Azteca (75 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«Lugar santo de Tiak Ndik —dijo el sacerdote—. Donde el dios nos deja escuchar su voz».

«¿Su voz? —dije—. ¿Quiere usted decir, algún ruido del océano?».

«¡Su voz! —insistió el hombre—. Para oír, tiene que poner cabeza adentro».

Sin dejar de verlo y sin soltar mi
maquáhuitl
, me arrodillé e incliné mi cabeza de lado, hasta que uno de mis oídos descansó sobre el agua que chapoteaba. Al principio sólo pude oír el latido de mi propio corazón, que pulsaba en mi oído, era un sonido atemorizante; luego, escuché uno todavía más extraño; empezó suavemente, pero lentamente se fue haciendo más audible. Pudo haber sido algún silbido bajo el agua —si es que alguien puede hacerlo bajo el agua— y silbaba una melodía mucho más sutil de la que podría cualquier músico en la tierra. Aun ahora, no puedo compararlo con ningún otro sonido que haya escuchado en toda mi vida. Mucho después, decidí que debió de haber sido el viento que corría a través de las grietas y hendiduras de aquellas rocas, silbaba y simultáneamente al entrar al agua, emitía un sonido diferente. Ese silbido engañador, sin duda llegaba de algún otro lado, y el estanque sólo lo revelaba como una música que no era terrenal. Pero en ese momento y bajo esas circunstancias, estaba dispuesto a aceptar la palabra del sacerdote, de que
era
la voz de un dios.

Mientras tanto él se estaba moviendo alrededor del estanque y observándolo desde varios puntos, finalmente metió el brazo hasta su hombro. Buscó por un momento y luego sacando su mano la abrió ante mí, diciendo: «
Ndik diok
». Me atrevería a decir que tenía cierta relación con el caracol de tierra, pero el padre de Zyanya se había equivocado al prometerle un collar de pulidas conchas. Aquella criatura era una babosa viscosa del largo de mi dedo. El liso caracol no tenía ninguna concha en su espalda y no se distinguía en nada que yo pudiera ver. El sacerdote inclinó su cabeza cerca de la babosa que tenía en su mano y la apretó fuertemente. Evidentemente eso molestó a la criatura, porque orinó o defecó en su mano; era una pequeña substancia amarillo-pálido. El sacerdote con cuidado volvió a dejar al animal en una roca dentro del agua, luego sostuvo la palma de su mano ante mí para que observara y yo me retiré un poco, por el olor de pescado podrido que despedía aquella substancia. Sin embargo y para mi sorpresa, empezó a cambiar de color; del amarillo al verde, del verde al azul, del azul al rojo y luego se fue haciendo de color más profundo y más intenso hasta llegar al fin a un púrpura vibrante.

Sonriendo, el hombre levantó la mano y restregó la substancia en mi manto. La mancha brillante seguía oliendo de forma horrible, pero sabía que su colorante jamás se desteñía o se borraba. Él me volvió a hacer un gesto para que lo siguiera y nosotros ascendimos entre las rocas dando traspiés mientras que con una combinación de señas y su lóochi lacónico, el sacerdote me explicó todo lo referente al
ndik diok
: Los hombres zyú exprimen a los caracoles solamente dos veces al año, en los días santos que son seleccionados por una complicada adivinación.

Aunque hay miles de caracoles marinos adheridos a las rocas, de cada uno de ellos se extrae una cantidad diminuta de segregación. Así es que para colectarlo, los hombres tienen que nadar entre el agua de rompientes tumultuosas y sumergirse entre ellas, en busca de caracoles que exprimir, poniendo sus substancias en redecillas de hilo de algodón o en recipientes de cuero y volviendo a dejar a las criaturas ilesas. Los caracoles se tienen que mantener vivos hasta la siguiente extracción, sin embargo, los hombres no son tan indispensables; en cada uno de esos rituales de medio año, cuatro o cinco se ahogan o se estrellan contra las rocas.

«¿Pero cómo es posible que usted rehúse un beneficio, después de tantos trabajos y de tanto sacrificio de su gente?», pregunté arreglándomelas para hacerme comprender por el sacerdote. Él volvió a hacer señas con la cabeza y me guió todavía más lejos, hacia una gruta viscosa y me dijo con orgullo:

«Nuestro dios del mar a quien escuchó, Tiat Ndik».

Era una estatua en bulto hecha sin maestría, que solamente consistía en una pila de rocas redondas: un gran peñasco para el abdomen, uno más pequeño para el pecho y uno, todavía más pequeño, para la cabeza. Sin embargo, toda esa cosa —ese montón de inútiles rocas inanimadas— estaba coloreada de un púrpura brillante.

Alrededor del Tiat Ndik había recipientes y redecillas de algodón llenas de colorante; un tesoro de incalculable valor enterrado ahí.

Cuando regresamos al punto de partida, el disco rojo encendido de Tonatíu se estaba hundiendo a lo lejos en el océano, al oeste y bullendo entre nubes vaporosas. Luego el disco desapareció y por un momento vimos la luz de Tonatíu brillando fuera del mar, allí en la orilla tenue del mundo, un destello verde esmeralda, brillante, breve y nada más. El sacerdote y yo regresamos hacia donde habíamos dejado a los otros, mientras él seguía tratando de convencerme de que las ofrendas del colorante púrpura eran necesarias, ya que si no se halagaba con ellas a Tiat Ndik, los zyú no tendrían más peces en sus redes. Yo argüí: «Por todos esos sacrificios y ofrendas, su dios del mar los deja vivir en una existencia miserable, comiendo pescado. Déjeme llevar su púrpura al mercado y yo les traeré el suficiente oro como para que puedan comprar una
ciudad
. La ciudad de una nación agradable y honesta, llena hasta el borde de mejores alimentos que el pescado y con esclavos que les sirvan».

Él continuó obstinadamente: «El dios nunca lo permitiría. El púrpura no se puede vender. —Después de un momento añadió—: Algunas veces nosotros no comemos pescado, Ojo Amarillo».

Él sonrió y señaló a los cuatro sacerdotes que estaban alrededor de un fuego. Estaban asando dos muslos humanos acabados de cortar, utilizando mi lanza para eso. No había ninguna señal del resto del barquero. Tratando de no aparentar en mi rostro el temblor que sentía, tomé de mi
máxtlatl
el bultito de polvo de oro y lo tiré al suelo entre el sacerdote y yo.

«Ábralo con cuidado —dije—, no sea que se lo lleve el viento. —Mientras él se arrodillaba y empezaba a desdoblar la tela, yo continué—: Si yo pudiera llenar mi canoa del púrpura, regresaría con el bote casi lleno de oro. Pero le ofrezco esta cantidad de oro sólo por la cantidad de recipientes que yo pueda cargar con mis brazos».

Para entonces ya había abierto la tela, el montón de polvo brillaba a la luz del ocaso, los otros cuatro sacerdotes se acercaron a echar una mirada sobre su figura encogida. Él dejó parte del polvo correr entre sus dedos, luego, sosteniendo la tela con sus dos manos, la sopesó con suavidad para juzgar su peso. Sin mirarme me dijo: «Usted da todo este oro por el púrpura. ¿Cuánto da por la muchacha?».

«¿Qué muchacha?», pregunté y el corazón me dio un brinco.

«La que está detrás de usted».

Yo lancé una mirada rápida hacia atrás. Zyanya estaba exactamente detrás de mí, se veía infeliz, y un poco más atrás de ella había seis o siete hombres de los zyú, quienes veían con ansiedad a ella, a mí y al ojo de oro. El sacerdote todavía estaba arrodillado sopesando el oro, cuando yo me volví otra vez y dejé caer mi
maquáhuitl
. La tela y sus manos cortadas cayeron en el suelo, aunque el sacerdote solamente se tambaleó, azorado y estremecido por la sangre que manaba de sus muñecas.

Los otros sacerdotes y los pescadores saltaron hacia él, no sé si fue para agarrar el oro que se escapaba o para ayudar a su jefe mutilado, pero exactamente en el mismo instante giré rápidamente, asiendo a Zyanya por la mano, y a golpazos y patadas me abrí paso entre el círculo cerrado de hombres y tiré de ella, encabezando una carrera a todo lo largo del risco y bajando hacia el lado este. En breve estuvimos fuera de la vista de los aporreados zyú y yo me desvié abruptamente, para escabullirme entre algunos peñascos que estaban más altos, sobre nuestras cabezas.

Los zyú nos darían caza y naturalmente esperaban que saliéramos disparados hacia nuestra canoa en la playa. Sin embargo, aunque hubiéramos podido alcanzarla y hacernos al mar, yo no tenía ninguna experiencia en el arte de remar y conocer el mar; los perseguidores probablemente nos hubieran cogido con sólo vadear adelante de nosotros. Algunos de ellos pasaron corriendo y gritando en aquellos momentos cerca de nuestro escondite improvisado, corriendo con dirección de la playa, como yo lo había esperado.

«¡Ahora, vamos colina arriba!», dije a Zyanya y no perdió aliento en preguntar el porqué, sino que subió conmigo. La mayor parte de aquel promontorio era roca desnuda y nosotros teníamos que escalar con mucho cuidado a través de las hendiduras y grietas para no ser visibles a los de abajo. Más arriba crecían en la montaña, árboles y arbustos en los que nos hubiéramos podido esconder con más facilidad, pero aquella parte estaba todavía a un largo trecho de distancia, y también estaba preocupado acerca de los pájaros, pues con sus chillidos podían descubrir nuestra posición. Cada paso que dábamos, parecía como si se levantaran en vuelo toda una bandada de gaviotas, pelícanos y cuervos marinos.

Sin embargo, luego me di cuenta de que los pájaros estaban revoloteando no sólo alrededor de nosotros, sino en todas partes de la montaña; también habían aves de tierra: papagayos, palomas, mirlos; volando alrededor a la ventura y graznando o chillando con aparente agitación. Y no solamente las aves, animales usualmente tímidos y nocturnos huían singularmente; armadillos, iguanas, ardillas, víboras y hasta un ocelote pasó brincando sin mirarnos y todos los animales, como nosotros, se movían montaña arriba. Entonces, a pesar de que todavía faltaba un buen rato para que estuviera completamente oscuro, oí el aguzado lamento del coyote desde algún lugar, y adelante de nosotros en las alturas, no muy lejos una hilera sinuosa de murciélagos salió como escupida de una grieta, y entonces supe lo que se aproximaba: una de las convulsiones tan comunes en aquella costa.

«Rápido —urgí a la muchacha—. Ahí arriba. Donde salen los murciélagos. Debe de haber una caverna. Entremos en ella».

La alcanzamos exactamente cuando los últimos murciélagos salían, era un túnel en la roca, lo suficientemente ancho como para que nos acurrucáramos en él, lado a lado. Qué tan profunda era, nunca lo averigüé, pero de todas maneras debió de ser una caverna muy grande por la incontable multitud de murciélagos que salieron de ella y, porque mientras yacíamos en el túnel, hasta nosotros llegaba más allá de su interior, el olor de guano acumulado. De repente, todo quedó en silencio afuera de nuestra madriguera; los pájaros debieron de haber volado muy lejos y los animales estarían ya sanos y salvos en la tierra; aun se calló el usual chillido continuo de las cigarras.

El primer temblor fue corto pero también sin ruido. Oí a Zyanya susurrando asustada:

«
Zyuüu
», y yo la abracé protectora y fuertemente contra mí. Después oímos un rumor largo, sordo como un gruñido que venía desde algún lugar tierra adentro. Uno de los volcanes de aquella sierra estaba vomitando, si es que no en erupción, tan violentamente que hacía temblar toda la tierra, tan lejos que llegaba hasta aquí.

El segundo y tercer temblor, y no puedo recordar cuántos mas llegaron intensificándose con gran rapidez, con una mezcla de movimientos oscilatorios y simultáneamente rotatorios, de golpazos y meneos. Parecía como si la muchacha y yo hubiéramos sido puestos dentro de un tronco y luego haber sido lanzados sobre los rápidos de un río y entonces oímos el ruido, tan ensordecedoramente fuerte y prolongado que hubiéramos podido estar, igualmente, dentro de un tambor que rompe corazones, siendo tocado por un sacerdote demente. El ruido era producido por la montaña que se rompía en pedazos, haciendo que todas las rocas de ese gran peñasco se extendieran más sobre el mar.

Yo me preguntaba en qué momento Zyanya y yo estaríamos entre esos fragmentos, después de todo, los murciélagos habían huido de allí, pero ya no podíamos escurrirnos fuera del túnel, aunque tuviéramos pánico, ya que estábamos siendo fieramente sacudidos. Tratamos de acurrucamos un poco más adentro del túnel, cuando de repente, la boca de éste se oscureció; un pedazo gigantesco había caído de lo alto de la montaña y había rodado exactamente allí. Afortunadamente para nosotros, siguió rodando y dejó que la luz entrara nuevamente aunque con una nube de polvo que llegó hasta nosotros haciéndonos toser.

Entonces mi boca quedó todavía más seca, pero fue de terror, al oír un sordo retumbido atrás de nosotros, que salía de
dentro
de la montaña. El vasto agujero de la caverna de los murciélagos era sacudido desde dentro; su techo, como una cúpula, se caía a pedazos atrayendo hacia sí, probablemente, todo el peso de la montaña. Yo esperaba que nuestro túnel se rompiera lanzándonos a los dos de pies adentro de ese colapso total y crujiente del mundo inmediato. Cubrí a Zyanya con mis brazos y puse mis piernas alrededor de ella, sosteniéndola todavía más apretadamente, con la pobre esperanza de que mi cuerpo le diera alguna protección, cuando los dos fuéramos arrojados dentro de las entrañas pulverizadas de la tierra. Sin embargo, nuestro túnel se sostuvo firme y ése fue el último temblor alarmante. Lentamente el movimiento y los ruidos se aquietaron, hasta que no oímos más que unos cuantos ruidos afuera de nuestro refugio: el de piedras pequeñas que caían y guijarros que seguían detrás de las rocas más grandes, montaña abajo. Yo me moví, tratando de sacar mi cabeza hacia afuera para ver qué había quedado de la montaña, pero Zyanya me detuvo por la espalda.

«No, todavía no —me previno—. Todavía hay más temblores. O puede haber algún peñasco oscilando sobre nosotros, listo para caer. Espera un rato». Por supuesto que ella tenía razón de ser prudente, aunque nunca le pregunté francamente si ésa fue la única razón por la que me detuvo.

Ya he mencionado los efectos que un temblor de tierra tiene sobre un ser humano fisiológica y emocionalmente. Yo sé que Zyanya podía sentir mi
tepuli
erecto contra sus pequeñas partes. Y aun teniendo puesta su blusa y yo mi manto, podía sentir la erección insistente de sus pezones contra mi pecho.

Al principio murmuró: «Oh, no, Zaa, no debemos…».

Luego dijo: «Por favor, no, Zaa. Tú fuiste el amante de mi madre…».

Y luego dijo: «Tú fuiste el padre de mi hermanito. Tú y yo no podemos…».

Si bien su aliento estaba acelerado, siguió diciendo: «Esto no está bien…», hasta que al fin dijo, con lo que le restaba de aliento: «Bien, tú me salvaste amorosamente de esos salvajes…», después de lo cual, jadeó silenciosamente hasta que los gritos y gemidos de placer empezaron. Luego un poquito más tarde, ella susurró: «¿Lo hice bien?».

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