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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (3 page)

DOCE

Un señor juvenil y de aspecto medianamente culto, asiduo al cine y aficionado a las películas de episodios, espera, en la esquina de dos calles poco frecuentadas, a una mujer que él considera fascinante, genial, de delicada belleza. Es su primera cita, y saborea la humedad del aire —es el final de la tarde— y se distrae con los escasos transeúntes, ornamento de sus pensamientos solitarios. El señor juvenil ha llegado con tiempo sobrado, nada podría humillarle más que la idea de hacer esperar a aquella mujer. Respecto a ella, a la que nunca ha visto si no es en compañía de extraños, experimenta un sentimiento complejo, que no alcanza por poco el deseo e incluye forzosamente la veneración, el respeto, la esperanza de realizar cosas agradables para ella. Llevaba tiempo sin experimentar por una mujer una mezcla tan rica y afortunada de sentimientos. Se descubre ligeramente orgulloso de sí mismo, y le recorre un escalofrío de vanidad. En aquel momento, cuando descubre que está invadido por unos sentimientos que había abandonado, y por los cuales no siente aprecio, se da cuenta de lo que está haciendo. Se ha dirigido a una cita. Nada lo demuestra, pero ésta podría ser la primera de una prolongada serie de citas. Mientras un leve sudor de angustia y de esperanza le humedece la frente, piensa que en la esquina de aquellas dos calles puede comenzar una «historia», un inagotable depósito de recuerdos. Algo le dice, bruscamente: «Aquí empieza tu matrimonio». El paso rápido de una mujer le hace sobresaltarse. «¿Empieza ahora?» Faltan pocos minutos, y algo en los astros, en los cielos de las estrellas fijas, en la contabilidad de los ángeles, en el
Volumus
de los dioses, en la matemática de la genética comenzará a zumbar. Ella apoyará la mano en su brazo, e iniciará un recorrido que no tendrá fin. Les espera una casa vacía, felicidad obvia, lento marchitamiento, crecimiento de los hijos, perezoso primero, después precipitado. En aquel momento, su rostro adquiere una expresión astuta y malvada; ha recordado que es un canalla. Desea al mismo tiempo salvación y perdición, e ignora cuál es una y cuál la otra. Es un incendiario, y tiene sueño. La tarde se ha convertido en crepúsculo, la mujer fascinante no ha venido. La insulta en voz baja, y cuando una tímida muchacha le pide una información, finge considerarla una prostituta que le ha confundido con un cliente.

TRECE

Aquel señor que cruza la plaza de la Independencia y lleva entre las manos la cabeza recién cortada, es un Mártir de la Fe. El señor va vestido de manera descuidada, sin chaqueta, y muestra la camisa sucia de sangre. La cabeza que lleva entre las manos le molesta, jamás hubiera supuesto que fuera tan incómoda y pesada. Si se pudiera, y son muchos los que lo intentan, echar una mirada a la expresión de esa cabeza cortada, se descubrirían las señales de una viva perplejidad. En realidad, el señor, que verosímilmente se está dirigiendo a la parada del 36 barrado, se siente extremadamente confuso, no tanto por el trauma de la decapitación, sino porque no le parece que le corresponda el título de Mártir de la Fe.

En su infancia predominaba una religión, en la cual había sido educado, que creía en un Dios, en otros dioses menores especializados, y en unos seres invisibles, buenos y malos. Existían pecados: no matar, no insultar a los gatos, no engañar a los huérfanos, no pegar los sellos al revés, no agitar la mano derecha, nada de canibalismo. Era una religión antigua, que había conocido días mejores, pero que con el tiempo se había hecho tolerante. Todo era perdonable. El Mártir había crecido distraídamente en aquella religión, pensando en otras cosas, y cuando los otros habían surgido de las catacumbas, había experimentado un limitado malestar. Pero para los Otros era fundamental precisar que Dios era amarillo, que los dioses menores eran hermafroditas, que las criaturas sólo resultaban invisibles para los malvados, los predestinados a la condena. Después, pecados, digamos, extravagantes: no acariciar a los perros, no acuñar moneda falsa, no mentir respecto a nada salvo respecto al sexo, respecto al cual era obligatorio mentir. ¿Acaso se había ocupado del sexo? No, en absoluto. ¿Había acariciado perros? En aquel momento, el señor que había llegado a la parada del autobús se dio cuenta de que sabía que era un Mártir de la Fe, pero no estaba seguro de qué fe; en efecto, desde que habían sido relegados a las catacumbas, también los viejos fieles habían empeorado de carácter. Por un instante permaneció dudoso: después comprendió que su incertidumbre constituía su prestigio, su tibieza su fuerza; y estaba iniciando una nueva carrera cuando, en el momento en que subía al autobús, su cabeza cortada se le escapó de las manos.

CATORCE

El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita, y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y se sentiría alegrado por un «no» dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un «sí» inmediato. Había calculado un trayecto de cuarenta minutos, incluida la compra de un diario, objeto que, por contener crónicas cotidianas llenas de crueldades, consideraba tranquilizador, al persuadirle de su poquedad. Ya que existían tres respuestas posibles, había decidido dedicar un total de treinta minutos al «no» y a la «dilación», ocho al «sí», y dos al diario.

Al octavo minuto de camino, mientras intentaba convencerse de que un «no» no impediría una vida útil y honesta, escuchó la primera y violenta explosión. En realidad, llevaba tiempo discutiéndose en su país la conveniencia de una guerra civil, pero el señor del abrigo, preocupado por su propio futuro, no le había prestado ninguna atención. Incluso entonces, no entendió qué ocurriría. Dos minutos después, al ver hacer explosión el Ministerio de la Instrucción, tuvo algunas sospechas; y los tanques acabaron de persuadirle. Él tenía alguna opinión política, pero algo desvaída. En aquel momento pensaba en su posible esposa con viril inquietud. Las cosas sucedieron rápidamente: a las nueve y siete el Primer Ministro fue físicamente defenestrado, tres minutos después el Presidente entraba en la cámara de gas, y el Rey en el palacio de sus antepasados; era un Rey anciano, y tenía prisa; los fusilamientos comenzaron enseguida. El señor del abrigo fue fusilado a las nueve y treinta y ocho, contra el muro de una iglesia pseudogótica. Le fusilaron porque conservaba en la mano el diario comprado a primera hora de la mañana, cuando el país todavía era republicano. No le disgustó morir; pero le irritaron ligeramente los dos minutos que hubiera podido dedicar al «sí».

QUINCE

Un señor pundonoroso se ha enterado de que otro señor, que él considera un amigo, ha sido objeto de comentarios despreciativos por parte de un tercer señor, que el primer señor no conoce, durante una conversación que dicho tercer señor ha tenido con un cuarto señor, conocido bastante íntimo del primer señor; a decir verdad, la fuente de la información ha sido un quinto señor, que ha aludido al hecho de manera totalmente accidental, hablando con el cuarto señor en presencia del primero; obsérvese también que tanto el cuarto como el quinto señor ignoran que entre el primer señor y el segundo exista cualquier tipo de amistad; el quinto señor ignora incluso si el cuarto conoce personalmente al segundo, y a fin de cuentas no interesa. Le interesa el chisme en sí.

El primer señor está turbado; es testigo de una situación humana desordenada, y considera que sería adecuado a su concepto del pundonor intentar remediarlo. Podría dirigirse al segundo señor, un querido amigo suyo, y asegurarle su afectuosa consideración; pero no está seguro de que esté informado del chisme, e ignora qué tipo de relaciones existen entre el segundo y el tercer señor, que obviamente se conocen. Podría desafiar al tercer señor, y obligarle a una explicación inequívoca de su comportamiento. Pero no se le oculta cuán difícil resulta cualquier explicación inequívoca. Se dirigirá, pues, al cuarto señor, y le hablará extensamente, de manera indirecta pero persuasiva, del segundo señor. Y, con cuidado, intentará presentar la figura del quinto señor como extraña. En aquel momento recuerda que precisamente el quinto señor es la fuente de la información que le turba. Por otra parte, resultaría inútil dirigirse al quinto señor, ya que éste no parece conocer al segundo señor, ni manifiesta interés hacia él, sino únicamente por el chisme en sí, que sólo es desmentible con referencias personales, que el quinto señor no podría entender. El primer señor está muy preocupado. En aquel momento llaman a la puerta: es el segundo señor, que viene a contarle que el cuarto señor se ha burlado del primer señor, del cual se dice amigo, durante una conversación con el tercero, que no conoce al primero. Mientras habla, el segundo señor no consigue ocultar una íntima alegría, una apagada risa. El primer señor se siente horrorizado; luego le estrecha la mano y percibe un profundo y liberador consuelo.

DIECISÉIS

El señor vestido de lino, con mocasines y calcetines cortos, mira el reloj; faltan dos minutos para las ocho. Está en casa, sentado, ligeramente incómodo, en el borde de una silla severa y rígida. Está solo. Dentro de dos minutos —ahora ya sólo son noventa segundos— tendrá que comenzar. Se ha levantado un poco antes, para estar realmente preparado. Se ha lavado con cuidado, ha orinado con atención, ha evacuado con paciencia, se ha afeitado meticulosamente. Toda su ropa interior es nueva, jamás usada anteriormente, y su vestido ha sido confeccionado hace más de un año para esta mañana. Durante todo un año, no se ha atrevido; en más de una ocasión se ha levantado muy pronto —por otra parte, es madrugador— pero en el momento en que, cumplimentados todos los preparativos, se instala en la silla, le falta valor. Pero ahora está a punto de comenzar: faltan cincuenta segundos para las ocho. Para ser exactos, no debe comenzar nada en absoluto. Desde cierto punto de vista, debe comenzar absolutamente todo. En cualquier caso, no tiene que «hacer» nada. Debe simplemente pasar de las ocho a las nueve. Nada más: recorrer el espacio de una hora, un espacio que ha recorrido innumerables veces, pero que debe recorrer sólo en tanto que tiempo, sólo eso, nada más. Hace poco más de un minuto que han pasado las ocho. Está tranquilo, pero percibe cómo un ligero temblor se prepara en su cuerpo. En el minuto séptimo, el corazón comienza lentamente a acelerarse. En el minuto décimo, la garganta comienza a contraerse, mientras el corazón late al borde del pánico. En el minuto decimoquinto, todo el cuerpo se baña de sudor, casi instantáneamente; tres minutos después, comienza a secársele la boca; los labios empalidecen. En el minuto veintiuno comienzan a castañetearle los dientes, como si se estuviera riendo, y los ojos se dilatan, los párpados dejan de parpadear. Siente dilatarse el esfínter, y en todo el cuerpo todos los pelos se le ponen de punta, rígidos, como sumergidos en el hielo. De golpe, el corazón se detiene, la mirada se nubla. En el veinticinco, un escalofrío furioso le sacude por completo durante veinte segundos; cuando cesa, el diafragma comienza a moverse; ahora el diafragma le oprime el corazón. Derrama lágrimas, aunque no llore. Le ensordece un sonido de tromba. El señor vestido de lino quisiera explicar, pero el minuto veintiocho le golpea en la sien, y cae de la silla y, golpeándose sin el menor ruido contra el suelo, se desmigaja.

DIECISIETE

El señor del impermeable, que todas las mañanas toma el autobús número 36 —un autobús siempre excesivamente lleno—, y que en el autobús lee atenta y abstraídamente una gramática alemana, ha estado enamorado tres veces en toda su vida.

La primera, ya hace varios años de ello, le sucedió que descubrió en la acera una hoja suelta de una revista dedicada a los juegos sexuales, de los que no sabía nada; quiso el azar que la hoja no contuviera en sí nada de lascivo sino que exhibiera el cuerpo desnudo y pese a ello austero de una mujer que trabajaba en aquel periódico. El señor —que también en aquella ocasión vestía un impermeable, aunque mucho más oscuro— recogió la hoja, y al darle la vuelta sus ojos se tropezaron con una imagen extremadamente impúdica. La examinó con indiferencia y volvió a contemplar la mujer desnuda y tranquila. Quedó instantáneamente enamorado de ella, aunque se dio cuenta de cuán tonto era enamorarse de una fotografía totalmente abstracta. El nombre de la mujer aparecía en el título, pero él jamás intentó ponerse en contacto con ella. Por el contrario, durante algunas semanas tuvo el problema de separar las dos caras de la hoja, de saber que la fotografía impúdica y la mujer que amaba eran distintas, y que, pese a aparecer en las dos caras de una misma hoja, no guardaban ninguna relación. Nunca se desenamoró de aquella mujer, símbolo de incorruptible castidad, pero, un año después, se permitió enamorarse de nuevo, de una mujer a la que conoció, sin llegar nunca a dirigirle la palabra. No era timidez: no quería ninguna respuesta de ella. Respecto a la fotografía, era imprevisible, inconstante, ruidosa. Era excepcional. Él amaba sus formas, no la corporeidad, sino el hecho de que, detrás, no hubiese ninguna otra fotografía de la cual debía distinguirla. Fue un amor bellísimo, y volvió a acercarle a la religión de sus padres; comenzó también a ir al cementerio con grandes ramos de flores y a reír ruidosamente delante de la tumba de sus padres. La tercera vez fue más simple; vio a una mujer en la parada del autobús. Ésta no sólo estaba viva, sino que también era capaz de subir a un medio de transporte. Era el punto inicial, el ínfimo y el necesario. Presa de una desesperada felicidad, le dirigió la palabra, declaró su amor y obtuvo un atónito pero cortés rechazo. Dio las gracias, y se alejó, con su felicidad intacta. Había tenido una vida riquísima: y fue entonces cuando comenzó a tomar el autobús 36, y a estudiar la misma vieja gramática alemana que tiene en la mano en este momento.

DIECIOCHO

Aquel señor que ha comprado un impermeable usado, un sombrero flexible, que fuma nerviosamente, y pasea de un lado a otro de una miserable habitación de hotel que ha tenido que pagar de antemano, decidió, hace diez años, que cuando fuera mayor sería un asesino a sueldo. Ahora ya es mayor, y ningún hecho nuevo, ni amores, ni sanos desayunos por la mañana, ni himnos eclesiásticos, han modificado en absoluto su decisión, que no era un capricho infantil, sino una opción sabia y consciente. Ahora bien, un asesino a sueldo necesita pocas cosas, pero se trata de cosas peculiares. Precisa tener un arma a un tiempo prestigiosa y disimulada, una puntería perfecta, un cliente, y una persona a la que matar; el cliente, a su vez, precisa tener odio e interés, y mucho dinero. Lo difícil es hacerse con todas estas condiciones al mismo tiempo. Puesto que su temperamento oscila entre el fatalismo y la superstición, está persuadido de que un auténtico asesino a sueldo no podrá dejar de encontrarse en la situación prevista, pero que, siendo ésta una situación compleja y altamente improbable, únicamente puede suceder no sólo si el asesino a sueldo es competente, o el arma es exacta, o existe en alguna parte un gran odio o un interés terrible, o hay dinero para matar, sino si algo en los cielos, en las estrellas, tal vez en el propio Dios, en el caso de que exista, interviene y reúne esos acontecimientos dispersos y con frecuencia tan lejanos que no pueden encontrarse.

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