Azteca (67 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Yo dije afligido: «¿Entonces no hay medicina para esto, ni operación…?».

«Lamento decirle que no. Si usted tuviera la ceguera de la enfermedad provocada por la mosca negra,

, yo podría lavar sus ojos con medicamentos. Si estuviera afligido de lo que nosotros llamamos la cortina blanca, sí, yo podría cortarla y darle mejor visión, aunque no perfecta. Pero no existe ninguna operación que haga que el globo del ojo sea más pequeño, no sin destruirlo totalmente. Nosotros nunca llegaremos a conocer un remedio para su condición, al igual que ningún hombre conocerá el secreto del lugar en donde los cocodrilos viejos van a morir».

Sintiéndome todavía más miserable, murmuré: «¿Entonces debo vivir todo el resto de mi vida en niebla, cegato como un topo?».

«Bien —dijo él, sin simpatizar con mi autocompasión—. Usted también puede vivir dándole gracias a los dioses por
no
estar completamente ciego por la cortina o por las moscas o por cualquier otra causa. Usted verá a muchos que lo están. —Él hizo una pausa y luego me hizo notar—: Ellos nunca lo verán a usted».

Quedé tan deprimido por el veredicto del físico que pasé el resto del tiempo en Tamoán Chan de un humor negro y temo que no fui muy buena compañía para mis socios. Cuando un guía de la tribu de los pokomán, de la lejana selva sur, nos mostró los maravillosos lagos de Tziskao, los miré tan fríamente como si el dios de la lluvia maya, Chak, los hubiera creado sólo para afrentarme personalmente. Esos lagos son aproximadamente sesenta cuerpos diferentes de agua, que no están conectados unos con otros por corrientes y no tienen ninguna visible que los provea, aunque nunca disminuyen de agua en la estación seca, ni se desbordan en la estación de lluvias. Pero lo verdaderamente notable acerca de ellos es que ni siquiera dos de sus cuencas son del mismo color.

Desde la altitud en donde estábamos mirando seis o siete de esas cuencas, nuestro guía, apuntando hacia ellas, dijo con orgullo: «¡Contemple usted, joven viajero Ek Muyal! Aquélla es de un azul-verde oscuro; esa otra, de color turquesa; aquélla, verde brillante como una esmeralda; la de allí, verde oscuro como el jade, y ésa, azul pálido como el cielo en invierno…».

Yo gruñí: «Pueden ser rojas como la sangre, por lo que a mí respecta». Y por supuesto esto no era realmente la verdad. La verdad era que yo estaba viendo todo y a todos a través de mi negro desaliento.

Por un tiempo muy breve, acaricié una idea optimista tratando algunos experimentos con el cristal del maestro Xibalbá. Sabía que era para ver cosas de cerca, más de cerca y claramente, pero aun así traté de todas formas, sosteniéndolo cerca de mi ojo, a la distancia de un brazo mientras miraba unos árboles distantes, luego poniéndolo cerca de las ramitas de un arbusto y retrocediendo hasta que difícilmente podía ver el mismo cristal. De nada sirvió. Cuando lo apuntaba hacia las cosas a la distancia de una mano, el cuarzo hacía que todo se viera indistinto más de lo que lo veían mis ojos sin ayuda. Y esos experimentos me deprimieron todavía más.

Aun con los compradores maya estuve irritado y taciturno, pero afortunadamente había tanta demanda por nuestras mercancías que mi conducta desagradable fue tolerada. Bruscamente rehusé el canje de sus pieles de jaguar, ocelotes y otros animales, y las plumas de guacamaya, de tucán y de otros pájaros. Lo que yo quería era polvo de oro o moneda corriente, pero esas cosas casi no circulaban en aquellas tierras incivilizadas. Así es que les dejé saber que canjearía nuestras mercancías: telas, vestidos, joyería y chucherías, medicinas y cosméticos, solamente por plumas de
quetzal tótotl
.

Debo hacer notar que, en teoría, cualquier cazador que adquiera esas plumas verdeesmeralda del largo de una pierna estaba obligado, bajo pena de muerte, a presentarse inmediatamente al cacique de la tribu, quien las utilizaría ya sea como adorno o como moneda corriente en sus tratos con otros caciques maya y los más poderosos gobernantes de otras naciones. Pero en la práctica, creo que no tengo mucha necesidad de decirles que los cazadores daban a sus caciques sólo unas pocas de esas raras plumas y guardaban para sí la mayor parte de ellas, para su enriquecimiento. Ya que yo rehusé tratos que no fueran más que con plumas de
quetzal tótotl
, los clientes ofrecieron sus pieles y otras cosas entre sus propios compañeros, haciendo apresurados tratos… y yo obtuve las plumas del
quetzal tótotl
. Conforme fuimos canjeando nuestras mercancías, fui vendiendo los esclavos que las cargaban. En esa tierra de débiles, ni siquiera los nobles tenían mucho trabajo para los esclavos y pagaban poco por ellos. Sin embargo, cada cacique tribal estaba ansioso de vanagloriarse de su superioridad sobre los otros rivales y tener más esclavos, aunque más bien fueran una carga para su despensa, eso constituía un legítimo lujo del que se podían envanecer. Así es que, en muy buen polvo de oro vendí nuestros diferentes esclavos en una forma imparcial, dos por jefe, a los caciques de los tzotxil, quiche y tzeltal y solamente nos acompañaron de regreso a la tierra de los chiapa los dos que nos quedaron. Uno cargaba el gran bulto, aunque ligero, de las plumas de
quetzal tótotl
, y la carga del otro consistía en aquellas mercancías que todavía no habíamos vendido.

Como lo había prometido, el artesano Xibalbá había terminado los cristales que estaban listos cuando regresé a Chiapán —ciento veintisiete de ellos, en varios tamaños—, y gracias a que había vendido los esclavos, pude pagarle en polvo de oro como le había prometido. Mientras él envolvía cada cristal por separado, cuidadosamente, y luego los acomodaba todos juntos en una tela haciendo un solo paquete, yo le dije por medio del intérprete:

«Maestro Xibalbá, estos cristales hacen que un objeto se vea más grande. ¿Alguna vez ha inventado usted cristales que hagan que las cosas se vean más pequeñas?».

«Oh, sí —dijo sonriendo—. Hasta mi bisabuelo trató de hacer algunas otras cosas aparte de los cristales para encender fuego. Todos lo hemos hecho. Yo también, sólo por diversión».

Le platiqué cuán limitada era mi visión y añadí: «Un doctor maya me dijo que mis ojos estaban formados de tal manera que parecía que siempre estaba mirando a través de uno de esos cristales de aumento. Yo me pregunto si podría encontrar una cosa como cristal reducido y si al mirar a través de él…».

Él me miró con interés, se frotó la barbilla, dijo «hum» y se fue a su cuarto de trabajo que estaba atrás de la casa. Regresó trayendo un cajón de madera con varios departamentos pequeños y en cada uno de ellos había un cristal. Ninguno de ellos era como el cristal simétricamente convexo como una concha de mar; todos ellos eran de diferentes formas, incluso algunos eran pirámides en miniatura.

«Guardo esto sólo como una curiosidad —dijo el artesano—. No tienen ningún uso práctico, pero algunos de ellos tienen raras características. Éste por ejemplo. —Él levantó un pedacito con tres lados planos—. Éste no es un cuarzo, sino una clase de piedra caliza transparente, lo crea o no. Y yo no corté ni pulí esta piedra, sus partes son planas por naturaleza. Sosténgala más allá en el sol, y vea la luz que arroja en su mano».

Así lo hice, esperando a medias un dolor causado por una quemada. En lugar de eso exclamé: «¡La neblina de joyas de agua!». La luz del sol al pasar por el cristal hacia mi mano se transformaba; era una banda de colores, partiendo desde el rojo oscuro en un extremo, hasta el amarillo, el verde, el azul y el púrpura profundo; un pequeño simulacro del arco coloreado que surge en el cielo después de la lluvia.

«Pero usted no anda buscando cosas para jugar —dijo el hombre—. Usted quiere un cristal de disminución. Aquí está». Y él me dio una pieza redonda que no tenía su superficie convexa sino cóncava; lo que quiere decir que se veía como si tuviera dos platos juntos pegados en el fondo.

Yo lo sostuve sobre la orilla bordada de mi manto y el diseño se encogió a la mitad de su tamaño. Levanté mi cabeza todavía deteniendo el cristal enfrente de mí y miré al artesano. Las facciones del hombre, que habían estado borrosas antes, de repente tuvieron forma y se pudieron distinguir, pero su rostro era tan pequeño que parecía como si él se hubiera alejado de mí, como si estuviera en la plaza.

«Es maravilloso —dije temblando. Dejé el cristal y me froté el ojo—. Puedo
verle
… pero muy lejos».

«Ah, entonces su disminución es demasiado poderosa. Ellos tienen diferentes grados de intensidad. Trate éste».

Aquél era cóncavo sólo por un lado; la otra cara era perfectamente plana. Lo levanté con precaución…

«Puedo ver —dije y lo hice como una plegaria de gratitud hacia el más benéfico de los dioses—. Puedo ver de cerca y de lejos. Hay manchas y ondulaciones, pero todo lo demás es claro y distinto como cuando era un niño. Maestro Xibalbá, usted ha hecho algo que los célebres doctores maya admiten que no pueden hacer. ¡Usted ha hecho que vea otra vez!».

«Y durante todas esas gavillas de años… nosotros pensamos que estas cosas eran inservibles… —murmuró muy asombrado consigo mismo. Después habló alegremente—. Así es que se necesita un cristal con una superficie plana y con una curva en su interior. Pero usted no puede ir alrededor, sosteniendo siempre esa cosa lejos, enfrente de usted así. Eso sería como si estuviera atisbando por el agujero de un canuto. Trate de acercarlo lo más posible a su ojo».

Así lo hice y grité y me disculpé diciendo: «Pensé que mi ojo se salía de su cuenca».

«Todavía muy poderoso. Debe ser rebajado. Pero hay manchas y ondulaciones según dice usted. Así es que debo buscar una piedra más perfecta y sin los defectos del más fino cuarzo. —Sonrió y se frotó las manos—. Usted me ha puesto la primera tarea nueva que los Xibalbá han tenido por generaciones. Regrese mañana».

Me consumía por la excitación y la espera, pero no dije nada a mis compañeros, en caso de que ese experimento lleno de esperanza terminara en la nada. Tanto ellos como yo volvimos a residir con los Macoboo para nuestra gran comodidad y para el regocijo de las dos primas y esta vez nos quedamos seis o siete días. Yo sostuve que todos necesitábamos un buen reposo antes de emprender la larga jornada de regreso y Cózcatl y Glotón de Sangre no pusieron objeciones. Mi verdadera razón era que estaba visitando varias veces al día al maestro Xibalbá, mientras él trabajaba sobre el cristal más escrupulosamente exacto, haciendo una labor que nunca antes le había sido pedida por nadie.

Había conseguido un pedazo de topacio claro y maravilloso, que estaba empezando a graduar dándole la forma de un disco plano a una circunferencia, que cubría mi ojo desde la ceja hasta la mejilla. El cristal quedaba plano en la parte de afuera, pero en su parte cóncava interior precisaba de cierto espesor y curvatura que solamente podía determinar experimentando sobre mi visión, para irlo graduando lentamente.

«Puedo irlo adelgazando y haciendo mayor la curvatura del arco, poco a poco —dijo él—, hasta que acertemos con el poder exacto de reducción que usted requiere. Pero necesitaremos saberlo con precisión, si corto demasiado se arruina».

Así es que estuve yendo a las pruebas y cuando uno de mis ojos se puso rojo por el esfuerzo cambié al otro y luego otra vez al Primero. Finalmente, para mi indecible regocijo, llegó el día, y el momento de ese día, en que pude sostener el cristal en cualquiera de mis dos ojos y ver perfectamente. Todo en el mundo era ya claro y bien delineado, desde un libro sostenido para leer hasta los árboles de las montañas más allá del horizonte de la ciudad. Estaba extasiado y el maestro Xibalbá se sentía casi igual, lleno de orgullo por su creación sin precedentes.

Le dio al cristal una pulida final con una pasta húmeda de cierta clase de arcilla roja, muy fina. Después alisó la orilla del cristal y lo montó sobre un fuerte anillo de cobre forjado para sostenerlo con seguridad. Este anillo tenía un mango corto con el cual podía sostenerlo enfrente de cada uno de mis ojos y el mango estaba atado a una correa de piel tan larga que podía tenerla siempre alrededor de mi cuello, listo para usarse y asegurado para no perderse. Cuando el instrumento estuvo terminado lo llevé a casa de los Macoboó, pero no se lo enseñé a nadie sino que esperé una oportunidad para sorprender a Glotón de Sangre y a Cózcatl. A la caída del crepúsculo, nos sentamos en el atrio con nuestros anfitriones, la madre del difunto Diez y algunos otros miembros de la familia, siendo todos los hombres maduros fumábamos después de nuestra comida de la tarde. Los chiapa no fuman
poquíetl
, en lugar de eso ellos usan una jarra de arcilla a la que se le hacen varios agujeros; luego la rellenan con
picieíl
y hierbas olorosas acomodándolas para ser fumadas; después cada uno de los participantes inserta en cada hoyo de la jarra una larga caña hueca y toda la comunidad goza fumando.

«Allá viene un muchacha muy bonita», murmuró Glotón de Sangre apuntando con su caña hacia la calle.

Lo único que podía vislumbrar a la distancia era algo pálido que se movía en la oscuridad, sin embargo dije: «Pídeme que la describa».

«¿Eh? —gruñó el viejo guerrero levantando sus cejas, y usando sarcásticamente mi apodo formal me dijo—: Bien, Perdido en Niebla, descríbela… como tú la ves».

Puse mi cristal en el ojo izquierdo y vi a la muchacha claramente a pesar de la escasa luz. Con entusiasmo, como si hubiera sido un tratante de esclavos en su puesto, enumeré todos los detalles físicos de su cuerpo… el color de su piel, lo largo de sus trenzas, cómo eran sus pies desnudos, las facciones regulares de su rostro, que en verdad era muy bonito. Añadí que el bordado de su blusa era de los llamados diseños de cerámica. «También lleva —concluí—, un fino velo sobre su pelo en donde han quedado atrapados unos cuantos
kukaji
, cocuyos. Un adorno muy atractivo». Después solté la carcajada al ver las expresiones de las caras de mis socios.

Como nada más podía utilizar un solo ojo al mismo tiempo, había cierto apocamiento, una carencia de extensión en todo lo que veía. A pesar de ello, pude otra vez ver
casi
todo tan claramente como cuando era un niño y eso era suficiente para mí. Debí haber mencionado que el topacio era de un color amarillo pálido; cuando veía a través de él, todo parecía estar iluminado por el sol, aun en los días grises, es por eso que quizá yo vi al Mundo mucho más hermoso de lo que otros lo vieron. Sin embargo pude descubrir al mirar un espejo de
tézcatl
, que el uso
de
mí cristal no me hacía verme muy hermoso, ya que el ojo que lo cubría se veía más chico que el otro. También, como a mí era más fácil sostener el cristal con mi mano izquierda mientras tenía ocupada la derecha, por un tiempo sufrí de jaquecas. Pronto aprendí a sostenerlo alternativamente en los dos ojos y esa molestia desapareció. Comprendo, reverendos escribanos, que deben de estar aburridos de mi cháchara entusiasta acerca de este instrumento que para ustedes no es ninguna novedad. Nunca había visto un invento como ése hasta muchos años después, cuando tuve mi primer encuentro con los primeros españoles que llegaron. Uno de los frailes capellanes que desembarcaron con el Capitán General Cortés llevaba dos de esos cristales, uno en cada ojo, sostenidos por un cordón de piel atado alrededor de su cabeza.

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