Azteca (57 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Así fue como supimos cuándo nos aproximábamos a las tierras de la Gente Nube y así también ellos lo supieron. Oímos un silbido penetrante que salía de la montaña que se veía enfrente de nuestro camino. Era un gorgojeo largo como ningún pájaro podría haberlo hecho y, después de un momento, fue repetido por alguien más adelante de nosotros y el mismo silbido exactamente. Después de otros momentos el silbido se repitió idénticamente y casi inaudible a la distancia, muy lejos, delante de nosotros.

«Los vigías tzapoteca —explicó Glotón de Sangre—. Ellos se comunican con silbidos en lugar de gritos como lo hacen nuestros llamadores-a-lo-lejos».

Yo le pregunté: «¿Por qué tienen vigías?».

«Nosotros estamos en la tierra llamada Uaxyácac y esta tierra ha sido disputada por los mixteca, los olmeca y los tzapoteca. En algunos lugares ellos se han mezclado y viven amigablemente unos junto de otros; en otros, se molestan y se roban unos a otros. Así es que todos los que llegan deben ser identificados. Este mensaje a base de silbidos, probablemente en estos momentos esté llegando al palacio de Záachila y sin duda está diciéndole a su Venerado Orador que nosotros somos mexica, que somos mercaderes
pochteca
, cuántos somos y quizás aun el tamaño y forma de nuestros bultos».

Quizás uno de sus soldados españoles montando a caballo y viajando veloz, cruzando a través de nuestras tierras cada día, encontraría cada aldea en la que parara cada noche muy distinta y diferente de la aldea en que pasó la noche anterior. Pero nosotros que viajábamos despacio a pie, no encontrábamos cambios abruptos de un lugar a otro. Además nos dimos cuenta de que al sur del pueblo de Quaunáhuac, todos parecían andar descalzos excepto cuando se vestían para algún festival local, y no notamos una gran diferencia entre una comunidad y otra. La apariencia física de la gente, sus costumbres, su arquitectura, todas esas cosas, sí cambiaban, sí, pero el cambio era usualmente gradual y únicamente perceptible a intervalos. Oh, nosotros pudimos observar aquí y allá, especialmente en las aldeas en donde todos sus habitantes se habían mezclado por generaciones, que un pueblo se diferenciaba de otro solamente porque unos eran más altos que otros, de piel más clara o más oscura, su carácter más jovial o gruñón que el de los otros. Pero generalmente la gente tendía a confundirse indistinguiblemente de un lugar a otro.

En todas partes los hombres que trabajaban llevaban nada más que un taparrabo blanco y se cubrían con un manto blanco en sus ratos de ocio. Las mujeres llevaban la familiar blusa blanca, la falda y presumiblemente la ropa interior usual. La ropa de esa gente estaba avivada en su blancura por bellos bordados y tanto los diseños como los colores variaban de un lugar a otro. También los nobles de diferentes regiones tenían gustos distintos sobre sus mantos de plumas y sus penachos, sus tapones de nariz, sus aretes, sus pendientes, sus brazaletes, los adornos para las pantorrillas y otra clase de aderezos. Pero esas variaciones rara vez eran notadas por los viajeros que cruzaban sus tierras, como nosotros; se necesitaría una larga residencia en una aldea para reconocer a simple vista a un visitante de la aldea vecina a lo largo del camino. Ni siquiera los lenguajes cambiaban bruscamente, ni siquiera en las fronteras de cada nación. La manera de hablar de una nación se mezclaba y emergía dentro del lenguaje de la siguiente y sólo después de varios días de camino se venía a dar cuenta el viajero que estaba escuchando una lengua totalmente nueva.

Ésta había sido una de nuestras experiencias en toda nuestra jornada, hasta esos momentos en que entramos en la tierra de Uaxyácac, la que ustedes se contentan con llamar Oaxaca, en donde el primer silbido melodioso de la bella y única lengua lóochi nos hizo notar que estábamos de repente entre gente completamente diferente a la que nos habíamos encontrado antes.

Pasamos la primera noche en Uaxyácac en una aldea llamada Texitla y no había nada especialmente notable acerca de aquélla en particular. Las casas estaban construidas como todas las que nos habíamos acostumbrado a ver desde hacía algún tiempo, con varas sacadas del alma de las hojas de la palmera y con tejados hechos por sus hojas. Los baños y las cabañas de vapor estaban hechos de barro cocido, como todos los otros que habíamos visto recientemente. La comida que compramos era muy parecida a la que nos había sido servida en noches anteriores. Lo que era diferente era la gente de Texitla.

«¡Pero si son muy bellos!», exclamó Cózcatl.

Glotón de Sangre no dijo nada ya que él había estado antes en esos lugares. El viejo veterano solamente miró alrededor con afectación y aires de propietario, como si personalmente hubiera arreglado la existencia de Texitla con el único propósito de sorprendernos a Cózcatl y a mí.

Nunca antes había estado en una comunidad en donde toda la gente era tan uniformemente bella y que incluso sus ropas de diario tuvieran un colorido tan alegre. Los hombres eran altos y musculosos, y sin embargo no se mostraban arrogantes ni se envanecían de su fuerza; eran alegres y reían y jugaban con sus hijos como si ellos también fueran niños. Las mujeres eran también altas para su sexo, ligeras y gentiles, sus ojos sonreían cuando sus labios lo hacían. Tanto los hombres como las mujeres hacían que los viajeros como nosotros nos sintiéramos bien recibidos, aunque como ya lo explicaré, los tzapoteca no tenían muchos motivos para ser amistosos con nosotros los mexica. A pesar de eso y de que la aldea era pequeña, yo hubiera podido tener una mujer aun y a pesar de que todas las mujeres nubiles parecían estar felizmente casadas.

Sin embargo, Texitla no era el único lugar aislado en donde había gente hermosa, como descubrimos al llegar a la populosa ciudad capital de Záachila y como confirmamos durante nuestra travesía por todo el resto de Uaxyácac. Era una tierra en donde toda la gente era bien parecida y sus maneras tan brillantes como sus vestidos. El gusto de los tzapoteca por los colores brillantes era fácilmente comprensible, ya que esa nación producía los más finos colorantes. Era también el lugar más al norte en el recorrido de papagayos, guacamayos, tucanes y otros pájaros tropicales de esplendorosos plumajes. La razón por la cual los tzapoteca llegaron a ser tan notables especímenes humanos era evidente. Así es que después de un día o dos en Záachila, le dije a un anciano de la ciudad:

«Su pueblo parece ser muy superior a otros pueblos que he conocido. ¿Cuál es su historia? ¿De dónde vinieron ustedes?».

«¿De dónde venimos?», preguntó él con un dejo de desdén en su voz ante mi ignorancia. Él era uno de los habitantes de la ciudad que hablaba náhuatl y que regularmente servía de intérprete a los viajeros
pochteca
y él fue el que me enseñó las primeras palabras que aprendí en lóochi. Su nombre era Gíigu Nashinyá que quiere decir Río Rojo y su rostro parecía un peñasco curtido por los elementos. Me dijo:

«Ustedes los mexica cuentan que sus ancestros llegaron de un lugar muy lejano hacia el norte de sus dominios actuales. Los chiapa dicen que sus antepasados eran originarios de un lugar que estaba a una inmensurable distancia hacia el sur de su tierra actual. Y todos los demás pueblos también dicen que sus orígenes provienen de algún otro lugar, lejos del actual en el que viven. Sí, todos los demás pueblos excepto nosotros los be’n zaa. No nos llamamos a nosotros mismos así por una razón tonta. Nosotros
somos
la Gente Nube… nacidos de las nubes, los árboles, las rocas y las montañas de esta tierra. Nosotros no llegamos aquí. Nosotros siempre hemos estado aquí. Dígame, joven, ¿usted ya ha visto y olido la
gie lazhido
, la flor-corazón?».

Yo le dije: «
Keá, Gíigu zhibi
», que en el lenguaje tzapoteca quiere decir: «No, Señor Río».

«Ya las verá. Los hacemos crecer en los jardines de nuestras casas. La flor es llamada así porque su botón cerrado tiene la forma de un corazón humano. Las amas de casa sólo cortan un botón cada vez, porque una sola flor aunque todavía no esté abierta, llenará de perfume toda la casa. Otra de las distinciones de la flor-corazón es que originalmente creció salvaje en las montañas que ve usted a lo lejos, y creció sólo en estas montañas y no en ningún otro lado. Como nosotros los be’n zaa llegamos a existir solamente aquí y como nosotros todavía florece aquí. Es un regocijo oler y ver a la flor-corazón, como siempre lo ha sido. Y los be'n zaa son gente vigorosa y fuerte, como siempre lo han sido».

Haciendo eco de lo que Cózcatl había dicho, cuando por primera vez él vio a esa gente, yo murmuré: «
Líi skarú
… Gente muy bella».

«Sí, tan bella como alegre —dijo el anciano sin falsa modestia—. La Gente Nube ha permanecido así, manteniéndose como Gente Nube pura. Nosotros purificamos cualquier impureza que crece o se arrastra».

Yo dije: «¿Qué? ¿Cómo?».

«Si un niño nace rnalformado o intolerablemente feo o da evidencias de tener alguna deficiencia mental, no lo dejamos crecer. Oh, nosotros no somos asesinos, como algunas otras tribus bárbaras que no solamente matan a sus infantes, sino que además los devoran. Al infortunado infante sólo se le niega la teta de la madre y se consume y muere en el buen tiempo que los dioses señalen. También desechamos a nuestros ancianos, cuando ellos ya están muy feos para ser vistos o demasiado débiles para cuidarse a sí mismos, o cuando sus mentes empiezan a decaer. Por supuesto, la inmolación de los viejos generalmente es voluntaria y hecha en beneficio público. Yo, también, cuando sienta que mis sentidos o mi vigor empiezan a menguarse, me despediré de todos e iré a la Casa Santa y nunca más volveré a ser visto».

Dije: «Eso me parece bastante cruel».

«¿Es cruel desarraigar el jardín? ¿Podar las ramas muertas de un huerto?».

«Bueno, pues…».

Él dijo sardónicamente: «Usted admira los efectos, pero deplora los medios. Que nosotros escojamos desechar lo inútil y lo que ya no sirve para nada, y que de otra manera vendría a ser una carga para sus compañeros. Que nosotros escojamos dejar morir a los defectuosos y de esa manera prevenir una generación todavía más defectuosa. Joven moralista, ¿usted también condena que nosotros rehusemos engendrar mestizos?».

«¿Mestizos?».

«Hemos sido repetidamente invadidos por los mixteca y los almeca en tiempos pasados, y por los mexica en tiempos más recientes, y sufrimos continuas infiltraciones de tribus más pequeñas alrededor de nuestras fronteras, pero jamás nos hemos mezclado con ninguno de ellos. Si bien los extranjeros se mueven entre nosotros y aun viven entre nosotros, siempre les prohibiremos mezclar su sangre con la nuestra».

Yo le dije: «No sé cómo pueden hacerlo. Hombres y mujeres siempre serán lo que son, y difícilmente podrán permitir un intercurso social con los forasteros y tener la esperanza de prevenir un contacto sexual con ellos».

«Oh, nosotros somos humanos —concedió él—. Nuestros hombres voluntariamente prueban las mujeres de otras razas y algunas de nuestras mujeres voluntariamente van a horcajarse al camino. Pero si alguno de la Gente Nube formalmente toma a un extranjero por marido o por esposa, en ese momento deja de ser Gente Nube. Este hecho es suficiente para que usualmente descorazone a aquellos que desean casarse con extranjeros. Pero hay otra razón por la cual estos matrimonios no son comunes. Seguro que usted podrá darse cuenta de ello».

Yo negué inciertamente con la cabeza.

«Usted ha viajado a través de otros pueblos. Mire a nuestros hombres. Mire a nuestras mujeres. ¿En qué otra nación fuera de Uaxyácac podrían encontrar parejas tan cerca de lo ideal para cada uno de ellos?».

Yo ya lo había notado y su pregunta no tenía respuesta. Privilegiadamente yo había conocido en otros tiempos ejemplares humanos en exceso favorables de otros pueblos: mi bella hermana Tzitzi, que era mexícatl; la Señora de Tolan, que era tecpanécatl; el pequeño y bello Cózcatl, quien era acolhua. Y privilegiadamente ninguno de los especímenes tzapoteca tenía ningún defecto. No podía negar que casi todas sus gentes tenían un rostro y una figura tan superiores como para hacer que la mayoría de los otros pueblos se vieran como los primeros experimentos fallidos de los dioses.

Entre los mexica a mí se me consideraba como una rareza por mi estatura y mi musculatura, pero casi todos los hombres tzapoteca eran tan fuertes y altos como yo y tenían ambas cosas, fuerza y sensibilidad en sus rostros. Casi todas las mujeres estaban ampliamente dotadas con las curvas femeninas, pero eran flexibles como las cañas y sus rostros habían sido hechos en imitación de una diosa: ojos grandes y luminosos, nariz recta, boca hecha para besar, piel traslúcida y sin manchas. Zyanya era un vaso simétrico de cobre barnizado lleno hasta el borde de miel y puesto al sol. Tanto los hombres como las mujeres se paraban altivos y se movían con gracia y hablaban su melodiosa lengua lóochi con voces suaves. Los niños eran exquisitos, más allá de toda descripción y educados con muy buenos modales. Me sentí muy contento de no poder salir de mí mismo para compararme con ellos. Pero los otros forasteros que vi en Uaxyácac, la mayoría de ellos inmigrantes mixteca, se veían entre la Gente Nube terrosos en un color lodoso y en comparación muy imperfectos. Hasta estos momentos todavía no lo puedo creer. Como nosotros decimos, considero con mi dedito el cuento del viejo intérprete Gíigu, de cómo había sido creada su gente… espontánea, espléndida y completamente. Yo no puedo creer que, ya completamente formada, la Gente Nube brotó de esas montañas como la flor-corazón. Jamás ninguna otra nación habló de un origen tan tontamente imposible. Todos los pueblos
deben
venir de algún otro lado, ¿no es así?

Sin embargo puedo creer, porque lo vi con mis propios ojos, que los tzapoteca se negaron orgullosa y obstinadamente a mezclarse con los extranjeros, y que habían preservado su línea sanguínea original, aun cuando eso significara una crueldad hacia los que amaban. Como quiera que haya sido el verdadero origen de la Gente Nube, ellos se conformaron solamente con ser la mejor nación. Puedo creer eso porque yo estaba allí, caminando entre ellos, los hombres admirables y las mujeres deseables. ¡
Ayyot
mujeres notables, irresistibles y atormentadoramente deseables!

Ah, Su Ilustrísima, en nuestra práctica aquí, el señor escribano me acaba de leer la última frase que dije para recordarme en dónde me había quedado en nuestra última sesión.

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