Come, Reza, Ama (49 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

¿Qué será de nosotros?

¿Y por qué me habrá dado por pensar en este tema?

¿Aún no tengo claro lo inútil que es preocuparse por las cosas?

Así que, al cabo de un rato, dejo de pensar y me abrazo a él, que está dormido.
Me estoy enamorando de este hombre
. Y me quedo dormida a su lado y tengo dos sueños memorables.

Los dos son sobre mi gurú. En el primer sueño mi gurú me informa de que va a cerrar sus ashram y que ya no va a dar conferencias ni clases ni va a escribir más libros. Da a sus estudiantes una última charla, en la que dice: «Con lo que sabéis tenéis de sobra. Ya os he enseñado todo lo necesario para que podáis ser libres. Ha llegado el momento de que os lancéis al mundo y seáis felices».

El segundo sueño es aún más confirmatorio. Estoy con Felipe en un magnífico restaurante de Nueva York. Estamos tomando una comida estupenda (chuletas de cordero, alcachofas y un buen vino) y hablamos y nos reímos alegremente. Entonces miro al otro lado de la sala y veo a Swamiji, el maestro de mi gurú, que murió en 1982. Pero esa noche está vivo, está aquí, en uno de los restaurantes neoyorquinos de moda. Está cenando con un grupo de amigos y ellos también parecen estar pasándolo bien. De pronto nuestras miradas se encuentran y Swamiji me sonríe y levanta su vaso de vino para hacer un brindis.

Entonces —con toda claridad— este enclenque gurú indio que apenas ha hablado inglés en toda su vida mueve los labios para pronunciar una sola palabra desde la otra punta de la habitación:

Disfruta
.

105

Llevo mucho sin ver a Ketut Liyer. Entre mi historia con Felipe y mi empeño en conseguir una casa a Wayan, hace tiempo que no paso una tarde en el porche del curandero, hablando largo y tendido de algún tema espiritual. He pasado por su casa un par de veces para decir hola y dejar una cesta de fruta a su mujer, pero no hemos vuelto a hablar en serio desde junio. Cuando intento disculparme con Ketut por mi ausencia, se ríe como si ya supiera las respuestas de todos los enigmas del universo y me dice:

—Todo está perfecto, Liss.

Pero le echo de menos, así que esta mañana voy a hacerle una visita. Me sonríe de oreja a oreja, diciéndome:

—¡Me alegro mucho de conocerte!

(Nunca conseguí quitarle esa costumbre.)

—Yo también me alegro de
verte
, Ketut.

—¿Te vas pronto, Liss?

—Sí, Ketut. En menos de dos semanas. Por eso he querido venir a verte hoy. Quiero darte las gracias por todo lo que me has dado. Si no hubiera sido por ti, nunca habría vuelto a Bali.

—Tú siempre estabas volviendo a Bali —dijo sin dudar ni dramatizar—. ¿Aún meditas con tus cuatro hermanos, como te enseño yo?

—Sí.

—¿Aún meditas como te enseña tu gurú de la India?

—Sí.

—¿Aún tienes pesadillas?

—Ya no.

—¿Eres feliz con Dios?

—Mucho.

—¿Amas a tu novio nuevo?

—Eso creo. Sí.

—Entonces debes mimarlo. Y él debe mimarte a ti.

—Vale —le prometo.

—Tú eres buena amiga mía. Mejor que amiga. Eres como hija —dice
(No como Sharon...)
—. Cuando yo muero, tú vienes a Bali a mi incineración. La ceremonia de incineración balinesa muy divertida. Te gustará.

—Vale —le prometo al borde de las lágrimas.

—Deja que tu conciencia te guíe. Si tus amigos occidentales vienen a Bali, tú los traes y yo leo la mano. Desde la bomba tengo el banco muy vacío. ¿Quieres venir conmigo a una ceremonia de un recién nacido hoy?

Y así es como acabo participando en la bendición de un niño que ha cumplido los seis meses y está listo para tocar la tierra por primera vez. Los balineses no dejan a sus hijos tocar la tierra durante los seis primeros meses de vida porque los recién nacidos se consideran dioses enviados del cielo y no se puede tener a un dios gateando por el suelo rodeado de uñas cortadas y colillas de cigarrillo. Durante esos primeros seis meses a los niños los llevan siempre en brazos y los veneran como los dioses menores que son. Si un niño muere antes de los seis meses, se le hace una ceremonia de incineración especial y sus cenizas no se entierran en un cementerio humano, porque se trata de un ser divino que nunca ha dejado de ser un dios. Pero, si el niño alcanza los seis meses, se celebra una gran ceremonia en la que al fin se permite al niño tocar el suelo con los pies y entrar a formar parte de la especie humana.

La ceremonia de hoy se celebra en casa de uno de los vecinos de Ketut. El bebé protagonista es una niña a la que todos llaman Putu. Sus padres son una guapa adolescente y su marido, un adolescente igual de guapo que es nieto de un primo de Ketut, o algo parecido. Para celebrar la ocasión, Ketut se ha puesto sus mejores galas: un sarong de satén blanco (ribeteado en dorado) y una chaqueta blanca de manga larga con botones dorados y cuello Nehru, que le da cierto aspecto de mozo de estación o botones de hotel de lujo. En la cabeza lleva un turbante blanco. Cuando me enseña orgulloso las manos, veo que las tiene cubiertas de enormes anillos dorados y amuletos mágicos. Unos siete anillos en total. Y todos tienen poderes divinos. También lleva una campana de latón reluciente que era de su abuelo y que sirve para invocar a los espíritus. Y me dice que tengo que hacerle muchas fotos.

Vamos andando juntos a la finca de su vecino. Está a una distancia considerable y pasamos un buen rato andando por la carretera atestada de tráfico. Llevo casi cuatro meses en Bali y nunca había visto a Ketut salir de su casa. Es desconcertante verlo caminar por la autopista rodeado de coches veloces y motos enloquecidas. Cuando lo miro, me parece diminuto y vulnerable. Está fuera de lugar en este moderno entorno de tráfico y bocinas insistentes. Por algún motivo me dan ganas de llorar, aunque ya llevo todo el día bastante ñoña, la verdad.

Cuando llegamos, en casa del vecino ya hay unos cuarenta invitados y el altar de la familia está lleno de ofrendas: montones de cestas de palma llenas de arroz, flores, incienso, cerdos asados, pollos, cocos y billetes que aletean al viento. Todos llevan sus mejores sedas y encajes. Yo voy mal vestida, estoy sudada de haber montado en bici y me avergüenzo de llevar una camiseta rota en medio de toda esta belleza. Pero me reciben con todo su cariño, haciéndome olvidar que soy la chica blanca que ha aparecido mal vestida y sin que nadie la invite. Todos me sonríen cariñosamente y luego me ignoran, pasando a la parte de la fiesta en que todos se sientan a admirar lo bien vestidos que van unos y otros.

Ketut oficia una ceremonia que dura horas. Haría falta un antropólogo con un equipo de intérpretes para poder entender todo lo que sucede, pero algunos de los rituales los entiendo gracias a las explicaciones de Ketut y a los libros que he leído. Durante la primera ronda de bendiciones la madre sostiene a la niña en brazos y el padre tiene un símbolo del bebé (un coco disfrazado de niño). Al coco lo bendicen y salpican de agua bendita, igual que al bebé auténtico, y después lo ponen en el suelo justo antes de que el bebé toque la tierra con los pies por primera vez. Esto es para engañar a los demonios, para que ataquen al bebé falso y dejen en paz al auténtico.

Pero hay horas de cánticos, eso sí, antes de que los pies de la niña rocen el suelo. Ketut toca la campana y recita mantras sin parar para gran regocijo de los jóvenes padres, que no caben en sí de orgullo. Los invitados vienen y van; se pasean, cotillean, ven parte de la ceremonia, dejan sus regalos y se marchan a otra cita. Para ser un rito tan tradicional y formal, el ambiente es muy relajado, una mezcla entre un picnic y una pomposa ceremonia eclesiástica. Los mantras que Ketut canta a la niña son entrañables, a medio camino entre lo sagrado y lo cariñoso. Mientras la madre tiene al bebé en brazos, Ketut va sacando porciones de comida, fruta, flores, agua, campanas, un ala del pollo asado, un pedazo de carne de cerdo, un coco partido... Cada vez que saca algo le dedica un cántico. Al verlo, la niña se ríe y aplaude, y Ketut se ríe y sigue cantando.

Ésta es la traducción que imagino de sus palabras:

—¡Oooh, pequeña niña, esto es pollo asado para comer! ¡Algún día te encantará el pollo asado y ojalá siempre puedas comerlo! ¡Oooh, pequeña niña, esto es arroz cocido y ojalá puedas comer siempre todo el arroz cocido que desees y que el arroz llueva sobre tu cabeza! ¡Oooh, pequeña niña, esto es un coco, mira qué gracioso es, un día comerás muchos cocos! ¡Oooh, pequeña niña, ésta es tu familia!, ¿no ves cuánto te adora tu familia? ¡Oooh, pequeña niña, el universo entero te venera! ¡Eres la mejor estudiante! ¡Eres nuestra conejita bonita! ¡Eres un delicioso pedazo de plastilina! Oooh, pequeña niña, eres la Sultana del Swing, eres la mejor...

Ketut bendice sin parar a todos los invitados con pétalos de flor mojados en agua sagrada. Los miembros de la familia se pasan a la niña de unos a otros, cantándole, mientras el curandero recita los mantras divinos. A mí también me dejan tener a la niña en brazos y le susurro mis bendiciones mientras todos cantan. «Buena suerte», le digo. «Sé valiente.» Hace un calor impresionante, hasta a la sombra. La joven madre, que lleva un sensual corpiño bajo una camisa de encaje, está sudando. El joven padre, que no parece tener ninguna expresión facial que no sea una orgullosa sonrisa de oreja a oreja, también está sudando. Las fatigadas abuelas se abanican, se sientan, se ponen de pie, vigilan las ofrendas de cerdo asado, espantan a los perros. Por turnos, todos estamos atentos, aburridos, cansados, alegres, serios. Pero Ketut y la niña parecen disfrutar de la experiencia los dos solos, mirándose fijamente. La niña no deja de mirar al viejo curandero ni un solo instante de la ceremonia. ¿Es posible que una niña de seis meses se pase cuatro horas seguidas sin llorar ni quejarse ni dormirse, porque está dedicada a mirar a un señor con mucha curiosidad?

Ketut cumple con su cometido y ella cumple con el suyo. La niña participa plenamente en la ceremonia de transformación que la hace pasar de un estatus divino a un estatus humano. Cumple con sus responsabilidades maravillosamente, como la chica balinesa que es, respetuosa de sus ritos, segura de sus creencias, fiel a los preceptos de su cultura.

Cuando los cánticos acaban, envuelven a la niña en una larga sábana blanca que cuelga bajo sus piernecillas, dándole un aspecto alto y regio; vamos, que parece una auténtica debutante. En el fondo de un cuenco de cerámica Ketut hace un dibujo que simboliza las cuatro direcciones del universo y lo pone en el suelo. Esta brújula manual marca el lugar sagrado de la tierra donde se van a posar por primera vez los pies de la niña.

Entonces, la familia entera se agrupa en torno a la niña, todos parecen abrazarla a la vez y —
¡ay
,
qué
emoción!
— le remojan los pies suavemente en el cuenco de cerámica lleno de agua sagrada, justo encima del dibujo sagrado que representa el universo entero, y después le acercan las plantas de los pies al suelo por primera vez. Cuando la apartan del suelo, deja tras de sí las diminutas huellas húmedas de sus pies, que marcan su entrada en la gran trama social balinesa y establecen quién es al señalar el lugar que ocupa. Todos aplauden entusiasmados. La niña ya es uno de los nuestros. Un ser humano con todos los riesgos e ilusiones que entraña semejante encarnación.

La niña levanta la cabeza, mira alrededor y sonríe. Ha dejado de ser una diosa, pero no parece importarle. No parece tener ningún miedo. Parece totalmente satisfecha de todas las decisiones que ha tomado en su corta vida.

106

Lo de Wayan se va al traste. El terreno que le ha encontrado Felipe tampoco sirve. Cuando le pregunto por qué, me cuenta una historia bastante confusa sobre unas escrituras que no aparecen; ya empiezo a no creerme nada de lo que me dice. Pero lo importante es que el tema no ha salido. Me empieza a entrar el pánico con todo este asunto de la casa. Intento que lo entienda, diciéndole:

—Wayan, en menos de dos semanas me voy de Bali y vuelvo a Estados Unidos. A ver cómo les digo a mis amigos, que me han dado muchísimo dinero para ti, que aún no tienes una casa.

—Pero, Liz, si un sitio no tiene un buen
taksu
...

En este mundo la prisa no es igual para todos.

Pero varios días después Wayan llama a casa de Felipe entusiasmada. Por fin ha encontrado un terreno y éste le encanta. Es una parcela de arrozales color verde esmeralda en una carretera tranquila cerca de la ciudad. Tiene un
taksu
estupendo por todas partes. Wayan nos cuenta que el terreno pertenece a un granjero, un amigo de su padre, que necesita dinero desesperadamente. Tiene siete
aros
en venta, pero (como necesita dinero) está dispuesto a darle los dos
aros
que ella busca. A Wayan le encanta la parcela. A mí me encanta la parcela. Hasta a Felipe le encanta. A Tutti —que gira como una peonza por la hierba con los brazos abiertos, como una Julie Andrews balinesa— también le encanta.

—Cómprala —le digo a Wayan.

Pero pasan un par de días y no acaba de decidirse.

—¿Quieres vivir ahí o no? —le pregunto.

Sigue dando largas y ahora cambia un poco la historia. Esta mañana, según dice, el granjero la ha llamado para decirle que no sabe si sólo le puede vender dos
aros
; dice que quizá tenga que vender intactos los siete
aros
... La culpa la tiene su mujer... El hombre tiene que consultarle si no le importa que divida la parcela...

Y entonces Wayan dice:

—Quizá con más dinero...

Santo Dios. Quiere que le consiga dinero para comprarse la parcela entera. Ni siquiera sé de dónde me voy a sacar los 22.000 dólares que nos faltan de momento, así que le digo:

—Wayan, eso no lo puedo hacer. No tengo más dinero. ¿No puedes llegar a un acuerdo con el granjero?

Entonces Wayan, que ya no me está mirando a los ojos, se inventa una historia muy complicada. Me cuenta que hace unos días fue a ver a un mago y el mago le dijo que tiene que comprar este terreno de siete
aros
para abrir un centro de salud..., que es su destino..., que el mago también le ha dicho que si consigue el terreno entero quizá pueda construirse un buen hotel de lujo algún día...

¿Un buen hotel de lujo?

Ah
.

Ahí es cuando me quedo sorda y los pájaros dejan de trinar y veo a Wayan mover la boca, pero ya no la escucho, porque sólo veo esta idea, escrita claramente dentro de mi cabeza: SE ESTÁ DESCOJONANDO DE TI, ZAMPA.

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