«Ah, esto —dijo Zyanya—. Es bonito ¿verdad? Entre los efectos de mi madre, encontramos un pequeño recipiente de cuero que tenía un colorante de este color. Mi padre se lo dio poco antes de que él desapareciera. Como sólo había lo suficiente para teñir estas dos blusas, no pudimos pensar qué otro uso darle. —Luego me dijo vacilante y casi con desazón—: ¿Tú crees que hicimos mal, Zaa, al apropiárnoslo para una frivolidad?».
Dije: «De ninguna manera. Todas las cosas bellas deberían estar reservadas solamente a las personas bellas. Pero, decidme, ¿habéis lavado ya esas blusas?».
Las muchachas me miraron perplejas: «Pues, sí, varias veces».
«Entonces el color no se corre, ni se decolora».
«No, es un buen colorante —respondió Beu Ribé y entonces me dijo lo que había estado tratando de averiguar—. Esto es por lo que perdimos a nuestro padre. El fue al lugar en donde se encuentra el colorante, para comprar una gran cantidad y hacer una fortuna con esto, y nunca más regresó».
Dije: «Eso fue hace años. ¿No erais vosotras demasiado jóvenes como para recordar si vuestro padre mencionó adónde había ido?».
«Hacia el suroeste, a lo largo de la costa —dijo frunciendo el ceño por la concentración—. Él habló de un lugar salvaje con grandes rocas, en donde el océano ruge y se estrella».
«En donde vive una tribu ermitaña que se llama Los Desconocidos —agregó Zyanya—. Oh, también mencionó, ¿recuerdas Beu?, dijo algo acerca de caracoles. Nos prometió traernos conchas pulidas para hacernos un collar».
Tratando de no parecer demasiado ansioso, pregunté: «¿Podría alguna de vosotras guiarme cerca del lugar en donde creéis que él fue?».
«Cualquiera puede —dijo la hermana mayor, haciendo un gesto vago hacia el oeste—. La única costa con rocas en estas partes es allá».
«Pero el lugar exacto del colorante debe de ser un secreto bien guardado. Nadie más lo ha encontrado desde que vuestro padre fue a buscarlo. Una de vosotras podría recordar, mientras vamos hacia allá, algunas otras alusiones que haya dejado caer».
«Es posible —dijo la más joven—. Pero, Zaa, tenemos que en cargarnos de la hostería».
«Por mucho tiempo, mientras me estuvisteis atendiendo, os turnasteis como hosteleras. Seguro que alguna de vosotras podría tomarse unas vacaciones. —Ellas se miraron con incertidumbre y yo persistí—: Estaréis persiguiendo el sueño de vuestro padre Él no fue un tonto. Allí
hay
una fortuna en colorante púrpura». Alcancé una maceta cerca de allí y corté de la planta dos pajitas, una corta y una larga y las sostuve en mi puño de tal manera que sobresalieran al mismo nivel. «Escoged. La que tome la pajilla corta se gana unas vacaciones y una fortuna que los tres podemos compartir».
Las muchachas vacilaron sólo un momento, luego estiraron sus manos y escogieron. De eso hace más o menos cuarenta años, mis señores, y hasta este día no puedo decirles quién de los tres ganó o perdió al escoger. Lo único que puedo decirles es que Zyanya tomó la más corta. Y así, como un eje pequeño y trivial da vueltas, nuestras vidas dieron vuelta en ese instante.
Mientras las muchachas cocinaban y secaban comida de
pinoli
y molían y mezclaban
chocólatl
para nuestras provisiones, fui al mercado de Tecuantépec para comprar otras cosas que necesitaríamos en el viaje. En la tienda del armero sopesé y balanceé varias armas, finalmente seleccioné una
maquáhuitl
y una lanza corta que se acomodaba mejor a mi brazo. El armero dijo: «¿Se está preparando el joven señor para enfrentarse a algún peligro?».
Respondí: «Voy a la tierra de los chóntaltin. ¿Ha oído hablar de ellos?».
«
Ayya
, sí. Esa gente horrible que vive en la costa. Chóntaltin es por supuesto la palabra en náhuatl. Nosotros los llamamos los zyú, pero quiere decir lo mismo: Los Desconocidos. Actualmente, todos son huave, una de las tribus de los huave más bestiales y escuálidas. Quizá sepa que los huave no tienen realmente tierra propia. Nosotros los toleramos viviendo en pequeños grupos aquí y allá, en tierras que no nos son aptas».
Yo dije: «Arriba, en las montañas de Tzempuüla, una vez pasé la noche en una de sus aldeas. No eran gente muy sociable».
«Bueno, si durmió entre ellos y despertó vivo, conoció a una de las tribus huave más benigna. No encontrará a los zyú de la costa tan hospitalarios. Oh, ellos le darán una bienvenida calurosa, quizá demasiado calurosa. A ellos les gusta asar y comerse a los visitantes, para cambiar un poco su monótona dieta de pescado».
Yo estuve de acuerdo con él, en que ellos eran encantadores, pero le pregunté cuál era el camino más fácil y expedito para llegar.
«Usted puede ir directamente de aquí hacia el suroeste, pero hay una cadena de montañas volcánicas por ese camino. Le sugiero que siga el río que corre hacia el sur hasta el océano, luego a lo largo de las playas. O hacia nuestro puerto pesquero de Nozibe donde podrá encontrar a un barquero que lo llevará todavía más rápido por el mar».
Y eso fue lo que Zyanya y yo hicimos. Si hubiera estado viajando solo, no me hubiera puesto a pensar en escoger una ruta tan fácil, pero quería ahorrarle a la muchacha la mayor cantidad posible de rigores e incomodidades. Sin embargo, después descubrí que ella era una buena compañera, dura para viajar; nunca se quejó del mal tiempo, o de acampar al aire libre o si comía comida fría o ninguna, o si estaba rodeada por la selva y por animales salvajes. Pero ése fue un viaje pausado y cómodo. Fue un solo día de camino, un paseo agradable, a través de las llanuras paralelas al río hasta el puerto de Nozibe. Ese nombre sólo significa Salinas y el «puerto» consistía en unos cuantos postes con techos de hojas de palma, en donde los pescadores podían sentarse a la sombra. La playa estaba llena de redes tendidas para secarse y para remendarse; había un gran movimiento de canoas hechas de troncos huecos, yendo y viniendo a través de las rompientes o arrastradas en la arena por los hombres.
Encontré a un pescador que estuvo algo reacio en admitir que en algunas ocasiones había visitado a los zyú al otro lado de la costa, que algunas veces había completado su pesca comprándoles algunos pescados y que hablaba un poco de su lengua. «Pero de mala gana, me permiten que les hable. —Y luego me previno—. Un forastero que se aproxime a ellos va hacia su propia muerte». Tuve que subir mi oferta de pago hasta un precio exorbitante, para que estuviera de acuerdo en llevarnos, de ida y vuelta, en su bote, a lo largo de la costa de esa nación, y servirme como intérprete allí, si es que me daban la oportunidad de decir algo. Mientras tanto, Zyanya había encontrado un refugio de palma desocupado y extendido, sobre la arena suave, las cobijas que habíamos traído de la hostería. Así es que aquella noche, dormimos castamente retirados el uno del otro.
Nos pusimos en camino al amanecer. El bote estaba cerca de la playa, exactamente en la línea en donde el agua rompía y el botero remó en un silencio moroso, mientras Zyanya y yo parloteábamos alegremente, haciéndonos notar el uno al otro los maravillosos paisajes tierra adentro, que parecían enjoyados. La extensión de la playa se veía como un polvo de plata, pródigamente esparcido entre la turquesa del mar y la esmeralda de las palmeras, de las que prorrumpían frecuentemente bandadas de aves color rubí y pájaros dorados. Sin embargo, conforme nos íbamos alejando hacia el oeste, la arena blanca gradualmente se fue oscureciendo hasta llegar a ser gris y luego negra; de las verdes palmeras se levantaba una hilera de volcanes. De repente, algunos de ellos echaban humo. Las erupciones violentas y los temblores de tierra, me dijo Zyanya, ocurrían con mucha frecuencia en esa costa. A la mitad de la tarde, nuestro botero rompió su silencio. «Ahí está la aldea zyú a la que voy a llamar», y con sus remos hizo girar nuestro bote hacia un montón de chozas que estaban en una playa negra.
«¡No! —exclamó Zyanya, de repente y con excitación—. Tú me dijiste, Zaa, que podría recordar algunas otras cosas que mi padre dijo. ¡Y así es! ¡Él mencionó la montaña que camina en el agua!».
«¿Qué?».
Y ella apuntó enfrente de la proa del bote. Más allá de la aldea zyú, las arenas se terminaban abruptamente en un formidable peñasco, como una montaña que se hubiera salido de la hilera de volcanes que estaban tierra adentro. Se levantaba como una muralla a lo largo de la playa y se extendía mar adentro. Aun a la considerable distancia en que estábamos, podía ver, con mi cristal de topacio, los chorros de agua emplumada que se estrellaban muy alto, contra la falda del gigantesco peñasco.
«¡Ve qué rocas tan grandes forman esa montaña! —dijo Zyanya—. ¡Ése es el lugar en donde se encuentra el colorante púrpura! ¡Ahí es donde debemos ir!».
Yo le aclaré: «Ahí es a donde yo debo ir, muchacha».
«No —dijo el barquero negando con su cabeza—. La aldea ya es bastante peligrosa».
Tomé mi
maquáhuitl
y la sostuve de tal manera que él la pudiera ver y acaricié su orilla inicua de obsidiana negra y dije: «Usted dejará a la muchacha aquí en la playa. Dirá a los nativos que no la molesten, que regresaremos por ella al oscurecer. Luego usted y yo iremos a la montaña que camina en el agua».
Él gruñó y predijo cosas espantosas, pero movió su bote hacia la playa. Supongo que todos los hombres zyú debían de estar pescando, porque sólo unas cuantas mujeres salieron dé las chozas, cuando nosotros desembarcamos. Eran unas criaturas sucias, con los pechos desnudos, descalzas y vestidas con faldas harapientas. Oyeron impasibles todo lo que les dijo el barquero y miraban de fea manera a la muchacha bonita que se quedaba desamparada entre ellas, pero no hicieron ningún movimiento siniestro, mientras estuvimos al alcance de la vista. No me sentía muy feliz de dejar a Zyanya allí, pero eso era preferible a llevarla a un peligro mayor.
Cuando el botero y yo estuvimos otra vez fuera de la playa, hasta un hombre acostumbrado a vivir en la tierra como yo, podía ver que era casi imposible aproximarse al declive de la montaña. Sus peñascos irregulares, muchos de ellos tan grandes como un palacio de Tenochtitlan, se extendían alrededor como un obstáculo insalvable. El océano rompía sobre esas rocas de riscos y torres, dejando caer toda su fuerza en columnas de agua blanca. Éstas se levantaban increíblemente altas y como se suspendieran un momento y luego se dejaran caer con fuerza con un rugido estruendoso, como si todos los rayos de Tláloc tronaran al mismo tiempo, y después, se deslizan otra vez adentro, haciendo remolinos que engullían y succionaban tan poderosamente, que incluso algunos de aquellos peñascos del tamaño de una casa se estremecían a simple vista.
La agitación del mar era tan fuerte que el barquero tuvo que utilizar toda su destreza para que pudiéramos desembarcar sin zozobrar en una playa al este de la montaña. Cuando hubimos arrastrado la canoa por la arena fuera del alcance de las garras del mar, y cuando al fin dejamos de toser y de escupir el agua salada, sinceramente lo felicité:
«Si usted se puede enfrentar tan valerosamente a este mar borrascoso, no debe temer a esos viles zyú».
Mis palabras parecieron infundirle cierto valor, así es que le di mi lanza para que la llevara y le hice una seña para que me siguiera. A grandes zancadas atravesamos la playa hacia la pared de la montaña, y encontramos un declive por el cual pudimos subir. Éste nos llevó a cierta altura de la montaña, como la mitad del camino entre el nivel del mar y la cumbre, y desde esa altura podíamos ver la interrumpida playa que continuaba hacia la parte oeste. Dimos la vuelta hacia la izquierda siguiendo la orilla, hasta que llegamos a un promontorio muy por encima de esa hilera de grandes rocas desparramadas y de la furia de las grandes olas. Estaba en el lugar del que habló el padre de Zyanya, pero no parecía el sitio más adecuado para encontrar el precioso colorante púrpura o los frágiles caracoles o cosa parecida.
Lo que encontré fue un grupo de cinco hombres que escalaban hacia nosotros. Obviamente eran sacerdotes zyú pues estaban tan sucios y con el pelo tan enredado como los sacerdotes mexica y para añadir algo más a su falta de elegancia, no llevaban vestiduras harapientas, sino andrajosas pieles de animal, cuyo olor llegaba hasta nosotros. Los cinco hombres nos miraban hostilmente y cuando el que parecía ser el más importante de ellos dijo algo en la lengua huave, también sonó hostil.
«Dígales y dígaselo rápido —dije al botero—, que vengo a ofrecerles oro a cambio de comprarles un poco de su colorante púrpura».
Antes de que él pudiera hablar, uno de los hombres gruñó: «No necesito él. Yo hablo lóochi. Yo sacerdote de Tiat Ndik, dios del mar, y éste es su santuario. Ustedes morirán por poner pies aquí».
Yo traté de convencerlos con simples palabras lóochi, de que no hubiera tenido que introducirme en terreno santo, si hubiera podido hacer mi proposición en cualquier otro lugar o de otra manera. Pedí su indulgencia por mi presencia y que considerara mi oferta. Aunque sus cuatro subordinados seguían mirándome con miradas asesinas el sacerdote principal pareció un poco más apaciguado y sus maneras fueron más obsequiosas. O por lo menos, su siguiente amenaza a mi vida no fue tan ruda.
«Váyase ahora, Ojo Amarillo, quizá pueda salir con vida».
Traté de sugerir que, ya que de todas maneras había profanado esos santos recintos, sólo tomaría un poco más de tiempo el que pudiéramos intercambiar mi oro, por su colorante. Él dijo: «Colorante santo para dios del mar. Ningún precio lo puede comprar. —Y volvió a repetir—: Váyase ahora, quizá pueda salir con vida».
«Muy bien. Pero antes de que me vaya, ¿puede usted satisfacer mi curiosidad? ¿Qué tienen que ver los caracoles con el colorante púrpura?».
«
¿Chachi?
». Él hizo eco de la palabra lóochi de caracoles, sin comprender, y se volvió hacia el barquero para que tradujera, quien estaba perceptiblemente temblando de miedo.
«Ah, el
ndik diok
», dijo el sacerdote comprendiendo. Vaciló por un momento, pero se volvió y me hizo señas para que lo siguiera. El botero y los otros cuatro hombres se quedaron allí en lo alto, mientras el sacerdote principal y yo descendíamos hacia el mar. Fue un largo camino, las paredes resonaban, los chorros de agua blanca rompían cada vez más arriba y más arriba, alrededor de nosotros rociándonos con una espuma fría. Al fin, llegamos a una depresión abrigada por grandes peñascos y en ella había un estanque de agua que sólo chapoteaba de un lado a otro, mientras afuera el resto del océano se estrellaba rugiendo.