Azteca (68 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Pero, para mí y para el artesano en cristales, mi topacio fue una invención nunca vista antes. De hecho, él rehusó todo pago por su trabajo y aun por el topacio, que debió de ser muy costoso. Insistió en que se sentía bien pagado por el simple orgullo de haber hecho una cosa, que aun los maestros artesanos de la Gente Jaguar jamás soñaron. Así es que en vista de que no quiso aceptar nada de mí, dejé con la familia Macoboo, para que se las entregaran, una cantidad de plumas de
quetzal tótotl
suficiente como para hacer que el maestro Xibalbá fuera probablemente uno de los hombres más ricos en Chiapán, pues yo sentía que él merecía serlo.

Aquella noche, miré las estrellas.

Como había estado por tanto tiempo deprimido, de pronto y muy comprensiblemente me sentía muy feliz, así es que les dije a mis socios: «Ahora que puedo ver, ¡me gustaría contemplar el océano!».

Y estuvieron tan contentos con mi cambio de temperamento, que no pusieron ninguna objeción y pronto dejamos Chiapán yendo hacia el sur y luego hacia el este, aunque tuvimos que volver a atravesar gran cantidad de montañas, en las que había varios volcanes en movimiento. Sin embargo, salimos de esa sierra sin ningún incidente y llegamos a la orilla del mar, en las Tierras Calientes, habitadas por la Gente Mame. A esa región llana se la conoce por Xoconochco y los mame se dedican a trabajar en la producción de algodón y sal, que comercian con otras naciones. El algodón crece en una tierra ancha y fértil que queda entre las montañas rocosas y las playas arenosas. En aquel tiempo estábamos en invierno y por eso no había nada distintivo en esos campos, pero volví a visitar Xoconochco en la estación caliente, cuando las motas de algodón son tan grandes y profusas que las ramas verdes que las sostienen desaparecen de la vista; todo el campo parece blanqueado por una pesada nieve, a pesar de que caían bajo el peso del calor agobiante del sol. La sal se recoge cada año, construyendo diques en las partes poco profundas de las lagunas a lo largo de la costa y dejando secar sus aguas para después cerner la sal de la arena. Como aquélla es tan blanca como la nieve, es muy fácil de distinguir en la arena, pues todas las playas del Xoconochco son de un color negro opaco; están formadas por el cascajo, el polvo y las cenizas de los volcanes que se encuentran tierra adentro. La espuma de las rompientes del mar del sur tampoco es blanca, sino que se ve de un color gris sucio ocasionado por las arenas oscuras siempre en movimiento.

Como la cosecha de algodón y la recolección de la sal son dos faenas muy fatigantes, los mame estuvieron muy contentos de pagarnos un buen precio, en polvo de oro, por los dos últimos esclavos que nos acompañaban, y también nos compraron las últimas mercancías que nos quedaban. Así, tanto Cózcatl, Glotón de Sangre y yo nos quedamos sin carga, solamente con nuestros bultos de viaje, un pequeño fardo de cristales para encender lumbre y un fardo voluminoso pero ligero de plumas que podíamos cargar sin ayuda. De regreso a casa, ya no nos molestaron más bandidos, quizás porque no parecíamos ser una caravana de mercaderes o quizás porque todos los que existían habían oído acerca de nuestro primer encuentro, cuando pasamos por allí.

Nuestra ruta al noroeste fue fácil a todo lo largo de la costa, por tierras llanas todo el camino, teniendo a nuestra izquierda lagunas tranquilas o un mar murmurante, y a nuestra derecha las altas montañas. El clima era tan agradable que sólo buscamos refugio en dos aldeas: Pijijía entre la Gente Mame y Tonalá entre la Gente Mixe, y solamente para darnos el lujo de tomar un baño de agua fresca y gozar de las delicias que el mar local nos ofrecía: huevos crudos de tortuga y carne cocida de ese mismo animal, camarones cocidos, toda clase de mariscos cocidos o crudos, y aun filetes asados de un pez llamado
yeyemichi
, que nos dijeron que era el más grande del mundo y puedo decir que es uno de los más sabrosos. Al fin nos encontramos caminando afanosos directamente hacia el este y otra vez sobre el istmo de Tecuantépec, pero ya no nos detuvimos en esa ciudad, porque antes de llegar allí nos encontramos con otro mercader que nos dijo que si nos desviábamos un poco hacia el norte de la ruta este, que llevábamos, encontraríamos un camino más fácil a través de las montañas de Tzempuülá, diferente del que habíamos tomado antes. A mí me hubiera gustado mucho volver a ver a mi preciosa Gie Bele, no tanto por visitarla simplemente, sino también para poder inquirir acerca de esas personas misteriosas que guardaban el colorante púrpura. Pero después de todo nuestro vagabundear, creo que me sentía impelido de volver a casa urgentemente. Como sabía que mis compañeros también se sentían igual, me dejé convencer para desviarnos hacia el norte, hacia el camino sugerido por el mercader. Esa ruta también nos llevó por un largo camino, a través de otra parte de Uaxyácac por la que no habíamos pasado antes, aunque no quisimos detenernos para nada, hasta que llegamos otra vez a la ciudad capital de Záachila.

Igual como lo hicimos al empezar nuestra expedición, también había ciertos días del mes que se consideraban propicios para regresar. Así es que como ya estábamos muy cerca de casa, pasamos un día completo de ocio en el placentero pueblo de Quaunahuac que está en la montaña. Cuando por fin habíamos escalado la última altura, los lagos y la isla de Tenochtitlan estuvieron la vista y me fui deteniendo en el camino para poder admirarla a través de mi cristal. Quizás viéndola a través de un solo ojo se haya perdido la dimensión de la ciudad, pero de todas maneras era algo muy consolador de ver: los edificios blancos, los palacios brillando a la luz del sol primaveral, los coloridos destellos de sus jardines en las azoteas, las volutas de humo azul de sus templos y fogones, sus banderas de plumas flotando casi sin movimiento en el aire suave, y luego la inmensa pirámide con sus templos gemelos dominándolo todo. Con una mezcla de orgullo y alegría, cruzamos finalmente el camino-puente de Coyohuacan y entramos en la poderosa ciudad la tarde del día de buen augurio Uno-Casa, en el mes llamado El Gran Despertar, en el año Nueve-Cuchillo. Habíamos estado fuera por ciento cuarenta y dos días, más de siete meses nuestros, y habíamos vivido muchas aventuras y conocido muchos pueblos y lugares maravillosos, pero era muy agradable regresar al centro de la majestad mexica, El Corazón del Único Mundo.

Estaba prohibido a todo
pochtécatl
que entrara, en plena luz del día, dentro de la ciudad con toda su caravana, o que desfilara ostentosamente a su entrada, sin importar el éxito que hubiera obtenido y cuanta utilidad pudiera traer la expedición. Aun sin que hubiera existido esa ley de moderación, cada uno de los
pochtécatl
se daba cuenta de que debía regresar a casa con prudencia y discreción. No todas las personas en Tenochtitlan se daban cuenta de cómo dependía de los intrépidos mercaderes viajeros toda la prosperidad mexica, pues mucha gente se resentía de la legítima utilidad que los mercaderes percibían por la prosperidad que brindaban. La clase noble reinante en particular, ya que ellos obtenían su riqueza del tributo pagado por las naciones vencidas e insistían en que el comercio pacífico derogaba su porción devengada del botín de guerra, y estaban en contra del «simple comercio». Así es que cada uno de los
pochtécatl
que regresaban, entraba a la ciudad con vestidos sencillos, escondidos bajo una capa de polvo, y dejaba que los portadores de su tesoro lo siguieran en uno o dos hombres. Cuando un mercader construía su casa debía ser muy modesta, aunque en sus armarios, arcones y bajo los pisos, fuera acumulando gradualmente una riqueza que le permitiría construir un palacio que rivalizaría con el del Uey-Tlatoani. Mis socios y yo no tuvimos ningún problema al entrar en Tenochtitlan; no llevábamos ninguna caravana de
tamémime y
nuestra carga consistía sólo en unos cuantos bultos polvorientos; nuestras ropas estaban manchadas y gastadas y ninguno de nosotros fue a su propia casa, sino que llegamos a una posada común para viajeros.

A la mañana siguiente, después de baños consecutivos de agua y vapor, me puse mi mejor ropa y me presenté en el palacio del Venerado Orador Auítzotl. Como no era un desconocido para el mayordomo de palacio, no tuve que esperar mucho tiempo para ser recibido en audiencia. Besé la tierra frente Auítzotl aunque me abstuve de utilizar mi cristal para verlo claramente, ya que no estaba seguro de lo que el Señor pudiera objetar al ser visto así. De todas maneras, conociéndolo como lo conocía, puedo asegurar que él lucía tan mal encarado como siempre y tan fiero como la piel de oso que adornaba su trono.

«Estamos muy complacidos y también muy sorprendidos de verte regresar intacto,
pochtécatl
Mixtli —dijo con aspereza—. ¿Entonces, tu expedición fue un éxito?».

«Creo que dejará buena utilidad, Venerado Orador —repliqué—. Cuando los viejos
pochteca
hayan evaluado la mercancía, usted podrá juzgar por la parte que le corresponderá a su tesoro. Mientras tanto, mi señor, espero que usted encuentre esta crónica interesante».

A lo cual entregué a uno de sus asistentes los libros maltratados por el viaje que tan fielmente había escrito. Contenían muchas de las cosas que les he estado narrando, reverendos frailes, con la excepción de haber omitido muchas insignificancias, como mis encuentros con mujeres, aunque, considerablemente incluía más descripciones del terreno, de las comunidades y sus gentes, aparte de muchos mapas que había dibujado.

Auítzotl me dio las gracias y me dijo: «Nosotros y nuestro Consejo de Voceros, los examinaremos atentamente».

Yo le contesté: «En caso de que alguno de sus consejeros sea muy viejo o falto de vista, Señor Orador, encontrará esto muy útil —y le alargué uno de los cristales para encender lumbre—. Traje un buen número para vender, pero el más grande y brillante lo traje como un regalo para el Uey-Tlatoani».

Él no se sintió muy impresionado hasta que le pedí permiso para acercarme y demostrarle cómo podía utilizarlo, tanto para el escrutinio en la lectura de palabras pintadas como para cualquier otra cosa. Después lo guié hacia una ventana abierta y utilizando un pedazo de papel de corteza le enseñé cómo podía utilizarlo también para encender un fuego. Entonces quedó encantado y me dio las gracias efusivamente.

Mucho tiempo después, me dijeron que Auítzotl siempre llevaba su piedra de hacer lumbre a todas las campañas guerreras en las que tomaba parte, pero que se divertía más en darle un uso menos práctico en tiempos de paz. Ese Venerado Orador ha sido recordado, hasta nuestros días por su carácter irascible y sus caprichos crueles; su nombre ha venido a ser parte de nuestro lenguaje, pues cualquier persona que cause problemas, ahora es llamada
auítzoil
. Pero al parecer, el tirano tenía también un rasgo infantil para hacer travesuras. En conversación con cualquiera de sus más dignos sabios, se las arreglaba para llevarlo hacia una ventana y sin que el sujeto se diera cuenta, sostenía su cristal de tal manera que los rayos del sol pasaran a través sobre la espalda o la rodilla desnuda del hombre quemándolo y luego se moría de risa al ver al viejo sabio saltando como un conejo joven.

Del palacio regrese a la posada para recoger a Cózcatl y Glotón de Sangre, ambos también limpios y bien vestidos, y por nuestros dos fardos de mercancías. Los llevamos a la Casa de los Pochteca e inmediatamente fuimos recibidos por los tres viejos que nos habían ayudado en nuestra partida. Mientras nos servían tazas de
chocólatl
con esencia de magnolia, Cózcatl abrió el más grande de nuestros bultos para que su contenido fuera examinado.

«
¡Ayyo!
—exclamó uno de los viejos—. Ha traído solamente en plumas una respetable fortuna. Lo que debe hacer es conseguir a los nobles más ricos y ofrecérselas en subasta, por polvo de oro. Cuando se alcance el precio más alto,
sólo hasta entonces
, deje que el Venerado Orador sepa acerca de la existencia de esta mercancía. Simplemente para mantener su propia supremacía, él pagará muy por encima del precio más alto de postura».

«Como ustedes lo aconsejen, mis señores», dije estando de acuerdo y luego hice otra señal a Cózcatl para que abriera el bulto más pequeño.

«
¡Ayya!
—dijo otro de los viejos—. Me temo que en esto usted no ha estado muy atinado. —Y movía tristemente entre sus dedos, dos o tres cristales—. Están muy bien pulidos y cortados, pero me apena decirle que no son joyas. Son simples cuarzos, cuyo valor intrínseco es mucho menor al del jade y no tiene ninguna relación religiosa como la que le da tan insólito valor a éste».

Cózcatl no pudo evitar una risita, ni tampoco Glotón de Sangre una sonrisa de conocimiento. Yo también sonreí cuando dije: «Sin embargo, observen, mis señores», y les mostré las dos propiedades de los cristales e inmediatamente se excitaron.

«¡Increíble! —dijo uno de los viejos—. ¡Usted ha traído algo completamente nuevo a Tenochtitlan!».

«¿Dónde los encontró? —dijo otro—. No, no piense ni siquiera en contestarme. Discúlpeme por preguntarle eso. Un tesoro único que sólo puede ser del que lo descubrió».

El tercero dijo: «Ofreceremos los más grandes a los nobles más altos y…».

Le interrumpí haciéndole notar que todos los cristales, chicos y grandes tenían la misma propiedad por igual, de agrandar los objetos y de encender fuegos, pero él me hizo callar con impaciencia.

«No importa eso. Cada
pili
querrá un cristal de acuerdo a su alto rango y a su sentido de propia importancia. Ahora bien, un ornamento tallado artísticamente en jade vale dos veces su peso, en polvo de oro. Por éstos, sugiero que empecemos a ofrecerlos a ocho veces el valor de su peso. Con los
pípiltin
ofreciendo cada vez más, usted obtendrá mucho más».

Jadeé perplejo: «Pero mis señores, ¡eso nos haría ganar mucho más de mi peso en oro! Aun después de haber contribuido con la parte correspondiente a el Mujer Serpiente, a esta honorable sociedad y aun dividido en tres partes… ¡nos colocaría entre los tres hombres más ricos de Tenochtitlan!».

«¿Y por qué pone usted algún reparo en eso?».

Yo tartamudeé: «Es que… no me parece muy correcto… tener una ganancia tan inmensa en nuestra primera aventura… y viniendo de un cuarzo común como ustedes dicen… y sobre todo de un producto que puedo suplir en grandes cantidades. Porque, yo podría proveer de cristales para encender a cada una de las más humildes amas de casa en todos los dominios de la Triple Alianza».

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