Azteca (31 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Hicimos las reverencias adecuadas y dejamos el salón del trono. En el corredor, Muñeca de Jade me sonrió dulcemente y me preguntó: «¿Cuántos nombres tienes?».

«Mi señora me puede llamar como le guste».

Ella sonrió aún más dulcemente y puso su delicado dedito sobre su pequeña barbilla.

«Creo que te llamaré… —Sonrió todavía de forma más dulce y dijo con la misma dulzura del jarabe empalagoso del maguey—: ¡Te llamaré Qualcuíe!».

Esa palabra es la segunda persona del singular del imperativo del verbo «traer» y siempre se pronuncia con energía y con voz de mando: «¡Trae!». Mi corazón sintió un gran peso. Si mi último nombre iba a ser ¡Trae! mis recelos acerca de ese arreglo parecían estar justificados. Y no me equivocaba. Aunque seguía hablando con esa voz empalagosa como jugo de maguey, la joven reina perdió toda expresión de modestia, docilidad y sumisión y dijo en una forma verdaderamente regia: «No necesitas interrumpir ninguna de tus tareas escolares durante el día ¡Trae! Pero quiero que estés disponible por las tardes y si es necesario cuando te llame durante la noche. Hazme el favor de transportar todos tus efectos personales al departamento que está directamente enfrente del mío». Y sin esperar de mí una palabra de aquiescencia, sin decir una palabra cortés de despedida, se dio la vuelta y se alejó por el vestíbulo. Muñeca de Jade. Ella llevaba el nombre del mineral
chalchínuitl
, el cual, si bien no es raro ni tiene ningún valor intrínseco, es muy apreciado por nuestra gente porque tiene el color del Centro del Todo. A diferencia de ustedes los españoles, que sólo conocen las cuatro direcciones de lo que ustedes llaman el compás, nosotros percibimos cinco y a cada una de ellas le asignamos un color diferente. Como ustedes, tenemos el este, el norte, el oeste y el sur, y nos referimos a ellos respectivamente como las direcciones de color: rojo, negro, blanco y azul, pero también tenemos el verde para marcar el centro del compás o circunferencia; en otras palabras, el lugar en el cual un hombre se para en cualquier momento dado y todo el espacio comprendido arriba de ese sitio, hasta los cielos y hacia abajo tan lejos como Mictlan, el mundo de ultratumba. Así es que el color verde era importante para nosotros y la piedra
chalchíhuitl
, que es verde, nos era preciosa y solamente una criatura de noble linaje y de alta graduación podría ser llamada apropiadamente por Muñeca de Jade.

Como el jade, esta niña-reina era un objeto que se tenía que manejar cuidadosamente y con el mayor respeto. Estaba exquisitamente hecha como una muñeca, era inefablemente bella, era el trabajo divino de un artífice. Pero al igual que una muñeca, no tenía ninguna conciencia o remordimiento humano. Y, aunque no me di cuenta inmediatamente de mi premonición, ella estaba destinada a romperse como una muñeca.

Debo admitir que estaba regocijado con la suntuosidad de mis nuevas habitaciones.
Tres
cuartos y el retrete conteniendo mi propio baño de vapor. La cama tenía un mayor número de cobijas, sobre la que se extendía una enorme cubierta hecha de cientos de pedacitos blancos, cosidos unos con otros, de piel de ardilla. Encima de todo estaba suspendido un toldo ribeteado y de él colgaban unas cortinas casi invisibles que parecían redes finas y suaves, y que podía correr alrededor de la cama para estar a salvo de los mosquitos y las palomillas de noche.

El único inconveniente de ese apartamento era que estaba muy distante de los otros que atendía el esclavo Cózcatl, pero cuando le mencioné este hecho a Chalchiunénetl, ella habló unas cuantas palabras con el mayordomo de palacio y el pequeño Cózcatl quedó relevado de todas sus otras obligaciones para atenderme sólo a mí. El chico estaba muy orgulloso de esta promoción. Incluso yo me llegué a sentir como un joven señor mimado. Sin embargo, después, cuando Muñeca de Jade y yo caímos en desgracia, estuve muy contento de haber tenido a Cózcatl conmigo, siempre fiel y en todo momento dispuesto a atestiguar en mi favor. Pronto me di cuenta de que si Cózcatl era mi esclavo, yo también lo era de Muñeca de Jade. En aquella primera tarde, cuando una de sus criadas me admitió en la gran estancia, las primeras palabras de la joven reina fueron:

«Estoy muy contenta de que me pertenezcas, ¡Trae!, porque me empezaba a aburrir inefablemente enjaulada en este lugar apartado, como un animal raro». Yo traté de hacer alguna objeción a la palabra «pertenecer» pero ella me hizo callar. «Pitza me ha dicho —y señaló a la sirvienta entrada en años que estaba parada detrás de la banca acojinada en la que ella estaba sentada— que tú eres un experto en capturar el parecido de una persona en papel».

«Me congratulo, mi señora, de que la gente se ha reconocido a sí misma y a los demás en mis dibujos, pero hace algún tiempo que no practico este arte».

«Practicarás conmigo. Pitza, cruza el vestíbulo y haz que Cózcatl traiga todos los utensilios que ¡Trae! necesitará».

El muchachito me trajo algunos palitos de tiza y varias hojas de papel de corteza, las pardas, que son las más baratas porque no están cubiertas con cal, y ésas eran las que usaba para mis toscos dibujos de escritura pintada. A un gesto mío el niño se acomodó en cuclillas en un rincón de la gran habitación.

Dije disculpándome: «Como no tengo buena vista, mi señora, ¿puedo tener su permiso para sentarme cerca de usted?».

Moví una pequeña
icpali
, silla, al otro lado de la banca y Chalchiunénetl sostuvo su cabeza inmóvil y firme, con sus gloriosos ojos sobre mí, mientras yo bosquejaba el dibujo. Cuando hube terminado le extendí el papel, pero ni siquiera le echó una mirada, sino que se lo dio a su sirvienta por encima de su hombro.

«Pitza, ¿soy yo?».

«Hasta el hoyuelo que tiene en la barbilla, mi señora. Y nadie se podría equivocar al ver esos ojos».

Y después de oír esto, Muñeca de Jade se dignó examinarlo e inclinándose hacia mí me sonrió dulcemente. «Sí, soy yo. Soy muy bella. Gracias, ¡Trae! Bueno, ¿también puedes dibujar cuerpos?».

«Bien, sí. Las articulaciones de los miembros, los pliegues de las vestiduras, los emblemas e insignias…».

«No estoy interesada en esos adornos superficiales. Quiero decir el cuerpo. A ver, pinta el mío».

Pitza, la sirvienta, dio un chillido apagado y Cózcatl se quedó con la boca abierta cuando Muñeca de Jade se levantó y, sin ningún recato o vacilación, se quitó todas sus joyas y brazaletes, sus sandalias, su blusa, su falda y finalmente hasta la única prenda
tzotzomatli
que le quedaba. Pitza se fue lejos y enterró su cara sonrojada entre las cortinas de la ventana; Cózcatl parecía incapaz de moverse. La reina se volvió a reclinar en la banca, en una pose de total abandono.

En mi agitación, dejé caer algunos de los materiales para dibujar que tenía en mis rodillas, pero me las arreglé para decir con voz severa: «Mi señora, eso es de lo más indecoroso».

«
Ayya
, el pudor típico del plebeyo —dijo riéndose de mí—. Debes aprender, ¡Trae!, que una mujer noble no siente nada al ser vista desnuda o bañándose o haciendo cualquier función delante de los esclavos. Hembras o machos, siempre serán como mascotas o codornices o mariposillas nocturnas en un cuarto».

«Yo no soy un esclavo —dije inflexiblemente—. Ver a mi señora desnuda, la Señora del Uey-Tlatoani, sería considerado como una ofensa capital y una libertad criminal. Y los esclavos hablarían».

«No los míos. Temen más mi ira que cualquier ley o cualquier señor. Pitza, enséñale tu espalda a ¡Trae!».

La sirvienta, sollozando y sin volverse, deslizó su blusa lo suficiente como para que yo viera las señales en carne viva, que le habían sido infligidas por alguna especie de látigo. Miré a Cózcatl para asegurarme de que él también lo había visto y entendido.

«Bien —dijo Muñeca de Jade, mostrando su sonrisa de jarabe de maguey—. Ven todo lo cerca que quieras, ¡Trae!, y dibújame completa».

Y así lo hice, pero mi mano temblaba tanto que frecuentemente tenía que borrar y volver a delinear. Mi temblor no se debía solamente a mi miedo y aprensión. El ver a Chalchiunénetl completamente desnuda creo que haría temblar a cualquier hombre. Debía haberse llamado Muñeca de Oro, pues dorado era el color de su cuerpo, y cada una de sus curvas, la suavidad de su piel, sus articulaciones y hoyuelos parecían haber sido hechos por un hacedor de muñecas toltécatl. Debo mencionar también, que sus pezones y aureolas eran generosamente grandes y oscuras.

La dibujé en la pose que ella había adoptado: completamente extendida por encima de la banca acojinada, con una pierna negligentemente colgando por la orilla hacia el suelo; sus brazos, detrás de su cabeza, daban un toque de erección más alta a sus pechos. Si bien no podía evitar el ver, por no decir memorizar, ciertas partes de ella, debo confesar que mi sentido mojigato de buenos modales me hizo emborronar algunas partes del dibujo y Muñeca de Jade se quejó de ello cuando le di el dibujo terminado.

«¡Estoy toda tiznada en medio de las piernas! ¿Es que eres demasiado escrupuloso, ¡trae!, o simplemente un ignorante de la anatomía de la mujer? La parte más sacrosanta de mi cuerpo merece ser tratada con
más
detalle».

Se quedó inmóvil encima de la banca con las piernas abiertas encima de mí, que estaba sentado en mi silla baja. Con un dedo buscó lo que en ese momento ella quería mostrar afanosamente, mientras describía: «¿Ves? Estos labios tiernos y rosas se juntan aquí en el frente, para envolver el pequeño
tacapili
, el cual parece una perla rosa y que… ¡ooh!… responde fácilmente al más ligero roce».

Yo estaba respirando pesadamente. Pitza, la sirvienta, se encontraba prácticamente envuelta en las cortinas y Cózcatl parecía permanentemente paralizado, agachado en su rincón.

«Bueno, ¡Trae!, no pongas esa cara de agonizante gazmoño —dijo la joven reina—. No estoy tratando de seducirte, lo único que quería era comprobar si eras un artista. Tengo una tarea para ti».

Se volvió para gritar a la criada: «¡Pitza, deja de estar escondiendo la cabeza! Ven y vísteme otra vez».

Mientras la sirvienta cumplía con su cometido, le pregunté: «¿Quiere mi señora que dibuje el retrato de alguna persona?».

«Sí».

«¿De quién, mi señora?».

«De cualquiera —dijo y yo parpadeé con inquietud—. Verás, cuando camino alrededor de los terrenos del palacio o voy a la ciudad en mi silla de manos no sería de dama señalar con el dedo a un hombre y decir ése. También mis ojos podrían quedar deslumbrados si tratara de ver bien a alguien realmente atractivo. Me refiero a hombres, por supuesto».

«¿Hombres?», le hice eco estúpidamente.

«Lo que quiero, simplemente, es que lleves tus papeles y tus tizas a cualquier parte que vayas. En donde encuentres a un hombre guapo, dibuja su rostro y su figura para mí. —Hizo una pausa para reír ahogadamente—. No necesita tener ropa encima. Quiero muchos dibujos diferentes, tantos como hombres puedas encontrar. Sin embargo, no quiero que nadie sepa qué estás haciendo, ni para quién. Si te preguntan, diles simplemente que estás practicando tu arte. —Me devolvió los dos dibujos que acababa de hacer—. Eso es todo. Puedes irte, ¡Trae!, y no regreses hasta que no tengas para enseñarme un buen haz de hojas dibujadas».

No era tan tonto como para no sentir un presagio en la orden que Chachiunénetl me estaba dando. Sin embargo, deseché eso fuera de mi mente, para concentrarme en mi tarea con la mayor habilidad. El gran problema consistía en tratar de adivinar lo que a una muchacha de quince años pudiera parecer «guapo» en un hombre. No habiéndome dado ningún criterio en que basarme, confiné en mis subrepticios dibujos a príncipes, campeones, guerreros y otros hombres valerosos. Cuando me presenté otra vez ante Muñeca de Jade, con Cózcatl cargado con mi montón de papeles de corteza, puse encima extravagantemente un dibujo hecho de memoria del hombre encorvado color cacao quien seguía tan extrañamente apareciendo en mi vida.

Ella resopló sorprendida diciéndome: «¡Te crees muy chistoso! ¡Trae!; pero he oído murmurar entre las mujeres que se siente un verdadero placer al ser poseída por un enano jorobado y encorvado e incluso… —y ella echó una mirada a Cózcatl—, al ser poseída por un niñito con su
tepule
como el lóbulo de una oreja. Algún día cuando ya me haya cansado de lo ordinario…».

Pasó rápidamente los papeles, entonces se detuvo y dijo: «
¡Yyo ayyo!
Éste, ¡Trae!, tiene unos ojos pardos muy intrépidos. ¿Quién es él?».

«Es el Príncipe Heredero, Flor Oscura».

Ella hizo un lindo gesto de desagrado. «No, éste podría causarme complicaciones. —Ella siguió viéndolos, estudiando atentamente cada dibujo, luego dijo—: ¿Y quién es éste?».

«No sé su nombre, mi señora. Es un mensajero-veloz al que a veces he visto correr llevando mensajes».

«Ideal —dijo, con esa su sonrisa. Puso el dibujo a un lado y apuntándolo dijo—: ¡Trae!».

Ella no sólo se estaba refiriendo a mi nombre, sino también al otro significado posible, o sea:

«¡Tráelo!».

Con cierto temor yo ya había anticipado algo como esto, pero a pesar de ello, empecé a sudar frío. De una manera en extremo tímida y formal le dije:

«Mi Señora Muñeca de Jade, me ha sido ordenado servirle a usted y se me ha prevenido de no corregirla o criticarla. Sin embargo, si no es que estoy interpretando erróneamente sus intenciones, le suplico que las reconsidere. Usted es la princesa virgen del más grande señor en todo El Único Mundo y también la reina virgen de otro gran señor. Será demandada por dos Venerados Oradores y por su propia nobleza, si usted juguetea con algún otro hombre antes de ir al lecho conyugal con su Señor Esposo».

Yo estaba esperando que en cualquier momento me golpeara como lo hacía con sus esclavos, pero me escuchó hasta el final y luciendo su empalagosa e irritante sonrisa me dijo:

«Podría decirte que tu impertinencia puede ser castigada, pero solamente quiero hacerte notar que Nezahualpili es más viejo que mi padre y que su virilidad ha sido minada, aparentemente, por la Señora de Tolan y por todas sus otras esposas y concubinas. Él me tiene aquí secuestrada, en tanto, y sin duda, trata desesperadamente de erguir, con medicinas y encantamientos, su viejo
tepule
marchito. Pero ¿por qué tengo que desperdiciar mis estímulos, mis jugos y mi belleza en flor, mientras espero a su conveniencia o a su capacidad? Si él necesita aplazar sus deberes de marido, en verdad que yo me las arreglaré para que sean largamente pospuestos. Y entonces, cuando él y yo estemos listos, puedes tener la seguridad de que soy capaz de convencer a Nezahualpili de que llego a él como una doncella timorata, prístina y sin experiencia».

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