Azteca (161 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Otro de los raros sucesos que ocurrieron esa Noche Triste fue que, en algún momento, desapareció el cadáver de Motecuzoma del salón del trono de palacio, en donde había quedado por última vez, y jamás se volvió a ver. He oído muchas suposiciones acerca de su paradero: que cuando nuestros guerreros se apoderaron del palacio lo descuartizaron y que esparcieron todos sus miembros; que sus esposas e hijos sacaron el cadáver para disponer de él de una manera más respetuosa; que sus sacerdotes leales manipularon el cadáver para conservarlo y lo escondieron, y con magia le volverían a dar vida otra vez, algún día, cuando ustedes los hombres blancos se hubieran ido y los mexica reinaran de nuevo. Yo creo que el cadáver de Motecuzoma fue mezclado con los cuerpos de los campeones texcalteca, quienes fueron aniquilados en aquel palacio y que sin ser reconocido fue a dar a donde se llevaron los otros: con los animales del zoológico. Pero una cosa sí es segura, Motecuzoma partió de este mundo tan vaga e irresolutamente como había vivido, así es que el lugar en donde descansa su cuerpo, también es tan desconocido como el lugar en donde quedó el tesoro que desapareció, durante esa misma noche.

Ah sí, el tesoro, lo que ahora llaman «el tesoro perdido de los aztecas». Me preguntaba cuándo me interrogarían acerca de eso. Cortés solía llamarme con frecuencia para ayudar a Malintzin a traducir, mientras interrogaba a muchas personas, y cada una de ellas muchas veces y de diversas maneras interesantemente persuasivas, también con frecuencia me exigía lo que
yo
pudiera saber sobre el tesoro, aunque nunca me sujetó a ninguna de esas formas persuasivas. Muchos otros españoles, además de Cortés, repetidamente me lo han preguntado, así como también otros cortesanos han deseado que les diga en qué consistía el tesoro y cuánto valía, y por encima de todo en dónde está ahora. No me creerían si les dijera algunas de las cosas que aún se me siguen ofreciendo hasta este día, sólo les diré que algunas de las personas que con más insistencia me han interrogado y que más generosas se han mostrado, han sido algunas de las más altas señoras españolas.

Ya les he dicho, reverendos frailes, en qué consistía el tesoro. En cuanto a su valor, no sé en cuánto valorarían ustedes aquellas innumerables obras de arte. Aun considerando solamente el oro y las gemas por separado, no puedo hacer la cuenta de su valor en su moneda de maravedíes y reales, pero según me han contado de la gran riqueza de su Rey Don Carlos y su Papa Clemente y otros personajes ricos de su Viejo Mundo, creo que puedo declarar que cualquier hombre que poseyera «el tesoro perdido de los aztecas» sería sin duda el más rico de los ricos de su Viejo Mundo.

¿Pero dónde está? Bueno, el antiguo camino-puente aún se extiende desde aquí hasta Tlacopan o Tacuba, como ustedes prefieran llamarlo. Aunque ese camino es más corto ahora que antes, el último pasaje de canoas del extremo occidental aún está allí, y en ese lugar es donde se hundieron muchos de los soldados españoles por el peso del oro en sus bolsas, jubones y botas. Por supuesto, se debieron de hundir mucho más adentro del fondo del lago en los últimos once años y deben de haber quedado todavía más enterrados por la tierra y la grava que se ha depositado encima en ese mismo lapso de tiempo. Pero cualquier hombre lo suficientemente avaro y lo suficientemente activo como para nadar hacia el fondo y excavar por allí, podría encontrar entre los muchos huesos blanqueados, diademas de oro e incrustadas de joyas, medallones, figuritas y demás. Tal vez no sea lo suficiente como para igualar la riqueza del Rey Don Carlos o el Papa Clemente, pero tendrá lo suficiente como para jamás volverse a sentir ambicioso y codicioso.

Desgraciadamente para aquellos buscadores de tesoros que son realmente codiciosos, la mayor parte del botín fue tirado al lago por orden de Cortés, en el primer pasaje
acali
del camino-puente, el más cercano a la ciudad. El Venerado Orador Cuitláhuac pudo haber mandado a algunos nadadores para recobrarlo más tarde, y tal vez sí lo hizo, pero tengo razones para dudar de ello. De todos modos, Cuitláhuac murió antes de que Cortés pudiera preguntárselo, ya sea cortésmente o empleando sus métodos persuasivos. Y si algunos de los nadadores mexica sacaron el tesoro de su nación, quizá también han muerto o son hombres de la más excepcional discreción.

Creo que la mayor parte del tesoro aún yace donde Cortés lo mandó tirar en aquella Noche Triste. Pero cuando Tenochtitlan fue arrasada hasta sus cimientos, más adelante y después de eso, cuando se limpió el escombro para hacer la reconstrucción de la ciudad en el estilo español, los restos inútiles de Tenochtitlan simplemente fueron amontonados a ambos lados, de la isla, en parte por conveniencia de sus albañiles, en parte para aumentar el área de la superficie de la isla. Así que el camino-puente de Tlacopan se acortó gracias al relleno en los límites para alargar la isla y ahora ese pasaje de canoa está bajo la tierra y los escombros. Si estoy en lo cierto en cuanto a mi estimación de donde yace el tesoro, se encuentra en algún lugar profundamente debajo de los cimientos de los elegantes edificios señoriales que adornan su calzada llamada de Tacuba.

De todas las cosas que les he contado sobre la Noche Triste, no he mencionado un suceso que, en sí, determinó el futuro de El Único Mundo. Fue la muerte de un hombre que no tenía ninguna importancia. Si tuvo nombre, jamás lo supe. Tal vez no hizo nada que valiera la pena, ya sea bueno o malo, en todo el transcurso de su vida, excepto el hecho de finalizar sus caminos y sus días aquí y no sé cómo murió, valiente o cobardemente. Pero durante la limpieza del Corazón del Único Mundo, al día siguiente se encontró su cuerpo con una
maquáhuitl
clavada y los esclavos gritaron al encontrarlo, porque no era ni un hombre blanco ni uno de nuestra raza, y ellos jamás habían visto antes una criatura como ésa. Yo sí. Era uno de esos hombres increíblemente negros que habían venido de Cuba con Narváez y éste era aquel cuyo rostro me hizo huir cuando lo vi.

Me sonrío ahora —con tristeza y menosprecio, pero sonrío— cuando veo el caminar altivo y orgulloso de Hernán Cortés, de Pedro de Alvarado, de Beltrán de Guzmán y de todos los demás veteranos españoles quienes se exaltan a sí mismos llamándose «los Conquistadores». Oh, no puedo negar que sí hicieron algunas cosas valientes y atrevidas. Por ejemplo, cuando Cortés mandó quemar su barcos al llegar por primera vez a estas tierras, hazaña que no se ha llegado a superar como una muestra de ostentosa audacia, aunque hubiera sido un capricho de los dioses. Y hubieron más factores que contribuyeron a la caída de El Único Mundo como el hecho deplorable de que el Único Mundo se volvió contra sí mismo: nación contra nación, vecino contra vecino, llegando finalmente hasta hermano contra hermano. Pero si alguien merece ser honrado y recordado con el título de El Conquistador, ése debe ser un solo y único hombre, aquel negro sin nombre que trajo la enfermedad de las pequeñas viruelas a Tenochtitlan.

Él pudo haber contagiado esa enfermedad a los soldados de Narváez durante su viaje para acá, desde Cuba, pero no lo hizo. Les pudo haber transmitido la enfermedad a ellos, y además a las tropas de Cortés, durante su marcha hacia acá desde la costa, pero no lo hizo. Él mismo pudo haber muerto de la enfermedad antes de llegar aquí, pero vivió. Vivió para ver Tenochtitlan y traernos a nosotros la enfermedad. Tal vez fue uno de los caprichos de los dioses que le permitieran vivir y nosotros nada hubiéramos podido hacer para evitarlo. Pero quisiera que no hubieran matado al hombre negro. Habría deseado que él escapara con sus otros compañeros, así tarde o temprano los hubiera contagiado, pero no. Tenochtitlan se vio desgarrado por la viruela, y la enfermedad se extendió por toda la región del lago, hasta llegar a cada comunidad de la Triple Alianza, pero jamás alcanzó Texcala o afligió allí a ninguno de nuestros enemigos.

De hecho, nuestras gentes empezaron a caer enfermas aun antes de que recibiéramos noticias de que Cortés y su compañía habían encontrado refugio en Texcala. Ustedes, reverendos escribanos, sin duda conocen los síntomas y la forma en que la enfermedad avanza. De todos modos, hace mucho que les describí cómo había visto morir años atrás a una joven xiu de la viruela en la lejana población de Tiho. Así es que sólo tengo que decirles que nuestra gente murió de la misma forma: asfixiándose con su tejidos hinchados, dentro de sus narices y gargantas o de alguna forma igualmente espantosa; moviéndose y gritando en un delirio violento hasta que sus cerebros ya no aguantaron el tormento, o vomitando sangre hasta que sus cuerpos quedaron sin una gota de sangre, hasta que quedaron secos como una cascara y no parecieron ya humanos. Por supuesto que yo reconocí muy pronto la enfermedad y les dije a nuestros físicos:

«Es una aflicción entre los hombres blancos y le dan poca importancia, porque raras veces mueren de ella. Le llaman las pequeñas viruelas».

«Si éstas son sus pequeñas viruelas —dijo un doctor sin ningún sentido del humor— espero que nunca nos honren con las más grandes. ¿Qué hacen los hombres blancos para no morir de esto?».

«No hay remedio. Al menos eso dicen. Excepto rezar». Así es que desde aquel momento nuestros templos estuvieron llenos de sacerdotes y adoradores haciendo ofrendas y sacrificios a Patécatl, el dios de la salud, así como también a todos los otros dioses. El templo que Motecuzoma les había prestado a los españoles también estaba lleno, con aquellas de nuestras gentes que se habían sometido al bautismo y que de repente tuvieron la esperanza devota de que en realidad se habían hecho Cristianos, y que por tanto tenían la esperanza de que el dios Cristiano de las pequeñas viruelas viera en ellos a unos hombres blancos simulados, y de ese modo los salvara. Prendían velas y movían sus manos trazando la cruz y murmuraban lo que recordaban de los rituales de los cuales solamente habían recibido una pequeña instrucción y de la cual habían prestado una atención aún más ligera.

Pero nada contuvo la enfermedad y la muerte que traía consigo. Nuestras oraciones fueron tan inútiles y nuestros médicos se vieron tan imposibilitados como los de los maya. No mucho después de haber empezado la enfermedad, también estuvimos a punto de morir de hambre, puesto que la epidemia no pudo mantenerse en secreto y los habitantes de la tierra firme tenían miedo de acercarse a nosotros, por lo que cesó el tráfico de
acaltin
con las provisiones tan necesarias para la subsistencia de nuestra isla.

Pero la enfermedad no tardó en aparecer también en las comunidades de la tierra firme, y una vez que se hizo evidente que toda la Triple Alianza se encontraba en el mismo peligro, los lancheros reanudaron su trabajo, o mejor dicho, los que aún no habían sido atacados por la enfermedad. Porque ésta parecía escoger sus víctimas bajo un aspecto particularmente cruel. Yo jamás enfermé, como tampoco lo hizo Beu ni ninguno de nuestros contemporáneos. Las pequeñas viruelas parecían ignorar a los de nuestra edad, así como a los que estaban enfermos de otra cosa y a aquellos que siempre habían tenido una salud débil. En lugar de todos nosotros, parecía apoderarse de los jóvenes, fuertes y saludables y no desperdiciaba su maleficencia en aquellos que por alguna razón no vivirían por mucho tiempo. El hecho de haber sido afligidos por las pequeñas viruelas fue por lo que dudo que Cuitláhuac hiciera algo jamás por recobrar el tesoro que quedó hundido en el lago. La enfermedad nos cayó encima poco después de la llegada de los hombres blancos, sólo pocos días después de limpiar los desechos que habían dejado, antes de que empezáramos a recobrarnos de la tensión que nos había dejado esa larga ocupación, antes de que pudiéramos reanudar nuestra vida cívica que había sido interrumpida; por eso sé que el Venerado Orador no pudo prestar atención en aquel tiempo en salvar el oro y las joyas. Y más tarde, a medida que la enfermedad se convertía en una epidemia, tuvo otros motivos para dejar esa tarea a un lado. Verán ustedes, durante mucho tiempo quedamos incomunicados de toda noticia que viniera del mundo que estaba más allá de la región del lago. Comerciantes y mensajeros de otras naciones rehusaban entrar en nuestra área contaminada y Cuitláhuac les prohibió a nuestros
pochteca
y viajeros salir a algún otro lado, para que no llevaran una posible contaminación. Creo que pasaron unos cuatro meses después de la Noche Triste cuando uno de nuestros ratones
quimíchime
colocado en Texcoco tuvo el valor suficiente de venir aquí y avisarnos de lo que estaba sucediendo en ese tiempo.

«Entonces sepa, Venerado Orador —le dijo a Cuitláhuac y a los demás, incluyéndome a mí, que ansiosos le escuchábamos— que Cortés y su compañía pasaron algún tiempo solamente descansando y comiendo vorazmente, mientras convalecían de sus heridas y recobraban su salud en general. Pero no lo hicieron para desde allí continuar hacia la costa, abordar sus barcos y dejar estas tierras. Ellos se han estado recuperando solamente con un propósito, para acumular fuerzas y caer otra vez sobre Tenochtitlan. Ahora están otra vez de pie y activos, pues ellos y sus anfitriones texcalteca están viajando por todas las naciones hacia el este, para reunir la mayor cantidad de guerreros de todas las tribus que no son amigas de los mexica».

El Mujer Serpiente interrumpió al ratón para decirle al Venerado Orador con urgencia:

«Esperábamos haberlos aniquilado para siempre, pero como no fue así ahora debemos hacer lo que se debió haber hecho desde hace mucho. Debemos reunir a todas nuestras fuerzas y marchar a su encuentro. Matar hasta el último hombre blanco, cada uno de sus aliados y simpatizantes y a cada uno de nuestros tributarios inconformes que han ayudado a Cortés. Y debemos hacerlo
ahora
, antes de que esté lo suficientemente fuerte como para hacer lo mismo con
¡nosotros!
».

Cuitláhuac dijo débilmente: «¿Cuáles son las fuerzas que sugieres que reunamos, Tlácotzin? Difícilmente podremos encontrar un guerrero en cualquier ejército de la Triple Alianza que pueda levantar con sus dos manos su espada».

«Perdóneme, Venerado Orador, pero todavía tengo más que contarle —dijo el
quimichi
—. Cortés también envió a muchos de sus hombres a la costa, donde ellos junto con sus totonaca desmantelaron algunas de las barcas ancladas. Con un trabajo y dificultad inconcebible han traído muchas de esas piezas de madera y metal tan pesadas desde el mar, cruzando las montañas a Texcala. Allí, en este momento, los carpinteros de Cortés están pegando estas piezas, para hacer barcos más pequeños. Como lo que hicieron, si usted recuerda, cuando construyeron aquel pequeño barco para divertir al difunto Motecuzoma. Pero ahora están haciendo muchos de ellos».

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