Come, Reza, Ama (50 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

Entonces me levanto, digo adiós a Wayan, echo a andar muy despacio y cuando llego a casa pregunto a Felipe a bocajarro:

—¿Se está descojonando de mí?

Él no me ha dado su opinión sobre la historia de Wayan en ningún momento.

—Cariño —me dice amablemente—, pues claro que se está descojonando de ti.

Al oírle, me quedo completamente hecha polvo.

—Pero no lo hace aposta —añade Felipe rápidamente—. Tienes que entender la mentalidad de Bali. Siempre intentan sacar todo el dinero que pueden a los turistas. Es su medio de vida. Por eso te ha contado esa historia del granjero. Cariño, ¿cuántos hombres balineses consultan con sus mujeres antes de hacer un negocio? Mira, el tipo está deseando venderle la parcela pequeña. Ya lo ha dicho. Pero ella quiere el terreno entero. Y quiere que se lo compres tú.

Me quedo horrorizada por dos motivos. Primero, me horroriza pensar que Wayan pueda ser así. Y en segundo lugar, me horrorizan las connotaciones culturales de su discurso, el tufo a Hombre Blanco Colonialista, su actitud condescendiente de «esta-gente-es-así».

Pero Felipe, precisamente por ser brasileño, no es un colonialista.

—Escúchame —me explica—. Yo nací en América del Sur en una familia pobre. ¿Crees que no entiendo cómo es la mentalidad de los pobres? Le has dado a Wayan más dinero del que ha visto en toda su vida y se ha vuelto medio loca. Te considera su mecenas milagrosa y habrá pensado que ésta es su única oportunidad de salir adelante en la vida. Por eso quiere sacarte todo lo que pueda antes de que te vayas. Por el amor de Dios, hace cuatro meses esa pobre mujer no tenía dinero para dar de comer a su hija, ¿y ahora quiere un hotel?

—¿Y qué hago?

—Pase lo que pase, no te enfades. Si te enfadas, la vas a perder y eso sería una pena, porque es una persona maravillosa y te quiere. Para ella esto es una cuestión de supervivencia y tienes que saber aceptarlo. No pienses que no es una buena persona ni que ella y sus hijas no necesitan tu ayuda de verdad. Pero no permitas que se aproveche de ti. Cariño, esta situación es muy típica. Los occidentales que llevan mucho aquí se dividen en dos grupos. La mitad de ellos juegan a ser los eternos turistas, tipo: «Ay, los balineses, qué dulces son, qué educados», y se dejan timar a todas horas. La otra mitad odia a los balineses, porque les cabrea que hayan sido capaces de timarles tanto. Y es una pena, porque pueden ser gente maravillosa.

—Pero ¿qué hago?

—Tienes que recuperar el control de la situación. Juega con ella igual que ella está jugando contigo. Amenázala para que se ponga en marcha de una vez. En realidad, le estás haciendo un favor, porque necesita una casa donde vivir.

—Es que no quiero jugar con ella, Felipe.

Por toda respuesta, me da un beso en la cabeza.

—Entonces no puedes vivir en Bali, cariño —me dice.

A la mañana siguiente pienso un plan. No me lo puedo creer. Aquí estoy: después de un año de estudiar lo que es la virtud y esforzarme en llevar una vida honesta voy a contar una mentira como la copa de un pino. Estoy a punto de mentir a mi balinesa favorita, a la que quiero como una hermana y que, por si fuera poco, me ha desinfectado los riñones. ¡Por el amor de Dios, voy a contar una trola a la madre de Tutti!

Voy andando a la ciudad y entro en la tienda de Wayan. Cuando se acerca a darme un abrazo, me aparto, fingiendo estar enfadada.

—Wayan —le digo—, quiero hablar contigo. Tengo un problema grave.

—¿Con Felipe?

—No. Contigo.

Me mira como si estuviera a punto de desmayarse.

—Wayan —le digo—, mis amigos americanos están muy enfadados contigo.

—¿Conmigo? ¿Por qué, cariño?

—Porque hace cuatro meses te dieron un montón de dinero para comprarte una casa y no te la has comprado. Me mandan
emails
todos los días, preguntándome: «¿Dónde está la casa de Wayan? ¿Qué ha pasado con mi dinero?». Piensan que les has robado y que estás usando el dinero para otra cosa.

—¡No he robado!

—Wayan —prosigo—, mis amigos americanos dicen que eres... una cabrona.

Traga aire como si le hubieran dado un puñetazo en la tráquea. Se queda tan horrorizada que me falta poco para darle un abrazo y decirle: «¡No, no! ¡No es verdad! ¡Me lo he inventado!». Pero tengo que acabar lo que he empezado. El caso es que se ha quedado totalmente hecha polvo. Cabrón es una palabra que cualquier balinés entiende perfectamente, pero que tiene un significado muy fuerte para ellos. Es una de las peores cosas que puedes llamar a alguien: «un cabrón». En un país donde la gente se despierta haciendo cabronadas, donde te hacen cabronadas a docenas, donde hacer cabronadas es un deporte, un arte, una costumbre y una desesperada técnica de supervivencia, la palabra «cabrón» es un insulto tremendo. Es algo que en la vieja Europa habría supuesto batirse en duelo.

—Cielo —me dice con los ojos llenos de lágrimas—, ¡no soy una cabrona!

—Lo sé, Wayan. Por eso estoy tan triste. Quiero que mis amigos americanos sepan que Wayan no es una cabrona, pero no se lo creen.

Me pone una mano encima de la mía.

—Siento meterte en un lío, cielo.

—Wayan, has armado un buen lío. Mis amigos están furiosos. Dicen que tienes que comprarte un terreno antes de que yo me vaya a Estados Unidos. Dicen que, si no te lo compras en esta semana, voy a tener que... devolverles el dinero.

Ahora ya no parece a punto de desmayarse. Parece a punto de morirse. Me siento como la mayor canalla de la historia de la humanidad al contar esta historia a una pobre mujer que —entre otras cosas— no sabe que no estoy capacitada para sacarle el dinero de la cuenta por mucho que quiera; vamos, que es como si me empeñara en quitarle la nacionalidad indonesia. Pero ¿cómo lo iba a saber? Le he hecho llegar el dinero mágicamente a su cuenta, ¿verdad? Entonces, podría hacerlo desaparecer exactamente igual, ¿no?

—Cielo —me dice—, créeme. Voy a encontrar la tierra ya. Tranquila, que encuentro la tierra muy rápido. Por favor, no te preocupes. En tres días está hecho. Te lo prometo.

—Tienes que hacerlo, Wayan —le pido con una seriedad no del todo falsa.

Lo cierto es que tiene que hacerlo. Sus hijas necesitan una casa. Están a punto de echarla de la tienda. No es el mejor momento para ponerse cabrona.

—Me voy a casa de Felipe —le digo—. Llámame cuando te hayas comprado la parcela.

Entonces me alejo de mi amiga, sabiendo que no me quita ojo, pero sin volverme a mirarla. Durante todo el camino de vuelta rezo a Dios esta extraña oración: «Por favor, que sea verdad que ha estado jugando conmigo». Porque si resulta que es incapaz de comprarse un terreno con 18.000 dólares en la cuenta entonces la cosa es grave y no sé cómo vamos a lograr sacarla de la pobreza. Pero, si está jugando conmigo, entonces existe un rayo de esperanza. Quiere decir que tiene algo de malicia y que será capaz de buscarse la vida en este puñetero mundo, aunque no lo parezca.

Vuelvo a casa de Felipe con el corazón en un puño.

—Si Wayan supiera —le digo— la historia que me he tenido que montar...

—... para conseguir que sea feliz y tenga éxito en la vida... —dice él, acabando la frase por mí.

Cuatro horas después —¡cuatro breves horas!— suena el teléfono en casa de Felipe. Es Wayan. Hablando atropelladamente, me dice que el asunto está resuelto. Acaba de comprar los dos
aros
del granjero (a cuya «mujer» ya no le importa tener que dividir la propiedad). Según parece, ya no hacen falta sueños mágicos ni bendiciones sacerdotales ni mediciones de la radioactividad del
taksu
. ¡Wayan tiene en sus manos hasta la escritura de propiedad! ¡Y la ha autorizado un notario! Además, me asegura, ya ha encargado los materiales de construcción y los trabajadores van a empezar a construir la casa la semana que viene, antes de que me vaya. Así podré ver el proyecto en marcha. Espera que no esté enfadada con ella. Me dice que me quiere más de lo que quiere a su propio cuerpo, más que a su vida, más que al mundo entero.

Le digo que yo también la quiero. Y que estoy deseando que me invite a pasar unos días en su hermosa casa nueva. Y que me gustaría que me diera una fotocopia del certificado de propiedad.

Cuando cuelgo el teléfono, Felipe me dice:

—Bien hecho.

No sé si se refiere a ella o a mí. Pero abre una botella de vino y brindamos por nuestra querida amiga Wayan, la terrateniente balinesa.

Entonces Felipe dice:

—¿Ya podemos irnos de vacaciones, por favor?

107

El sitio al que nos vamos de vacaciones es una isla diminuta llamada Gili Meno, que está en la costa de Lombok, que es la siguiente isla al este de Bali en el enorme archipiélago indonesio. Yo ya he estado en Gili Meno, pero se la quiero enseñar a Felipe, que no ha estado nunca.

Para mí, la isla de Gili Meno es uno de los sitios más importantes del mundo. Vine sola hace dos años en mi primer viaje a Bali. Una revista me había encargado un reportaje sobre el yoga como opción vacacional y acababa de dar dos semanas de yoga que me habían sentado muy bien. Pero al acabar el reportaje decidí prolongar mi estancia en Indonesia, aprovechando que me había venido a Asia. Lo que quería hacer, a decir verdad, era encontrar un sitio alejado de todo y pasar diez días de absoluta soledad y silencio.

Si me paro a recordar los cuatro años que pasaron desde que mi matrimonio empezó a hacer aguas y el día en que por fin me vi divorciada y libre, lo que veo es un dilatado proceso doloroso. Y el momento en que llegué a esta diminuta isla yo sola fue el peor de todo ese siniestro viaje. Fue cuando toqué fondo. Mi triste mente era un campo de batalla lleno de demonios enfrentados. Cuando decidí pasar diez días sola y en silencio en mitad de la nada, dije lo mismo a todas mis huestes en conflicto: «Estamos todos juntos en esto, tíos, y nos hemos quedado solos. Vamos a tener que montárnoslo para llevarnos bien, porque si no, tarde o temprano, moriremos juntos en el intento».

Éste puede parecer el discurso de una persona segura y confiada, pero tengo que confesar que mientras iba en barco a esa isla tan perdida, yo sola, nunca había tenido más pánico en toda mi vida. Y no llevaba libros para leer ni nada con que poder distraerme. Estaba a solas con mi mente a punto de enfrentarnos una a otra en un solar vacío. Recuerdo que las piernas me temblaban de miedo. Entonces me dije una de las frases preferidas de mi gurú: «¿Miedo? ¿Y qué más da?» y me bajé sola en la isla.

Me alquilé una pequeña cabaña en la playa por unos dólares al día y cerré el pico y me juré a mí misma no volver a abrirlo hasta que hubiera cambiado algo en mi interior. La isla de Gili Meno fue mi gran ponencia sobre la verdad y la reconciliación. Había elegido el lugar adecuado para hacerlo, eso estaba claro. La isla en sí es diminuta, prístina, arenosa, toda agua azul y palmeras. Es un círculo perfecto con un camino que lo rodea y se puede hacer la circunferencia entera en una hora más o menos. Está prácticamente encima del ecuador, por lo que sus ciclos diarios apenas cambian. El sol sale por un lado de la isla en torno a las seis y media de la madrugada y se pone por el otro lado en torno a las seis y media de la tarde todos los días del año. Sus únicos habitantes son un puñado de pescadores musulmanes y sus familias. No hay ningún lugar de la isla desde el que no se oiga el mar. No hay ni un solo vehículo motorizado. La electricidad la produce un generador que sólo funciona un par de horas por la tarde. Es el sitio más tranquilo que conozco.

Todos los días, al amanecer, me hacía la circunferencia entera de la isla y me la volvía a hacer al ponerse el sol. El resto del tiempo me quedaba sentada, mirando. Miraba mis ideas, mis sentimientos y también miraba a los pescadores. Los filósofos yoguis dicen que toda la tristeza de la vida humana la producen las palabras, pero toda la alegría también. Las palabras las creamos para definir nuestra experiencia y esas palabras nos producen sentimientos anejos que brincan a nuestro alrededor como perros atados a una correa. Nos seducen tanto nuestros mantras individuales («Soy una fracasada... Qué sola estoy... Soy una fracasada... Qué sola estoy») que nos convertimos en monumentos erigidos en su honor. Por eso pasar un tiempo sin hablar es intentar despojar a las palabras de su poder, dejar de atragantarnos con las palabras, liberarnos de nuestros mantras asfixiantes.

En aquella ocasión tardé mucho en llegar al auténtico silencio. Aunque había dejado de hablar, descubrí que el lenguaje me seguía zumbando en los oídos. Todos los órganos y los músculos relacionados con el habla —cerebro, garganta, pecho, nuca— me vibraban con los efectos secundarios de mi verborrea mucho después de haber dejado de emitir sonidos. La cabeza me reverberaba llena de palabras efervescentes, como esas piscinas interiores donde siempre hay un eco de gritos y voces aunque la clase de natación haya terminado hace tiempo. El latido del idioma tardó mucho en desaparecer, el murmullo tardó en disiparse por completo. En total, serían unos tres días.

Entonces, empezó a salir todo a flote. En ese estado de silencio todo lo odioso, todo lo temible, me galopaba por la mente vacía. Me sentía como una yonqui en proceso de desintoxicación, convulsa por el veneno que me brotaba del interior. Lloré mucho. Recé mucho. Fue difícil y fue aterrador, pero no hubo ningún momento en que no quisiera estar allí, como tampoco quise nunca tener a nadie allí conmigo. Sabía que tenía que hacerlo, pero sabía que tenía que hacerlo sola.

Los escasos turistas que había en la isla eran un puñado de parejas románticas. (Gili Meno es una isla tan bonita y tan exótica que sólo a una loca como yo se le ocurre ir sola.) Viendo a las parejitas de enamorados, me daban cierta envidia, pero sabía que «Éste no es tu momento para estar acompañada, Liz. Lo que tú has venido a hacer aquí es distinto». Por eso me mantenía alejada de los demás. Las gentes de la isla me dejaban en paz. Es posible que les diera cierto mal rollo. Llevaba todo el año pachucha. No se puede dormir así de poco y adelgazar tantos kilos y llorar tanto sin empezar a parecer una psicótica. Por eso nadie me hablaba.

Aunque eso no es del todo verdad. Había una persona que me hablaba todos los días. Era un niño pequeño, uno de esos que se recorren las playas intentando vender fruta fresca a los turistas. El niño tendría unos 9 años y parecía ser el jefe del grupo. Era duro de pelar, gamberro y si en su isla hubiera alguna calle habría dicho de él que era un chico «callejero». Supongo que era más bien un chico «playero». El caso es que hablaba un buen inglés, que debía de haber aprendido incordiando a los occidentales en la playa. Y al chico le dio la venada conmigo. Nadie me preguntaba quién era yo, nadie me molestaba, pero él se me acercaba implacablemente siempre que me veía en la playa y me preguntaba: «¿Por qué no hablas? ¿Por qué eres tan rara? No hagas que no me oyes, porque sé que me oyes. ¿Por qué estás siempre sola? ¿Por qué no te metes en el agua a nadar? ¿Dónde está tu novio? ¿Por qué no tienes un marido? ¿Qué te pasa?».

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