Conjuro de dragones (30 page)

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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

Los peces tenían colores tan vivos como el arrecife. Un banco de peces cirujano azules nadaba por encima del coral cuerna de ciervo. Los cangrejos trepaban hacia la superficie, intentando atrapar pececillos diminutos mientras avanzaban. Había peces erizo, cangrejos ermitaños de ojos enormes, finos y delicados peces escorpión, y quebradizas estrellas de mar. Deseó que sus compañeros pudieran contemplar las maravillas desplegadas ante sus ojos. Descubrió un erizo marino en forma de bola blanca que reunía pedazos de conchas para cubrirse con ellas y, a poca distancia, una lengua de flamenco, un pequeño molusco que se alimentaba con los pólipos del coral blando e iba dejando un rastro de muerte tras él.

Los tentáculos la impulsaron arrecife arriba, donde los colores se volvían más vivos; todo un arco iris de vida, a medida que la luz del sol penetraba con más fuerza. Luego viajó por encima del coral y descendió por el otro lado, que descendía en pronunciada pendiente hacia un enorme barranco que parecía una siniestra cicatriz sobre la blanca arena del fondo marino.

Feril encogió los tentáculos y pasó a toda velocidad por encima; echó una ojeada a la oscuridad, aunque no distinguió otra cosa que sombras que parecían moverse al ritmo de las corrientes y las algas marinas.

* * *

—¿Crees que existe una ciudad bajo el agua? —Ampolla se encontraba de pie junto a Usha, que estaba sentada sobre un rollo de cuerda, la espalda apoyada en el mástil.

—Varias —asintió la mujer.

—¿Y crees que hay elfos allí?

—Se llaman dimernestis.

—¿Has visto uno alguno vez?

Usha negó con la cabeza.

—¿Crees que Feril encontrará el lugar?

—Eso espero.

—¿Sabes?, es posible que no estemos en el lugar correcto. El océano es enorme. —La kender extendió las manos a los lados y se encogió de hombros.

—Estoy segura de que Rig siguió las instrucciones del Custodio correctamente —la tranquilizó Usha—. Sin duda estamos muy cerca.

—Pero Feril se marchó hace horas. —La kender lucía una insólita expresión preocupada—. No vino a comer. ¿Y si no ha regresado a la hora de cenar?

—Dale tiempo, Ampolla —repuso Usha con una sonrisa—. No le basta con localizar a los dimernestis: tiene que encontrar la corona.

—Espero que no encuentre al dragón. —La kender clavó la mirada en los dorados ojos de su compañera—. Recuerdo lo que Silvara nos contó de Piélago.

—Feril sabe cuidar de sí misma. —Rig se había aproximado por detrás de Ampolla—. Me preocupa más que el dragón nos encuentre a nosotros. Somos el único barco en esta parte del océano, lo cual nos convierte en un blanco facilísimo. Se sabe que el dragón ha hundido embarcaciones que navegaban por estas aguas. —Sostenía un catalejo muy trabajado, hecho de ónice y plata y con incrustaciones de madreperla, uno de los tesoros náuticos que había encontrado en el camarote—. No he visto ningún otro barco desde que abandonamos Khur hará unas dos semanas. Todos los capitanes inteligentes mantienen sus naves cerca de la costa.

—No tienes que preocuparte por el dragón —dijo Ampolla—. El
Narwhal
es demasiado pequeño. El dragón no advertirá la presencia de una barca.

Rig cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro; mantuvo el equilibrio cuando la nave cabeceó violentamente. La kender pasó los brazos alrededor de la pierna del marinero para no caer.

Cuando el mar volvió a calmarse, Ampolla se soltó, recuperó la compostura, y levantó los ojos hacia el rostro del marinero.

—¿Has visto alguna vez un dimernesti? Un elfo marino, no la especie terrestre. Los llaman del mismo modo a pesar de que no son la misma cosa. Sé que no has visto el país. Pero podrías haber visto a uno de los elfos. Usha me dijo que los elfos marinos pueden respirar aire. Tú has navegado por todo Ansalon, y pensaba que a lo mejor...

—No; no he visto ninguno. —El marinero entregó a Ampolla el catalejo—. ¿Te importaría reemplazarme en la vigilancia?

Ampolla le dedicó una amplia sonrisa y sacó pecho; luego le arrebató el catalejo y corrió hacia popa, donde Groller enseñaba a Dhamon un poco de su lenguaje por señas.

—Gracias —dijo Usha.

—Ni lo menciones —respondió Rig, sonriente—. Voy a dormir un rato y luego haré la guardia de la tarde. Tú también deberías pensar en descansar un poco.

—¿Descansar? —La nueva voz era áspera e iba acompañada por el sonido de pesadas botas—. Tendremos mucho tiempo para descansar cuando hayamos impedido el regreso de la Reina de la Oscuridad. —Jaspe aferraba entre las manos el saco de lona.
Furia
lo seguía.

El enano introdujo la mano en el saco y entregó el cetro a Usha. Esta paseó los delgados dedos por la superficie de madera, acariciando las joyas con los pulgares.

—¿De verdad quieres volver a intentarlo? Lo has hecho todos los días —dijo él.

—Lo sé.

—¿No has pensado que tal vez no puedes recordar porque no hay nada que recordar?

—Pareces Ampolla —se burló ella—. No. Los elfos me hicieron olvidar porque les preocupaba que el cetro cayera en malas manos, y no querían que se utilizara para el mal. No es que no confiaran en Palin y en mí. Tampoco creían que fuéramos a explicar a nadie voluntariamente sus poderes. Simplemente no quisieron correr riesgos.

Jaspe se sentó junto a ella, clavó la mirada en las olas a través de una abertura en la barandilla, y se llevó la mano al estómago. Usha nunca recordaría, se dijo. Del mismo modo que él nunca conseguiría evitar marearse.

* * *

El suelo marino descendió y la corriente adquirió más fuerza. Feril continuó en la misma dirección, siguiendo las instrucciones del Custodio. El agua era más oscura ahora, no sólo porque se encontraba a más profundidad sino porque había atardecido. La kalanesti sabía que habían transcurrido varias horas, pero no sentía cansancio.

No habría tenido que nadar tan lejos si hubieran llevado al
Narwhal
más cerca; pero ni ella ni Rig habían querido. No deseaban arriesgarse a perder a todos los que ocupaban el barco a manos de un dragón que, según Silvara, disfrutaba hundiendo todo lo que se acercaba demasiado a Dimernesti.

Sus ojos se abrieron camino por entre las lóbregas sombras, distinguiendo rocas, sombras, plantas y...

Se detuvo, y los tentáculos se agitaron suavemente sobre la arena para mantenerla inmóvil. A unas cuantas docenas de metros, unas formas extrañas, negras y angulosas, se alzaban del suelo marino. No eran rocas.

Se preguntó si serían dimernesti. Aproximándose con sigilo, se introdujo por entre un par de agujas coralinas y se impulsó hacia una sombra enorme. Un naufragio, comprendió al cabo de un instante. Una inmensa carraca de tres palos yacía sobre el fondo; los mástiles se elevaban inútilmente hacia la superficie, y pedazos de vela y largos trozos de cuerda se agitaban en la corriente, lo que contribuía a que toda la estructura pareciera el vientre de una medusa gigantesca.

Tocó el casco con los tentáculos y percibió la suavidad de la madera y los rugosos moluscos que salpicaban su superficie. Se acercó a un boquete del costado y se deslizó al interior. Estaba oscuro como la noche dentro de la bodega del carguero. Distinguió cajas, rollos de cuerda y barriles etiquetados en una lengua que no conocía; un cuerpo, totalmente cubierto de diminutos cangrejos rojos, golpeaba contra el interior del casco. Descubrió otros marineros, o más bien lo que quedaba de ellos, pues los habitantes de la zona no habían dejado más que huesos pelados de la mayoría.

Con un escalofrío, salió veloz del barco hundido y siguió adelante. Varias docenas de naves cubrían el suelo marino: balleneros enormes, galeones de cuatro y cinco palos, carabelas, chalupas, navíos mercantes y de cabotaje. Todos se habían convertido en hogar de millares de peces, langostas y cangrejos. Mientras se abría paso por entre los pecios, observó que algunas de las naves llevaban decenios allí abajo, las más grandes entre ellas convertidas en refugio de tiburones y calamares. Las algas eran espesas en los naufragios más antiguos, como alfombras de un azul verdoso que cubrían cada palmo de ellos.

Los brioles se agitaban en el agua como serpientes marinas atadas. Las torres de vigía se inclinaban en ángulos imposibles, algunas sujetas todavía a los mástiles, otras atrapadas en jarcias cubiertas de algas. El lugar rezumaba una calma sobrenatural. Tiburones de pequeño tamaño pasaban rozando las cubiertas, y un banco de peces cirujano de color amarillo se introdujo rápidamente en una carabela de tres palos. Feril descubrió otro pulpo, no tan grande como ella, cuyos tentáculos se arrollaban y desenrollaban por una abertura en el casco de una pequeña galera.

También había naufragios más recientes, y Feril consiguió leer los nombres de los cascos:
Viento Marino, La Favorita de Balifor, Regalo del Mar Sangriento, Dama Impetuosa y Joya de Cuda.
Feril les dedicó más atención. Los tentáculos la transportaron a lo largo de sus cubiertas y al interior de las bodegas, en tanto que sus sentidos dejaban fuera a los cuerpos atrapados dentro.

Todos los barcos tenían una cosa en común: había agujeros en los cascos, como si hubieran encallado en peligrosos bajíos. Pero no había tal cosa en estas aguas profundas, ni agujas de coral ocultas justo bajo la superficie, y comprendió que el dragón debía de haber sido el causante.

Feril se movió más deprisa ahora, al imaginar al
Narwhal
pasando a formar parte de este cementerio. Dejó atrás los pecios y siguió el fondo marino, que continuaba descendiendo. La vida era aquí escasa comparada con la que prosperaba en otras partes.

Finalmente, distinguió las tenues luces de lo que sin duda era un reino submarino. Un banco de peces ballesta del tamaño de una mano —caras azules, medias lunas, payasos y colas rosas— nadó ante sus ojos. Los peces se movían veloces de un lado a otro de una ciudad que sobrepasaba en belleza al arrecife coralino. Los ojos de la kalanesti se posaron sobre espiras y cúpulas que parecían esculpidas por un artista. Los colores eran deslumbrantes: naranjas y verdes, relucientes blancos, azules y amarillos claros. En las superficies de los edificios se veían ventanas, y por ellas se filtraba luz que iluminaba la ciudad y hacía que pareciera un broche enjoyado.

La ciudad se encontraba en el borde de una plataforma continental submarina, recostada entre colinas. A Feril le recordó Palanthas, posada sobre un territorio ahuecado rodeado por afiladas colinas y montañas. Un suelo de arena blanca se extendía más allá de la ciudad.

A medida que se acercaba, se concentró en los peces ballesta. En cuestión de segundos, notó que su cuerpo se encogía, doblándose sobre sí mismo. La flexible piel marrón fue reemplazada por escamas, amarillo pálido en los costados, verdes en el lomo y blancas en el vientre. Las extremidades se desvanecieron, para convertirse en agallas. Apareció una cola, y los ojos se trasladaron a la parte superior de la cabeza, lo que le proporcionó un campo visual desconcertantemente amplio. El nuevo cuerpo era anguloso, romboide y con una cola, y apenas si pesaba unos kilos. Los labios eran bulbosos y de un amarillo brillante, como la franja amarilla que pasaba justo por debajo de sus ojos.

Se unió al banco de peces ballesta y nadó en dirección a la ciudad. Los peces se alimentaban de las pequeñas protuberancias coralinas que crecían aquí y allá junto a las montañas y cerca de la base de los edificios. Feril vio figuras de aspecto humano que pasaban ante las ventanas, algunas de las cuales se detenían para mirar al exterior antes de alejarse.

Una parte del banco de peces ballesta salió disparado hacia una cúpula, y ella los siguió. Las construcciones situadas más al centro de la ciudad eran de menor tamaño. Algunos de los edificios eran curvados y se elevaban del suelo en forma de cuerno; otros parecían jarrones puestos boca abajo, y algunos recordaban colas de langosta y conchas. No se veía gente fuera de las casas. Siguió nadando con los peces, dando un paseo por la ciudad mientras se preguntaba si todas las ciudades elfas de Dimernesti se parecían a ésta.

Hacia el sur había lo que parecía un parque. Lucía espiras de coral ingeniosamente dispuestas, tal y como un jardinero podría plantar árboles y arbustos. También había estatuas, aunque sólo una permanecía intacta: la de un alto elfo marino con un tridente sujeto contra el pecho.

Detrás del parque aparecían otras señales de destrucción, una hilera de edificios que habían sido altos y que ahora no eran más que un montón de cascotes. Los peces ballesta nadaron hacia el lugar, tras descubrir coral y algas que crecían sobre un muro derrumbado, y se dieron un festín con las algas y unos minúsculos animales que parecían pedazos de encaje y flotaban justo por encima.

Feril consideró la posibilidad de quedarse con los peces, con la esperanza de que la condujeran por la ciudad hasta que encontrara el lugar donde pudiera estar la corona. Pero los peces ballesta no demostraron ningún interés por abandonar su tentempié de algas, y Feril tenía prisa. Nadó al otro lado de las ruinas en dirección a una cúpula más pequeña con una única luz cerca del tejado. Se introdujo por una ventana y se encontró en un dormitorio iluminado por una concha que brillaba en una pared. Una hamaca de malla se agitaba entre dos postes, y una serie de armarios ocupaba una pared. Una puerta ovalada conducía fuera de la habitación, y la kalanesti nadó a través de ella. Al otro lado había una estancia llena de bancos y sillas, iluminada por más conchas. Sobre unas mesitas bajas se veían esculturas de criaturas marinas. Los muebles eran blancos, ribeteados de perlas.

El corazón le dio un vuelco cuando algo la tocó. Unos dedos. Agitó con fuerza las aletas y giró, y se encontró frente a frente con una joven elfa azul pálido. Una larga cabellera de un blanco argentino ondeaba a su espalda, plateada como la túnica que vestía. En un principio, Feril pensó que la elfa carecía de cejas, pero luego descubrió que eran tan claras que parecían invisibles.

Las manos de la elfa marina eran palmeadas, las orejas elegantemente puntiagudas, los ojos grandes y expresivos, indicando cordialidad y amabilidad. Los labios, de un azul más oscuro, se movían. La mujer decía algo como «velo». Feril percibió las vibraciones en el agua antes de oír las palabras; pero la kalanesti no comprendió las palabras. A medida que la elfa marina hablaba, fragmentos de palabras resultaron familiares a Feril; le recordaron su idioma nativo. La mujer volvió a pasar los dedos por los costados de Feril.

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