Azteca (162 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«¿En tierra firme? —exclamó Cuitláhuac incrédulo—. No hay aguas lo suficientemente profundas en toda la nación Texcala donde pueda flotar algo más grande que un
acali
para pescar. Me parece una locura».

El
quimichi
se encogió de hombros con delicadeza. «Cortés pudo haber perdido la razón gracias a su reciente humillación aquí. Pero con respeto le reitero, Venerado Orador, que estoy diciendo la verdad de lo que he visto, y que yo sí estoy sano, o lo estaba hasta que aquellos hechos me parecieron lo suficientemente peligrosos como para que arriesgara mi vida en traerle estas noticias».

Cuitláhuac sonrió: «Sano o no, fue el acto de un mexica valiente y leal, y te lo agradezco. Serás bien recompensado, y luego se te dará una recompensa mayor: mi permiso para que te alejes de esta ciudad pestilente otra vez y tan rápido como puedas».

Así fue cómo nos enteramos de las acciones de Cortés y cuando menos de algunas de sus intenciones. He escuchado cómo muchas personas —que no estuvieron aquí en aquel tiempo— critican nuestra apatía o estupidez o nuestro confiado sentido de seguridad, porque nos aislamos y no hicimos nada para evitar la llegada de las fuerzas de Cortés, pero la razón de ello era que no podíamos hacer nada. Desde Tzumpanco, que estaba al norte, hasta Xochimilco, en el sur; desde Tlacopan, al oeste, hasta Texcoco, en el este, todo hombre y mujer que no estaba ayudando a cuidar a los enfermos se encontraba moribundo o muerto. En nuestra debilidad, sólo podíamos esperar, tener la esperanza de habernos recobrado hasta cierto grado antes de que regresara Cortés nuevamente. Acerca de eso, no teníamos ninguna ilusión; sabíamos que vendría de nuevo. Y fue durante ese triste verano de espera, que Cuitláhuac hizo un comentario, en mi presencia y en la de su primo Cuautémoc:

«Preferiría que el tesoro de la nación permaneciera para siempre en el fondo del lago de Texcoco, o que se hundiera hasta las profundidades más negras de Mictlan, para que los hombres blancos jamás lo vuelvan a tener en sus manos otra vez».

Dudo que más tarde llegara a cambiar de opinión, porque apenas tuvo tiempo. Antes de que terminara la temporada de lluvias, ya había caído enfermo de las pequeñas viruelas, había vomitado toda su sangre y había muerto. Pobre Cuitláhuac, se había convertido en nuestro Venerado Orador sin la ceremonia debida de coronación y cuando terminó su breve reinado no fue honrado con el funeral que le correspondía por su alto rango.

Para entonces, ni al noble más alto entre los nobles se le podía otorgar un entierro con tambores dolientes y panoplia, pues hasta enterrarlo era un lujo. Sencillamente había demasiados muertos y cada día morían más. Ya no quedaban lugares disponibles en donde enterrarlos o ya no habían suficientes hombres o suficiente tiempo para excavar todas las tumbas que fueran necesarias. En lugar de eso, cada comunidad había designado una extensión de terreno que estuviera cerca, en donde sin ninguna ceremonia se amontonaban sus muertos y se quemaban hasta quedar solamente las cenizas, y aún así, no fue fácil incinerar tantos cadáveres en los días húmedos, en la temporada de lluvias. Tenochtitlan escogió un lugar para quemar a sus muertos que estaba atrás de la colina de Chapultépec, y el tráfico se incrementó mucho entre nuestra isla y tierra firme, pues los lanchones de carga se habían convertido en transportes fúnebres, cuyos remeros eran ancianos indiferentes a la enfermedad y que como rehiletes iban de una orilla a otra durante el transcurso del día y así un día tras otro. De esta manera, el cadáver de Cuitláhuac fue sólo uno de tantos entre los cientos acarreados el día en que murió.

La enfermedad de las pequeñas viruelas fue el verdadero conquistador de nosotros los mexica y de algunos otros pueblos. Y todavía hubo otras naciones que fueron abatidas o que todavía lo están siendo por enfermedades que antes jamás se habían visto en estas tierras, algunas de las cuales hicieron que nosotros los mexica casi nos sintiéramos agradecidos por haber sido visitados sólo por las pequeñas viruelas.

Hay una enfermedad que ustedes llaman la peste, en la que a la víctima le crecen unas bolas negras, en el cuello, la ingle y bajo las axilas, que la ponen en agonía y que hacen que continuamente estire su cabeza y sus extremidades, como si con gusto quisiera deshacerse de esas bolas y no sufrir más dolor. Mientras tanto, cada emanación de su cuerpo —su saliva, su orina y excremento, hasta su sudor y su mismo aliento— tienen un olor tan desagradable que ni el físico más endurecido y humanitario puede soportar estar cerca de la víctima, hasta que al fin las bolas se revientan, saliendo de ellas un chorro nauseabundo de color negro, y el enfermo muere misericordiosamente.

Hay otra enfermedad que ustedes llaman el cólera, cuyas víctimas sienten calambres en cada uno de los músculos de su cuerpo y que pueden sentirlos de vez en cuando o todos al mismo tiempo. De pronto, un hombre puede sentir que sus brazos o piernas se contorsionan en un dolor angustioso y luego se estiran como si quisiera desmembrarse a sí mismo y en el siguiente momento se vuelve a encoger hasta que todo su cuerpo se convulsiona en un nudo de tortura. Y todo el tiempo se siente atormentado también por una sed insaciable. Aunque trague torrentes enteros de agua, continuamente la echa fuera por medio de una orina y defecación incontrolable. Como no puede retener nada de agua o humedad en su cuerpo se encoge, de modo que cuando por fin muere, parece una semilla seca.

Tienen esas otras enfermedades que llaman el sarampión y la viruela loca que matan de manera menos horrible, pero tan eficaz como las otras. Su único síntoma visible son unas ronchas que provocan una comezón horrible en la cara y el torso, pero esas enfermedades invaden de una manera invisible el cerebro, por lo que la víctima primero cae en la inconsciencia y luego muere.

No les estoy contando algo que ustedes no sepan ya, señores frailes, pero ¿han pensado en eso alguna vez? Las enfermedades espantosas traídas aquí por sus compatriotas, muchas veces se han adelantado y extendido con más rapidez de lo que esos hombres han podido caminar. Algunos de esos pueblos que ellos pensaban conquistar, ya estaban conquistados y muertos antes de que ellos mismos supieran que eran objetos de conquista. Esas gentes murieron sin haber peleado jamás en contra de sus conquistadores o haberse rendido a ellos, y sin siquiera haber visto a los hombres que los mataron. Es completamente posible que todavía haya pueblos en los más remotos rincones de estas tierras; tribus como los rarámuri y los zhu huave, por ejemplo, que ni sospechan que existen tales seres como los hombres blancos. No obstante, esas gentes pueden estar agonizando horriblemente a consecuencia de las pequeñas viruelas o la peste, muriéndose sin saber siquiera que los están
matando
, ni por qué, ni quién, en estos precisos momentos.

Ustedes nos trajeron la religión Cristiana y nos aseguran que el Señor Dios nos recompensará en el cielo, cuando hayamos muerto, pero sólo aceptándolo a Él podemos salvarnos de ir al Infierno cuando muramos. ¿Por qué el Señor Dios nos mandó entonces esas enfermedades que mataron y condenaron a tantos inocentes al Infierno, antes de que ellos pudieran ver a Sus misioneros y oír hablar acerca de Su religión? A los Cristianos constantemente se les pide que alaben cada una de las obras del Señor Dios, lo cual ha de incluir el trabajo que Él hizo aquí. Reverendos frailes, si sólo nos pudieran explicar por qué el Señor Dios escogió mandar Su religión gentil y nueva tras aquellas enfermedades nuevas y cruelmente mortales, entonces nosotros, los que sobrevivimos, podríamos unirnos gozosos a sus cantos de alabanzas ante la infinita sabiduría y bondad del Señor Dios, Su compasión, Su bondad y Su amor paternal hacia todos Sus hijos, de todas partes.

Por decisión unánime del Consejo de Voceros, se dio el título de Uey-Tlatoani de los mexica al Señor Cuautémoc. Sería interesante especular sobre lo diferente que hubiera podido ser nuestra historia y nuestro destino si Cuautémoc hubiera sido el Venerado Orador, como debió ser, al morir su padre Auítzotl, dieciocho años antes. Sería interesante por supuesto, aunque inútil. «Si» es una pequeña palabra en nuestro lenguaje —
tla
— como lo es en el suyo, pero he llegado a creer que es la que lleva más peso sobre sí misma de todas las que componen la lengua.

La cantidad de muertos a causa de las pequeñas viruelas comenzaron a disminuir conforme terminaba el calor del verano y las lluvias se abatían, y con el primer frío del invierno la enfermedad abrió sus garras para soltar al fin, totalmente, las tierras del lago. Pero dejó a la Triple Alianza débil en todo el sentido de la palabra. Toda nuestra gente se sentía desalentada; estábamos apesadumbrados por las incontables muertes; sentíamos lástima por los que habían sobrevivido y que habían quedado horriblemente desfigurados por el resto de sus vidas; estábamos agotados por esa larga visita que nos había traído tanta calamidad; habíamos perdido, individual y colectivamente, toda fuerza humana. Nuestra población había quedado reducida más o menos a la mitad y los que quedaban eran principalmente ancianos y enfermos. Como los que habían muerto eran hombres jóvenes, sin hablar de las mujeres y los niños, nuestros ejércitos habían disminuido en
más
de la mitad. Ningún campeón con sentido común hubiera ordenado una acción ofensiva en contra de los numerosos extranjeros e incluso era dudosa la utilidad de ese ejército para defenderse.

Fue entonces cuando Cortés marchó en contra de la Triple Alianza, en el momento en que se encontraba más débil que nunca. Él ya no podía presumir de una ventaja muy grande en cuanto a armas superiores, porque tenía menos de cuatrocientos soldados blancos y las cantidades que fueran de arcabuces y ballestas que llevaban con ellos. Todos los cañones que había abandonado en la Noche Triste —los cuatro que se encontraban en el palacio de Axayácatl y los treinta o más que había puesto en la tierra firme— los habíamos echado al lago. Pero aún tenía más de veinte caballos, una cantidad de sabuesos y todos los guerreros que le habían seguido antes y los nuevos que acababa de reunir: texcalteca, totonaca y los de otras tribus menores, y los acolhua aún bajo el mando del Príncipe Flor Oscura. En total, Cortés contaba con unos cien mil combatientes. De todas las ciudades y tierras de la Triple Alianza, contando lugares circunvecinos como Tolocan y Cuaunáhuac, que realmente no formaban parte de la Alianza, pero que nos apoyaban, no pudimos reunir más que a una tercera parte de lo que él tenía.

Así que cuando las largas filas de Cortés llegaron procedentes de Texcala, hacia la ciudad-capital más cercana, perteneciente a la Triple Alianza, que era Texcoco, la tomaron. Podría contarles sin omitir nada de la defensa desesperada de esa ciudad debilitada y de las contingencias que sus defensores infligieron y sufrieron, y las tácticas que por último la vencieron… pero ¿para qué? Basta decir que los merodeadores la tomaron. Entre esos merodeadores estaba el Príncipe Flor Oscura de los acolhua, y pelearon contra sus propios guerreros acolhua que apoyaban al nuevo Venerado Orador Cohuanáncoh, o para hablar con la verdad, eran leales a su ciudad de Texcoco. Y así sucedió que en aquella batalla muchos acólhuatl se encontraron luchando contra otro acólhuatl que era su propio hermano. Pero no todos los guerreros de Texcoco murieron en esa batalla, quizás unos dos mil pudieron escapar antes de quedar atrapados allí. Las tropas de Cortés habían atacado a la ciudad por el lado de la tierra firme, por lo que los defensores, cuando ya no pudieron resistir, retrocedieron lentamente hacia la orilla del lago. Allí se apoderaron de todos los
acali
que había: los de pesca, los de caza, los de pasajeros y de carga y aun los
acaltin
elegantes de la corte, y se internaron en el lago. Sus perseguidores, al no tener ninguna canoa con que perseguirlos, sólo pudieron mandar una nube de flechas detrás de ellos, pero éstas hicieron poco daño. Así que los guerreros acolhua cruzaron el lago y se unieron a nuestras fuerzas en Tenochtitlan, en donde, a causa de la muerte de tanta gente, hubo bastante lugar en donde alojarlos.

Cortés sabía, por sus conversaciones con Motecuzoma o por algún otro medio, que Texcoco era la ciudad más fuerte de nuestra Triple Alianza, después de Tenochtitlan. Y después de haber conquistado tan fácilmente la ciudad de Texcoco, confiaba apoderarse de todas las pequeñas ciudades y pueblos que estaban en las orillas de los lagos con mucha más facilidad, así es que él no designó a toda su tropa para hacer esa tarea, ni guió personalmente a la parte de su ejército que lo hizo. Para gran desconcierto de nuestros espías, mandó la mitad de su tropa de regreso a Texcala. La otra mitad la dividió en destacamentos, cada uno comandado por uno de sus oficiales: Alvarado, Narváez, Montejo, Guzmán. Algunos salieron de Texcoco hacia el norte y otros hacia el sur, y comenzaron a rodear el lago, atacando por el camino, ya fuese por separado o simultáneamente a todas aquellas comunidades pequeñas. Aunque nuestro Venerado Orador Cuautémoc había empleado la flota de canoas traída por los fugitivos acolhua para enviar a esos mismos guerreros y nuestros propios mexica en ayuda de esos pueblos sitiados, las batallas fueron tantas y los pueblos estaban tan retirados unos de otros que no pudo enviar suficientes hombres a cada una de ellas para poder cambiar el curso de los acontecimientos. Cada lugar que atacaban las fuerzas guiadas por los españoles era tomado. Lo mejor que pudieron hacer nuestros hombres fue rescatar de esos pueblos a todos los guerreros que habían sobrevivido y llevarlos a Tenochtitlan, para reforzar nuestra propia defensa, cuando nos llegara el turno.

Se supone que por medio de mensajeros, Cortés dirigió la estrategia general de sus oficiales y de sus batallones, pero él y Malintzin permanecieron en el lujoso palacio de Texcoco, en donde yo mismo había vivido, y mantuvo allí a la fuerza al desventurado Venerado Orador Cohuanácoch, como su anfitrión, o su huésped o su prisionero. Pues debo mencionar que el Príncipe Heredero Flor Oscura, quien había envejecido esperando convertirse en UeyTlatoani de los acolhua, jamás obtuvo la distinción de ese título.

Aun después de la toma de la capital de los acolhua, en donde las tropas de Flor Oscura habían jugado un papel importante, Cortés decretó que el inofensivo Cuahuanácoch debería permanecer en el trono. Cortés sabía que todos los acolhua, a excepción de los guerreros que durante tanto tiempo seguían a Flor Oscura, habían llegado a odiar al antes respetado Príncipe Heredero, por haber sido un traidor a su propia gente y un instrumento del hombre blanco. Cortés no podía correr el riesgo de provocar un futuro levantamiento en toda esa nación al entregar el trono al traidor, trono por el cual había traicionado a su gente. Aun cuando Flor Oscura se había rebajado a aceptar el rito del bautismo, teniendo a Cortés como padrino y con notoria zalamería tomó el nombre cristiano de Fernando
Cortés
Ixtlil-Xóchitl, su padrino cambió un poco su determinación, lo suficiente como para nombrarlo señor gobernante de tres provincias insignificantes en las tierras acolhua. Ante eso, Don Fernando Flor Oscura mostró un rasgo de su antiguo temperamento señorial protestando con ira:

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