Aun el impetuoso Cortés comprendió que se le estaba recordando fríamente la posición tan frágil en que se encontraban, así es que dejando el templo a un lado, murmuró unas palabras de disculpa. Ante lo cual Motecuzoma también perdió algo de su frialdad y dijo:
«Sin embargo, trato de ser un hombre justo y un anfitrión generoso. Me he dado cuenta de que ustedes los Cristianos no tienen un lugar en donde adorar a sus dioses, y no me opongo a que lo hagan. Ordenaré que el pequeño Templo Águila que está en la gran plaza se limpie y que sean quitadas las piedras de sus altares y sus imágenes, y todo aquello que pueda ser ofensivo a su religión. Sus sacerdotes pueden amueblarlo como ellos lo requieran y el templo
será
su templo por el tiempo que ustedes lo deseen».
Naturalmente que nuestros propios sacerdotes no oyeron con agrado ni siquiera esa pequeña concesión que les había otorgado a los extranjeros, pero no hicieron más que gruñir cuando los sacerdotes blancos se apoderaron del pequeño templo. De ahí en adelante, el lugar fue más frecuentado que nunca antes. Los sacerdotes Cristianos parecían decir sus misas y demás servicios continuamente de mañana a tarde, ya fuera que los soldados blancos atendieran esos servicios o no, o para una gran cantidad de nuestra propia gente, que atraída por la simple curiosidad empezó a acercarse a esos servicios. Digo nuestra propia gente, pero en realidad se trataba principalmente de las mujeres de los hombres blancos y los guerreros aliados de otras naciones. Pero los sacerdotes usaban a la Malintzin Dará que ella tradujera sus sermones, y veían gustosos cuando muchos de los participantes paganos se sometían —aun no más que curiosos por la novedad de ello— a tomar la sal y a ser rociados con el agua del bautismo que les daba un nombre nuevo. De todos modos, la concesión de ese templo por parte de Motecuzoma, temporalmente distrajo a Cortés de poner sus manos violentas sobre nuestros antiguos dioses, como lo había hecho en otros lugares.
Cuando los españoles llevaban en Tenochtitlan poco más de un mes, pasó algo que pudo haberlos expulsado de allí para siempre y hasta de todo El Único Mundo. Un mensajero-veloz llegó de parte del Señor Patzinca de los totonaca, y si se hubiera entregado su mensaje a Motecuzoma, como anteriormente se había hecho, la estancia del hombre blanco hubiera terminado entonces. Sin embargo, el mensajero dio su informe al ejército totonaca acampado en la tierra firme, y fue llevado por uno de esa compañía a la ciudad para que lo repitiera en privado a Cortés. La noticia era que había sucedido algo de mucha gravedad en la costa. Lo que había pasado era lo siguiente: Un recolector de tributos mexica llamado Cuaupopoca, al hacer su visita acostumbrada a varias naciones tributarias, acompañado por una tropa de guerreros mexica, había recogido los tributos anuales de los huaxteca, quienes también vivían en la costa, pero al norte de los totonaca. Luego, llevando una caravana de cargadores huaxteca reclutados para cargar sus propios bienes tributarios a Tenochtitlan, Cuaupopoca se había ido al sur a la tierra totonaca, como lo había estado haciendo año tras año, durante mucho tiempo. Pero al llegar a la capital Tzempoalan, grande fue su asombro e indignación al encontrarse que los totonaca no esperaban su llegada. No se había reunido nada para él; no se encontraba ningún cargador esperándolo; el gobernante Señor Patzinca ni siquiera tenía preparada la lista acostumbrada para que Cuaupopoca supiera en qué consistía el tributo.
Como venía de las tierras fronterizas del norte, Cuaupopoca no había oído nada de las desventuras que les habían sucedido a los registradores mexica quienes siempre eran enviados antes que él y no había sabido nada de lo ocurrido. Motecuzoma le pudo haber enviado un mensaje con facilidad, pero no lo había hecho. Y jamás sabré si el Venerado Orador simplemente se olvidó, por la presión de tantos otros sucesos, o si deliberadamente decidió que las recolecciones de tributos siguieran como de costumbre, sólo para ver qué
pasaba
. Bueno, Cuaupopoca trató de hacer su trabajo. Le exigió el tributo a Patzinca, quien retorciéndose las manos rehusó a entregárselo, con el argumento de que ya no era un subordinado de la Triple Alianza. Tenía nuevos amos, blancos, quienes vivían en una aldea fortificada más abajo en la playa. Patzinca, lloriqueando, le sugirió a Cuaupopoca que se dirigiera al oficial blanco encargado de allí, un tal Juan de Escalante. Enfurecido y extrañado, pero decidido, Cuaupopoca llevó a sus hombres a la Villa Rica de la Vera Cruz, para ser recibidos con burlas en un idioma incomprensible, pero que en la forma en que era hablado se podía reconocer que era insultante. Así que él, un simple recolector de tributos, hizo lo que hasta entonces ni el poderoso Motecuzoma había hecho todavía: se opuso a ser tratado de una manera tan despectiva y se opuso de un modo extenuante, violento y decisivo. Al hacerlo, Cuaupopoca tal vez cometió un error, pero lo hizo de una manera grande, de la manera señorial esperada de los mexica. Patzinca y Escalante cometieron un error más grande al provocar esta reacción, porque debieron ser conscientes de su vulnerabilidad. Casi todo el ejército totonaca había marchado con Cortés, junto con prácticamente todos los suyos. Tzempoalan tenía pocos hombres que lo pudieran defender, y Vera Cruz no se encontraba en mejor posición, ya que la mayoría de su ejército consistía en unos remeros que se habían quedado simplemente porque no habían barcas en donde requirieran sus servicios. Cuaupopoca, repito, sólo era un oficial menor de los mexica. Tal vez yo sea la única persona que recuerde su nombre, aunque muchos todavía recuerdan el destino que le reservó su ío
nati
. Este hombre era cumplido en su deber de recolectar tributos, y ésa era la primera vez en toda su carrera que se había encontrado con que una nación tributaria lo desafiaba, y él debió de tener un temperamento fiero, como su nombre —quería decir Águila Humeante— y nada podría haberlo detenido en el cumplimiento de su misión. Dio una orden cortante a su fuerza de guerreros mexica y éstos rápidamente se pusieron en acción, porque eran hombres de guerra, aburridos de las pocas exigencias que les demandaba su deber de escolta. Alegremente aprovecharon esa oportunidad para combatir, y no se amedrentaron por los disparos de los pocos arcabuces y ballestas, tirados desde la barricada de la aldea, por los hombres blancos.
Mataron a Escalante y a los pocos soldados profesionales que Cortés había dejado encargados del mando. Los remeros, que no eran hombres de guerra, se rindieron inmediatamente. Cuaupopoca colocó guardias allí y alrededor del palacio de Tzempoalan, y le ordenó al resto de sus hombres despojar a esa nación, que había rendido. Ese año, proclamó a los totonaca aterrorizados que su tributo no comprendería una fracción de sus bienes y productos agrícolas, sino
todo
. Por lo que había sido una hazaña del mensajero Patzinca, el haber escapado del palacio vigilado, y deslizarse entre los guerreros de Cuaupopoca y llevarle la mala noticia a Cortés.
Es seguro que Cortés percibió cuán peligrosa se había convertido su propia posición y lo inseguro de su porvenir, pero no perdió el tiempo meditando. Inmediatamente se dirigió al palacio de Motecuzoma, ni sumiso ni sintiendo miedo. Se llevó al gigante pelirrojo Alvarado, a Malintzin y a una cantidad de hombres bien armados, y todos ellos hicieron a un lado a los mayordomos del palacio y sin ceremonia alguna entraron directamente al salón del trono de Motecuzoma. Cortés se enfureció, o lo simuló, mientras le contaba al Venerado Orador una versión corregida del informe que había recibido. Según lo contó, una banda de ladrones mexica sin provocación alguna había atacado a los pocos hombres que había dejado en la costa y que vivían apaciblemente, y los habían matado. Era un rompimiento grave de la tregua y amistad que Motecuzoma había prometido, ¿y qué haría éste al respecto?
El Venerado Orador sabía de la presencia de la caravana de tributos en esa área en general, así que al oír la narración de Cortés debió de suponer que se habían visto envueltos en una escaramuza que
había
causado daño a los hombres. Pero no era necesario que se apresurara a reconciliarse con Cortés; pudo haber contemporizado el tiempo suficiente como para informarse del verdadero estado de las cosas. Y la verdad era ésta: el único poblado establecido por los hombres blancos en esas tierras se había rendido a las tropas mexica, encabezadas por Cuaupopoca; el aliado más fuerte de los hombres blancos, el Señor Patzinca, se encontraba acobardado en su palacio, prisionero de los mexica. Mientras tanto, Motecuzoma tenía a casi todos los hombres blancos en su isla, una presa que fácilmente podría ser eliminada; y las demás tropas de hombres blancos de Cortés, así como sus guerreros indígenas, con facilidad se podrían detener antes de llegar a la isla, mientras los ejércitos de la Triple Alianza que se encontraban en tierra firme, se juntarían para acabar con ellos. Gracias a Cuaupopoca, Motecuzoma tenía a todos los españoles y sus aliados indefensos en la palma de su mano. Bastaba con cerrar esa mano y hacer un puño y apretar hasta que la sangre corriera entre sus dedos.
No lo hizo. Le expresó a Cortés su consternación y sus condolencias. Mandó una fuerza de sus guardias de palacio para presentar sus disculpas a Tzempoalan y Vera Cruz, y quitarle a Cuaupopoca su autoridad y con órdenes de arrestarlo a él y a sus oficiales principales y conducirlos a Tenochtitlan.
Lo que era peor, cuando Cuaupopoca, quien merecía un premio por lo que había hecho, así como sus
quáchictin
, Águilas Viejas, del ejército mexica, se hincaron con obediencia ante el trono, en donde Motecuzoma se sentaba relajado y cómodo, con Cortés y Alvarado a cada lado y con una voz nada señorial les dijo a los prisioneros:
«Ustedes han excedido la autoridad de su misión. Han avergonzado a su Venerado Orador seriamente y han puesto en peligro el honor de la nación mexica. Han roto la promesa de tregua que le había concedido a estas estimables visitas y todos sus subordinados. ¿Tienen algo que decir en su defensa?».
Cuaupopoca fue cumplido hasta el final, aunque se veía que era más hombre, más noble y más mexícatl, que la criatura en el trono, a quien se dirigió respetuosamente: «Yo lo hice solo y por mi cuenta, Señor Orador. Hice lo que creí mejor. Ningún hombre pudo haber hecho más».
Motecuzoma dijo sin expresión: «Me ha causado un gran daña Pero las muertes y daños han perjudicado a nuestros huéspedes. Por lo tanto… —e increíblemente el Venerado Orador del Único Mundo añadió—: Por lo tanto, cederé mi veredicto al Capitán General Cortés y dejaré que él determine qué castigo merecen».
Evidentemente, Cortés ya había pensado en algo, porque decretó un castigo que seguramente evitaría que ningún individuo tratara de oponerse, y al mismo tiempo fue un castigo que intencionalmente se burlaba de nuestras costumbres y vejaba a nuestros dioses. Ordenó que se matara a los cinco, pero que no fuera una Muerte Florida. No se daría el corazón para alimentar a ningún dios, no se derramaría sangre para honrar algún dios, ni se despojaría a estos hombres de algún miembro de sus cuerpos, para usarse como ofrenda en algún rito de sacrificio.
Cortés mandó a sus soldados traer una cadena larga; era la más gruesa que yo había visto, como una boa redondeada y hecha de hierro; más tarde supe que era de lo que se llama una cadena de ancla, utilizada para inmovilizar sus pesados barcos. Con mucho esfuerzo por parte de los soldados y seguramente causándole mucho dolor a Cuaupopoca y a sus cuatro guerreros, los eslabones gigantescos de aquella cadena fueron puestos sobre las cabezas de los hombres condenados; para que un eslabón colgara del cuello de cada hombre. Fueron llevados al Corazón del Único Mundo, donde un gran madero se había colocado parado en la plaza… a poca distancia de aquí, enfrente de donde ahora se encuentra la catedral, y en donde ahora el Señor Obispo tiene su pilar para exponer a los pecadores en penitencia pública. La cadena se colocó alrededor de la parte superior de ese poste bromoso, de modo que los cinco hombres se encontraban parados en forma circular, dando la espalda a aquel tronco, y sujetados por el cuello. Entonces pusieron una carga de leña previamente remojada en
chapopotli
que se colocó alrededor de sus pies, a lo alto de sus rodillas, y se le prendió fuego. Un castigo tan innovador —pues se trataba de una ejecución en que deliberadamente no se derramaba sangre— jamás se había visto antes por estas tierras, por lo que la mayoría de los habitantes de Tenochtitlan lo fueron a ver. Pero yo lo vi mientras estaba parado a un lado del sacerdote Bartolomé, y éste me confió que tales suplicios eran algo bastante común en España, y que son los más apropiados para la ejecución de los enemigos de la Santa Madre Iglesia, porque la Iglesia siempre le ha prohibido a su clero el derramamiento de sangre, hasta del pecador más grande. Es una lástima, reverendos escribanos, que su Iglesia no emplee unos métodos más misericordiosos de ejecución. Porque he visto muchas formas de matar y de morir en mis tiempos, pero creo que ninguno tan espantoso como el que Cuaupopoca y sus oficiales tuvieron que sufrir ese día.
Lo soportaron valientemente por algún tiempo, mientras las llamas primero brincaban por sus piernas. Arriba del pesado collar de hierro de los eslabones de cadena, sus caras tenían expresiones calmadas y resignadas. No estaban atados de ninguna forma al poste, pero no pateaban sus piernas ni movían sus brazos, o gesticulaban de algún modo indecoroso. Sin embargo, cuando las llamas llegaron a sus ingles y les quemaron sus taparrabos y comenzaron a quemar lo que había debajo, sus expresiones eran de agonía. Y luego el fuego ya no necesitó ser alimentado de leña o
chapopotli
; bastó con el aceite natural de sus pieles, así como el tejido grasoso inmediatamente abajo de la piel para que se extendiera. En lugar de que se les estuviera quemando a los hombres, los hombres mismos empezaron a quemarse por sí mismos y las llamas subieron tan altas que casi no distinguíamos sus caras. Pero vimos el destello más fuerte de cuando su pelo se consumió de pronto y pudimos escuchar los primeros gritos de aquellos hombres.
Después de un rato los gritos se apaciguaron hasta que sólo se escuchó un gemido delgado y agudo apenas distinguible entre el tronar de las llamas, que era más desagradable que los gritos; cuando los espectadores pudimos ver brevemente a los hombres entre las llamas, estaban todos renegridos y arrugados, pero de alguna forma todavía vivían y uno o más continuaron con ese gemido inhumano. Las llamas poco a poco penetraron debajo de su piel y comenzaron a morder sus músculos, y eso hizo que éstos se apretaran de una manera rara, pues los cadáveres de los hombres comenzaron a contorsionarse. Sus brazos se doblaron por sus codos; sus manos con los dedos quemados subieron a sus caras, o mejor dicho donde habían estado sus caras. Lo que quedaba de sus piernas lentamente se dobló a la rodilla y a la cadera; se levantaron del suelo y se encogieron contra sus estómagos. Conforme quedaban colgados y asados se iban encogiendo, hasta que dejaron de parecer hombres, tanto en tamaño como en aspecto. Sólo sus cabezas achicharradas y sin facciones seguían siendo de tamaño normal; por lo demás parecían cinco niños, renegridos, y en una postura semejante a la de un niño cuando duerme. Y era difícil creer que dentro de esas cosas dignas de lástima todavía había vida, pues ese ruido agudo continuó hasta que sus cabezas estallaron. La leña remojada en
chapopotli
da un fuego caliente y tal calor que hace que el cerebro hierva y se vaporice hasta que el cráneo ya no lo pueda contener más. Hubo un ruido repentino como el de una olla de barro cuando se rompe y se oyó cuatro veces más, y luego no se escuchó más que el ruido de los últimos pedazos de los cuerpos, que caían al fuego, y el suave rechinar de la leña que descansaba en una suave cama de brasas. Tardó bastante en enfriarse la cadena del ancla lo suficiente como para que los soldados pudieran desenredarla del poste quemado y dejar que los cinco pequeños cuerpos cayeran a las cenizas para quedar completamente quemados, y se llevaron la cadena para guardarla por lo que ofreciera en el futuro, aunque desde entonces no se ha hecho otra ejecución igual. Eso fue hace once años. Pero el año pasado. Cortés regresó de su visita a España donde su Rey Carlos lo ascendió a Capitán General y lo ennobleció con el título de Marqués del Valle, y Cortés mismo diseñó el emblema de su nueva nobleza. Lo que ustedes llaman su escudo de armas, ahora se puede ver por donde quiera; está marcado con varios símbolos y el escudo está rodeado por una cadena, y en los eslabones de esa cadena cuelgan cinco cabezas humanas.