Come, Reza, Ama (19 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

«No hay ciudad que pueda vivir pacíficamente, sean cuales sean sus leyes», escribió Platón, «si sus habitantes sólo saben divertirse y beber y consumirse en la práctica del amor».

Pero ¿es tan malo pasar un tiempo viviendo así? Durante unos meses de nuestra vida ¿es tan horrible viajar por el tiempo sin mayor ambición que volver a comer bien una vez más? ¿O aprender a hablar un idioma sin otro propósito que regalarte el oído al hablarlo? ¿O echar una siesta en un jardín, a pleno sol, a mediodía, junto a tu fuente favorita? ¿Y volver a hacerlo al día siguiente?

Obviamente, no puedes pasarte así la vida entera. En algún momento se te cruzarán la vida real y las guerras y las heridas y las muertes. Aquí, en Sicilia, donde hay una tremenda pobreza, la vida real está en las mentes de todos. Desde hace siglos el único negocio que ha funcionado aquí ha sido la mafia (el negocio de proteger al ciudadano de la propia mafia), que sigue metida en la vida de la gente. Palermo —una ciudad de la que Goethe decía que tenía una belleza indescriptible— tal vez sea hoy la única ciudad de Europa Occidental donde te puedes ver caminando entre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, hecho que da una idea de su nivel de desarrollo. Su arquitectura se ha afeado hasta extremos insospechados con los bloques de apartamentos espeluznantes y defectuosos que construyó la mafia en la década de 1980 en una operación de blanqueo de dinero. Cuando pregunté a un transeúnte siciliano si esos edificios eran de cemento barato, me dijo: «No, no. Son de cemento muy caro. En cada remesa hay varios cadáveres de personas asesinadas por la mafia, y eso cuesta dinero. Pero los huesos y los dientes refuerzan el cemento, eso sí».

En un entorno semejante ¿resulta un poco superficial lo de pensar sólo en la siguiente comida? ¿O quizá sea lo mejor que se puede hacer, vista la cruda realidad? Luigi Barzini, en su obra maestra de 1964
Los italianos
(escrita cuando se hartó de que sólo los extranjeros escribieran sobre Italia, amándola u odiándola excesivamente), quiso aclarar los equívocos que había en torno a su país. Intentaba explicar por qué los italianos han producido los mejores cerebros artísticos, políticos y científicos de todos los tiempos sin llegar a ser nunca una primera potencia mundial. ¿Por qué son los maestros de la diplomacia verbal, pero unos ineptos en cuanto a su propia política interior? ¿Por qué son tan valientes individualmente, pero incapaces de organizarse en un colectivo como el Ejército? ¿Cómo pueden ser unos comerciantes tan astutos a nivel personal, pero tan ineficaces como país capitalista?

Sus respuestas a estas preguntas son demasiado complejas para encapsularlas aquí, pero tienen mucho que ver con una triste historia italiana llena de caciques locales corruptos y extranjeros explotadores, hecho que ha llevado a los italianos a la razonable conclusión de que en este mundo uno no puede fiarse de nada ni de nadie. Como el mundo es tan corrupto, hipócrita, exagerado e injusto, uno puede fiarse sólo de lo que percibe a través de los sentidos, y ésa es la explicación de que Italia sea el país más sensual del mundo. Por eso, según Barzini, los italianos aguantan a generales, presidentes, tiranos, catedráticos, funcionarios, periodistas y hombres de negocios tremendamente incompetentes, pero jamás toleran esa incompetencia en los «cantantes de ópera, directores de orquesta, bailarinas, cortesanas, actores, directores de cine, cocineros, sastres...». En un mundo dominado por el desorden y el desastre y el fraude tal vez sólo se pueda confiar en la belleza. Sólo la excelencia artística es incorruptible. El placer no puede menoscabarse. Y a veces la comida es la única moneda verdadera.

Por tanto, dedicarse a la creación y el disfrute de la belleza puede ser un asunto serio, no necesariamente un medio de huir de la realidad, sino a veces un medio de aferrarse a ella cuando nos invaden... la retórica y la trama. Hace no mucho tiempo el Gobierno detuvo en Sicilia a una hermandad de monjes católicos que eran uña y carne con la mafia, así que ¿de quién te puedes fiar? ¿Qué cosas te puedes creer? El mundo es antipático e injusto. Si te rebelas contra esta injusticia, en Sicilia acabas convertido en los cimientos de un espantoso edificio moderno. En un entorno semejante ¿qué puedes hacer para seguir teniendo una cierta dignidad humana? Quizá no puedas hacer nada. Nada, excepto, tal vez, ¿enorgullecerte de saber cortar a la perfección el pescado que comes o hacer la
ricotta
más vaporosa de toda la ciudad?

No quiero ofender a nadie al compararme con la sufrida población siciliana. Las tragedias que ha habido en mi vida han sido de índole personal y, en gran medida, de naturaleza autógena, sin alcanzar dimensiones épicas. He pasado por un divorcio y una depresión, no por varios siglos de tiranía homicida. He tenido una crisis de identidad, pero también tenía los recursos (económicos, artísticos y sentimentales) para procurar solventarla. Aun así, debo decir que lo que han empleado muchas generaciones de sicilianos para conservar su dignidad me ha servido a mí para empezar a recuperar la mía. Me refiero a la idea de que la capacidad de apreciar el placer nos sirva para asimilar nuestra propia humanidad. Creo que a eso se refería Goethe al decir que hay que venir aquí, a Sicilia, para entender Italia. Y supongo que esto es lo que yo supe instintivamente cuando decidí que tenía que venir a este país para poder entenderme a mí misma.

Fue metida en una bañera, en Nueva York, leyendo en voz alta las palabras de un diccionario, cuando empecé a curarme el alma. Con la vida hecha trizas estaba tan irreconocible que, si la policía me hubiera metido en una rueda de reconocimiento, habría sido incapaz de señalarme a mí misma. Pero sentí un chispazo de felicidad cuando empecé a estudiar italiano y, si después de pasar por una época tan tenebrosa ves que te queda un atisbo de felicidad en tu interior, no te queda más remedio que agarrar esa felicidad de los tobillos y no soltarla aunque acabes con la cara entera manchada de barro. No lo haces por egoísmo, sino por obligación. Te han dado la vida y tienes la obligación (y el derecho, como ser humano que eres) de hallar la belleza de la vida por mínima que sea.

Llegué a Italia consumida y enclenque. Entonces no sabía lo que me merecía. Puede que aún no sepa bien lo que me merezco. Pero sí sé que en los últimos tiempos me he reconstruido a mí misma —disfrutando de placeres inofensivos— y que hoy soy una persona mucho más pura. Para explicarlo, lo más sencillo y entendible es decir:
He engordado
. Ahora existo más que hace cuatro meses. Me voy de Italia abultando mucho más que cuando vine. Y me voy con la esperanza de que esa expansión de una persona —esa magnificación de una vida— sea un acto meritorio en este mundo. Pese a que esa vida, por primera vez y sin que sirva de precedente, no le pertenece a nadie más que a mí.

India

o

«Encantada de conocerte»

o

Treinta y seis historias sobre la búsqueda de la devoción

37

Cuando yo era pequeña, mis padres criaban pollos. Lo normal era que en casa hubiera siempre una docena de gallinas y cuando alguna de ellas desaparecía —devorada por un águila o un zorro o muerta por alguna siniestra enfermedad aviar— mi padre siempre la sustituía por otra. Se iba en coche a una granja avícola que había cerca de la nuestra y volvía con otra. Pero hay que tener mucho cuidado al meter una gallina nueva en un corral. No se la puede soltar por las buenas, porque las otras la verán como una intrusa. La cosa consiste en soltarla por la noche, cuando las demás están dormidas. Hay que buscarle una percha libre entre las demás, dejarla ahí y alejarse de puntillas. Por la mañana, al despertarse, las gallinas del corral no se dan cuenta de que hay una gallina nueva, porque piensan: «Si no la he visto llegar, será que lleva aquí toda la vida». Y lo más increíble es que, al despertarse en un gallinero desconocido, la propia recién llegada olvida que llegó anoche, pensando: «Si estoy aquí, será porque llevo toda la vida...».

Pues exactamente así es como llego yo a India.

Mi avión aterriza en Mumbai como a la una y media de la madrugada del 30 de diciembre. Consigo mis maletas y localizo un taxi para llevarme al ashram, que está a muchas horas de la ciudad en una remota aldea rural. Voy dando cabezadas mientras me interno en la India anochecida y al despertarme veo por la ventanilla las siluetas fantasmagóricas de mujeres delgadas, vestidas con sari, que andan por la carretera con fardos de leña en la cabeza.
¿A estas horas?
A nosotros nos adelantan los autobuses, que van con los faros encendidos, y nosotros adelantamos a los carros de bueyes. Los árboles banyán desparraman sus elegantes raíces por las zanjas de los campos.

Nos detenemos ante la puerta del ashram a las tres y media de la madrugada, justo delante del templo. Cuando me estoy bajando del taxi, un joven que lleva ropa occidental y un sombrero de lana sale de entre las sombras y se presenta; es Arturo, un periodista mexicano de 24 años, devoto de mi gurú, que ha salido a darme la bienvenida. Mientras nos explicamos en voz baja, escucho los primeros acordes de mi himno sánscrito preferido, que salen del interior del edificio. Es el
arati
matutino, la primera oración, que se canta todos los días a las tres y media de la mañana, cuando se despiertan los inquilinos del ashram. Señalando hacia el templo, pregunto a Arturo: «¿Puedo...?», a lo que me responde con un amable gesto, como diciendo: «Estás en tu casa». Así que pago al taxista, apoyo la mochila en un árbol y, quitándome los zapatos, me arrodillo para apoyar la frente en las escaleras del templo y entro en la casa, uniéndome a un pequeño grupo de mujeres, casi todas indias, que son quienes están cantando el hermoso himno.

Yo lo llamo el «himno góspel en sánscrito» por su fervorosa melancolía mística. Es la única canción votiva que he logrado aprenderme y no me ha supuesto un gran esfuerzo, porque lo he hecho por amor. Empiezo a cantar las conocidas palabras en sánscrito, desde el sencillo comienzo sobre los sagrados preceptos del yoga hasta los elevados tonos de alabanza («Adoro la causa del universo... Adoro a aquel cuyos ojos son el sol, la luna y el fuego... Lo eres todo para mí, oh, dios de los dioses...»), hasta esa especie de joya final en la que resume toda la fe («Esto es perfecto, aquello es perfecto; si tomas lo perfecto de lo perfecto, lo perfecto permanece»).

Las mujeres terminan de cantar. En silencio hacen una reverencia y salen por una puerta lateral, atravesando un patio oscuro que da a un templo menor, apenas iluminado por un candil y perfumado de incienso. Yo las sigo. La habitación está llena de devotos —indios y occidentales— que, envueltos en chales de lana, se abrigan del frío previo a la madrugada. Sentados en plena meditación, casi parecen gallinas en un corral y, cuando me siento entre ellos como el ave recién llegada, paso totalmente inadvertida. Cruzando las piernas, me pongo las manos encima de las rodillas y cierro los ojos.

Llevo cuatro meses sin meditar. Cuatro meses en los que ni siquiera he
pensado
en meditar. Me quedo ahí sentada, quieta. Mi respiración se va tranquilizando. Me digo el mantra a mí misma, muy despacio y concentradamente, sílaba a sílaba.

Om.

Na.

Mah.

Si.

Va.

Ya.

Om Namah Sivaya.

Honro la divinidad que vive en mí.

Al acabar, lo repito. Otra vez. Y otra más. No es tanto el hecho de estar meditando como el de estar sacando el mantra de la maleta con mucho cuidado, como sacarías la mejor porcelana de tu abuela si llevara mucho tiempo guardada en una caja. Al final no sé si me quedo dormida o medio hechizada, porque no sé ni siquiera cuánto tiempo ha pasado. Pero, cuando al fin sale el sol esa mañana en India y todos abrimos los ojos y miramos a nuestro alrededor, Italia ya está a muchos miles de kilómetros de distancia y a mí me parece que llevo toda la vida en ese gallinero.

38

—¿Por qué hacemos yoga?

Una vez, en Nueva York, durante una clase de yoga bastante difícil, mi profesor nos hizo esa pregunta. Estábamos todos contorsionados, intentando aguantar en una agotadora postura de triángulo lateral y llevábamos así mucho más tiempo del habitual.

—¿Por qué hacemos yoga? —volvió a preguntarnos—. ¿Para estar más
ágiles
que nuestros vecinos? ¿O puede que tengamos un motivo más elevado?

La palabra «yoga», que viene del sánscrito, puede traducirse por «unión». La raíz lingüística es
yuj
, que significa «ponerse el yugo»; es decir, dedicarse a una labor con la disciplina de un buey. Y la labor del yoga es hallar la unión entre la mente y el cuerpo, entre el individuo y su dios, entre nuestros pensamientos y la fuente de nuestros pensamientos, entre el maestro y el alumno e, incluso, entre uno mismo y esos vecinos a veces tan poco
ágiles
. En Occidente se tiene la idea de que el yoga consiste en hacer unos complicados ejercicios en los que hay que retorcer mucho el cuerpo, pero eso sólo se hace en el
hatha yoga
, una rama de la filosofía general. Los primeros maestros del yoga no desarrollaron estos ejercicios para estar en buena forma física, sino para desentumecer el cuerpo y prepararlo para la meditación. Al fin y al cabo es difícil pasar muchas horas quieto si te duele la cadera, impidiéndote contemplar tu divinidad intrínseca porque sólo puedes pensar: «Joder, cómo me duele la cadera».

Pero el yoga también puede ser intentar encontrar a Dios mediante la meditación, el estudio, la práctica del silencio, el culto religioso o el mantra; es decir, la repetición de palabras sagradas en sánscrito. Pese a que algunas de estas palabras tienen derivaciones de aspecto bastante hindú, el yoga no es sinónimo del hinduismo ni todos los hindúes son yoguis.

El auténtico yoga no compite con ninguna religión ni pretende ser excluyente. El yoga —la práctica disciplinada de una unión sagrada— se puede emplear para acercarse a Krisna, a Jesús, a Mahoma, a Buda o a Yahvé. Durante la temporada que pasé en el ashram conocí a devotos que se identificaban como fervientes cristianos, judíos, budistas, hindúes e, incluso, musulmanes. También conocí a otros, sin embargo, que preferían no dar a conocer sus convicciones religiosas, hecho del que no se les puede culpar, dado lo contencioso que es este mundo nuestro.

Uno de los objetivos del yoga es desentrañar los fallos inherentes a la condición humana, que definiré sencillamente como una desoladora incapacidad para la satisfacción. A lo largo de los siglos las sucesivas escuelas filosóficas han ido dando explicaciones a esa esencia aparentemente defectuosa del ser humano. Los taoístas lo llaman desequilibrio, los budistas lo achacan a la ignorancia, el islam imputa nuestra miseria a la rebelión contra Dios y la tradición judeocristiana atribuye todo nuestro sufrimiento al pecado original. La escuela freudiana afirma que la infelicidad es el resultado inevitable del choque entre nuestros impulsos naturales y las necesidades de la civilización. (La explicación psicológica de mi amiga Deborah es: «El deseo es el fallo del diseño».) Los yoguis, sin embargo, afirman que el descontento humano es un sencillo caso de falsa identidad. Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No hemos logrado hallar nuestro carácter divino, que se halla a un nivel más profundo. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna. Ese Ser Supremo es nuestra identidad verdadera, universal y divina. Según los yoguis, antes de conocer esta verdad estaremos siempre sumidos en la desesperación, noción que expresa perfectamente esta frase del estoico griego Epicteto: «Pobre desgraciado, que llevas a Dios en tu interior y no lo sabes».

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