esas gavillas de años, hemos habitado estos desiertos y hemos oído rumores de esa ciudad y de su grandeza, pero jamás ninguno de nosotros ha llegado lo suficientemente cerca como para verla. Así que piensa, Mixtli, ¿no te parece raro que nosotros los salvajes, tan lejos de su Tenochtitlan y tan ignorantes de todo lo que lo representa, a pesar de eso, hablemos el náhuatl que vosotros habláis?».
Pensé en lo que me decía y contesté: «Sí, Jefe Patzcatl. Me sorprendió y alegró ver que podía conversar con tantas tribus diferentes, pero no me detuve a pensar el porqué de eso. ¿Tú tienes alguna teoría que podría ayudarme a encontrar la respuesta?».
«Más que una teoría —me contestó con cierto orgullo—. Soy un anciano y vengo de una larga línea de padres; que han llegado a vivir mucho tiempo. Pero tanto ellos como yo no siempre fuimos viejos, y en nuestra juventud éramos muy curiosos. Cada uno de nosotros hicimos preguntas y no olvidamos las respuestas. Así que todos aprendimos y repetimos a nuestros hijos lo que habíamos conservado en nuestra memoria sobre el origen de nuestra gente».
«Debo de agradecerle, venerado jefe, que quiera compartir su sabiduría conmigo».
«Quiero que sepas entonces —dijo el viejo Patzcatl— que las leyendas hablan de
siete
tribus diferentes, entre las que se encontraban tus azteca, que partieron hace mucho de esta tierra del Aztlán, El Lugar de las Garzas Niveas, en busca de un lugar mejor para vivir. Todas las tribus tenían los mismos lazos de sangre, hablaban el mismo idioma, reconocían los mismos dioses, observaban las mismas costumbres y durante mucho tiempo esa gente viajó junta amistosamente. Sin embargo, como puedes imaginarte, entre tanta gente y un viaje tan largo, surgieron fricciones y diferencias de opinión. A lo largo del camino, algunos se salieron de la caravana; familias,
capulí
, clanes enteros y hasta toda una tribu. Unos discutieron y se fueron, otros se detuvieron del cansancio tan grande y algunos se quedaron en algún lugar de su agrado. Me es imposible decir quiénes se fueron a tal o cual parte. Desde entonces, a través de los años, esas mismas tribus rebeldes se han desunido más y se han separado. Se ha sabido que tus azteca continuaron su camino hasta donde ahora se encuentra su Tenochtitlan, y tal vez otros hayan llegado tan lejos como vosotros. Pero nosotros no estábamos entre ellos, nosotros quienes ahora somos los chichimeca; por eso digo esto. Cuando tus azteca cruzaron las tierras desérticas, no dejaron ningún aprovisionamiento que pudieran utilizar en el futuro, no dejaron ninguna huella, no dejaron nada detrás de ellos, más que nuestro pueblo».
Su narración bien podía ser cierta y resultaba tan desconcertante como la afirmación de mi compañero Carne, quien dijo que el término chichimeca era para nombrar a todos aquellos pueblos que tenían el mismo color de piel. La implicación era de que en lugar de encontrar algo de posible valor, como las supuestas provisiones y armas escondidas, sólo había encontrado una chusma horrible que buscaba parentesco con mis primos. Rápidamente hice a un lado esa espantosa posibilidad y dije con un suspiro:
«De todas maneras, me gustaría encontrar la tierra del Aztlán».
El jefe Patzcatl movió la cabeza y dijo: «Queda bastante lejos de aquí. Como ya te dije, las siete tribus llegaron desde su tierra, que está muy lejos, antes de empezar a separarse».
Miré hacia el norte, hacia lo que se me había dicho que era el desierto aún más terrible y sin fin, y gruñí: «
Ayya
, quiere decir que debo continuar a través de esa maldita tierra…».
El anciano miró en aquella dirección y después con expresión perpleja me preguntó:
«¿Por qué?».
Probablemente yo también le miré extrañado ante una pregunta tonta, sobre todo viniendo de un hombre a quien consideraba bastante inteligente. Le dije: «Los azteca vinieron del norte. ¿Adónde más podría ir?».
«Norte no es un
lugar
—me explicó, como si yo fuera un tonto—. Es una dirección y una dirección bastante vaga. Tú has venido demasiado al norte».
«¿Entonces el Aztlán está
atrás
de mí?».
Se rió ante mi desconcierto. «Atrás, a un lado y más allá».
Con impaciencia dije: «¡Y me está hablando de direcciones vagas!».
Riéndose aún, continuó: «Al seguir en el desierto durante todo tu camino, siempre te moviste en dirección noroeste, pero no lo suficientemente hacia el oeste. Si no te hubieras dejado llevar por la idea de
norte
, posiblemente habrías encontrado el Aztlán desde hace mucho, sin tener que soportar el desierto y sin tener que dejar las tierras vivas».
Hice un ruido como si me estuvieran estrangulando y el jefe continuó:
«Según los padres de mis padres,
nuestro
Aztlán se encontraba al suroeste de este desierto, cerca del mar, a orillas de un gran mar, y con seguridad nunca hubo más de un Aztlán. Pero desde allí, nuestros antepasados y los tuyos vagaron en círculos durante todos esos años. Es muy probable que la última caravana de los azteca, como lo recordarán tus leyendas mexica, efectivamente sí los llevaron directamente del norte a lo que es ahora Tenochtitlan. Sin embargo, Aztlán se debe de encontrar casi directamente al noroeste de aquí».
«Así que tendré que regresar de nuevo… hacia el suroeste desde aquí…», murmuré, acordándome de todos aquellos largos y tediosos meses, de la pestilencia y miseria que sin necesidad había tenido que soportar.
El viejo Patzcatl se encogió de hombros. «Yo no te digo que
tienes
que hacerlo, pero si
quieres
continuar en eso, no te aconsejaría ir más al norte. Aztlán no se encuentra allí. Al norte sólo hay más desierto, un desierto más terrible, un desierto sin misericordia, en el que ni nosotros los fuertes mapimí podemos vivir. Sólo los yaki de vez en cuando penetran brevemente en ese desierto, porque sólo ellos son más crueles que el desierto mismo».
Con tristeza recordé lo que había pasado hacía diez años y dije: «Sé cómo son los yaki. Regresaré, Jefe Patzcatl, tal y como me aconseja».
«Dirígete hacia allá». Señaló hacia el sur, y hacia donde Tonatíu se caía, sin su manto, a una cama sin cobijas, detrás de las montañas gris blancuzcas que habían caminado conmigo, aunque guardando siempre su distancia, a través de todo mi camino en ese desierto. «Si deseas encontrar el Aztlán, debes ir hacia esas montañas, escalarlas, atravesarlas. Debes de ir más allá de esos montes».
Y esto fue lo que hice. Me dirigí al suroeste, hacia, sobre, a través y más allá de las montañas. Durante más de un año había contemplado aquellos cerros remotos y pálidos, y esperaba tener que escalar paredes de granito, pero al acercarme comprobé que era sólo la distancia lo que me había hecho creerlo. Las faldas de las montañas, que se levantaban del suelo desértico, estaban cubiertas con unos cuantos arbustos, los típicos del desierto, pero el pasto se hacía más denso y más verde al ir ascendiendo. Al llegar a las montañas verdaderamente altas, me encontré con verdaderas florestas y tan hospitalarias como los bosques de la tierra de los rarámuri. Es más, al atravesar aquellos cerros encontré aldeas en cuevas cuyos habitantes se parecían a los rarámuri incluso en la cuestión del pelo, y oí que hablaban un idioma similar hasta que me dijeron que efectivamente eran parientes de los rarámuri, cuya tierra se encontraba mucho más al norte, sobre esa misma cordillera. Cuando por fin bajé de las alturas, del otro lado de la cordillera, me encontré en otra playa, muy al sur de aquella otra a la que había llegado después de haber hecho mi viaje involuntario por mar, hacía más de diez años. Esa costa se llama Sina-lobola, según me dijo la gente de una tribu pesquera, cuya aldea encontré en los alrededores. Esa gente, los kaíta, no se mostraron hostiles, pero tampoco eran muy hospitalarios, simplemente eran indiferentes y sus mujeres olían a pescado. Por lo tanto, no me quedé por mucho tiempo en su aldea y me fui hacia el sur, por Sinalobola, esperando que fuera cierta la afirmación del Jefe Patzcatl de que el Aztlán estaba en algún lado sobre la costa del gran mar.
Durante la mayor parte de mi camino, me mantuve a la altura de las arenas de la playa, con el mar a mi derecha. Había veces que tenía que meterme un poco tierra adentro para evitar una laguna grande o un pantano en la costa o una selva enredada de mangles, y otras veces tenía que esperar en las orillas de los ríos, llenos de cocodrilos, hasta que un lanchero kaíta pasaba por allí y me llevaba al otro lado, en contra de su voluntad. Sin embargo, me movía usualmente con rapidez, sin detenerme y sin contratiempos. Una brisa fresca procedente del mar se mezclaba con el calor del sol, y después del ocaso las arenas de la playa, retenían algo de ese calor, por lo que era muy cómodo dormir en ellas. Mucho después de haber dejado las tierras de los kaíta, y no encontrado más aldeas en donde poder comprar algo de pescado, pude comer de nuevo aquellos cangrejos tamborileros tan raros que me habían asustado la primera vez que los encontré, años atrás. También, el movimiento de la marea me llevó a descubrir otro alimento marino, que puedo recomendar como un platillo delicioso. Me fijé que, cuando las aguas se retiraban, los estrechos de lodo o arena no se quedaban completamente quietos. Aquí y allá se veían pequeños chisguetes y fuentecillas de agua que brotaban del suelo en esos lugares. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia esos sitios y esperé a ver esos pequeños chisguetes, escarbé con mis manos hasta hallar lo que ocasionaba ese movimiento. Me encontré con una concha azul, de forma ovalada y lisa, una almeja tan grande como la palma de mi mano. Me imagino que el chorrito de agua era su modo de toser y sacarse la arena de la garganta o lo equivalente a la garganta de una almeja. De todos modos, escarbando en esos estrechos, recogí una carga de almejas y me las llevé a la playa, con la intención de comérmelas crudas.
Entonces se me ocurrió una idea. Excavé un hoyo no muy profundo en la arena seca y coloqué allí las almejas, pero antes envolví cada una con hierba del mar húmeda para evitar que alguna arena o basura entrara, luego puse una capa de arena encima. Encima de eso encendí una fogata con hojas muertas de palmera y dejé el fuego fuerte durante un tiempo, después hice a un lado sus cenizas y desenterré mis almejas. Sus conchas habían servido como casas de vapor en miniatura, cociéndose en sus propios jugos salados. Abrí las conchas y me las comí, calientes, tiernas, deliciosas, y luego me tragué el líquido que contenía la concha y les digo que pocas veces he disfrutado de un alimento tan sabroso, ni siquiera en la cocina de palacio.
Sin embargo, mientras continuaba mi marcha hacia abajo sobre aquella costa interminable, las mareas ya no se alejaban de los estrechos lisos y accesibles, dentro de los cuales podía meterme a recoger almejas. Las mareas, sencillamente se levantaban o bajaban al nivel del agua, en los ilimitados pantanos que de pronto se cruzaron en mi camino. Éstos eran selvas de mangles, enredados unos con otros por el heno que colgaba de sus ramas y que se alzaban fastidiosamente encima de sus muchas raíces. Cuando la marea estaba baja, el pantano era una masa de lodo pegajoso y charcos apestosos. Cuando la marea subía, se cubría de agua mala. Continuamente, esos pantanos estaban calientes, húmedos, pegajosos, apestosos y llenos de voraces mosquitos. Traté de ir hacia el este para encontrar un camino alrededor de los pantanos, pero las ciénagas parecían extenderse hacia adentro, hasta llegar a la cordillera. Así es que atravesé aquel lugar lo mejor que pude; cuando era posible brincaba de un pedazo de tierra seca a otro, pero la mayor parte del tiempo tuve que vadear, incómodamente, el agua fétida y el cieno.