Cuando comer es un infierno (2 page)

Cuando me planteé la redacción de esta obra, creí que resultaría sencillo encontrar testimonios directos. Me equivoqué: era relativamente fácil que las enfermas recuperadas hablaran, pero esperar que una bulímica aceptara su enfermedad y la gravedad de sus consecuencias estaba fuera de todo sentido.

Esta obra pretende ofrecer una visión realista y personal sobre la bulimia. Una visión dolorosa, a menudo desagradable, como lo son las de todas las enfermedades, de esta plaga que parece agravarse y generalizarse de año en año, que causa dolor, miedo, dolencias crónicas, y en más ocasiones de las que se cree, la muerte. El testimonio que vertebra el libro, la vida de Gloria, resulta tan prototípico de la enfermedad como podría serlo el de cualquier otra chica. Podría enmascarar a cualquier bulímica; y me consta que ha sido tan sincero como el que puede esperarse tras el sufrimiento de siete años y el esfuerzo por olvidarse de ellos.

Los testimonios de las otras enfermas fueron transcritos literalmente, o traducidos con ese mismo espíritu de fidelidad. Fueron elegidos por resultar los más representativos en sus respectivos casos, o por ofrecer un resquicio de esperanza a quienes se preocupan por estas dolencias.

Las citas que encabezan cada sección han sido extraídas en su totalidad de las páginas web pro anorexia, de las que me ocupo más adelante. Las anoréxicas las emplean como estímulo, como ánimos, como manera de darse fuerzas y continuar resistiendo el hambre, pero se encuentran también en la mente de las bulímicas; el ideal de perfección llega a sofisticarse de manera tan perversa que únicamente la delgadez extrema, cadavérica, puede satisfacerlas.

A veces las extraen de grupos musicales como King Adora, Smashing Pumpkins o Placebo, escritores como Kafka, de su cuento «El ayunador profesional», de libros que potencian la fuerza de voluntad, e incluso de la Biblia. La comida se convierte en el pecado, en la debilidad, potencia las cualidades que ellas odian y que rechazan como señal de fracaso. La delgadez, la belleza, la admiración y el triunfo caminan de la mano, y ellas se esfuerzan en seguirlas.

Al fin y al cabo, ¿quién, en esta sociedad, no desea ser hermosa?

GLORIA
Los antecedentes. Tengo un problema

Y la siguiente vez que te asalte el hambre, piensa: La diferencia entre querer y necesitar es el autocontrol.

La mayor parte de las mujeres viven pasando hambre. ¿Por qué iba a ser yo diferente?

Es muy sencillo: cuando has decidido no volver a comer, no es necesario tomar ninguna decisión más.

Para que te tengan en cuenta, debes ser alta y delgada; y si no eres alta, lo menos que puedes hacer es mantener tu peso por debajo de los cincuenta kilos.

No puedes pretender comértelo todo y seguir delgada.

Quiero ser la más guapa y la más delgada: no siempre puedo ser la más guapa, pero sí la más delgada.

Soy todo lo que quiero ser, pero estoy enterrada bajo una capa de grasa.

E1 hambre duele, pero ayunar funciona.

(Consignas extraídas de una web pro anorexia, mayo de 2001)

Nací en julio, un mal mes. Durante años envidié a las niñas de invierno, las que organizaban cumpleaños con veinte y veinticinco invitados, con regalos repetidos y chocolate caliente para terminar la fiesta. No resulta común recordar los cumpleaños en verano, no es fácil reunir un grupo de amigas que no marchen de vacaciones, no es sencillo planear un menú con golosinas. Hay que olvidarse del chocolate y recurrir a la tarta helada, y lograr que las amiguitas no pasen esos días en el pueblo, que sus padres no decidan dedicar el fin de semana a la playa, que el calor no sea tan sofocante que no haya ganas de jugar, sino de tirarse bajo la sombra.

En mi colegio se acostumbraba a llevar caramelos el día del cumpleaños. Los nacidos durante el verano los repartíamos el último día de clase, de modo que el resto de los niños regresaban a casa con las notas y el bolsillo lleno de dulces, encantados por la inesperada abundancia. Un mes más tarde, cuando mi cumpleaños llegaba, los caramelos se habían derretido y las fechas se habían olvidado.

Me acostumbré desde entonces a repartir más de lo que recuperaría, a dar más regalos, a entregar más caramelos de los que yo recibiría, a asistir a cumpleaños multitudinarios y a encontrar un par de amigas y unos cuantos primos en los míos; a que esa situación fuera normal, a que yo tuviera que dar más de lo que recibía por el simple hecho de haber nacido en julio.

Aveces me sentía triste, a veces lloraba porque nada me parecía suficiente: deseaba más amigas, más regalos, más fiesta, más globos, más atención. Luego recordaba a los niños africanos con sus tripas hinchadas, a las niñas gitanas que cuidaban de sus hermanitos y que yo veía los jueves en el mercado y no me permitía quejarme más. Muy pronto aprendí a no lloriquear, a no desear nada para mí, porque me pesaba la conciencia de ser una privilegiada. Demasiada gente hubiera envidiado lo que yo poseía: mis padres de niños, los hijos invisibles de los pobres, los hambrientos de todo el mundo. Planeaba la siguiente fiesta, imaginaba los siguientes juegos, y esperaba que algún día llegara el cumpleaños inolvidable.

Años más tarde esa situación cambió, por supuesto. A los quince años los caramelos carecen de importancia, y las fiestas se dividen entre sobrias y alcohólicas. Pero julio, un mes cruel con sus hijos, no cesó en sus exigencias: era preciso aparecer en la playa, en las verbenas, en las discotecas, con faldas cortas, y tirantes finos, y bikinis mínimos, y caderas estrechas, y clavículas bien marcadas.

Los placeres que hasta entonces habían sido inocentes se tiñeron de culpa: ya no era posible gozar de las piscinas, y bañarse, y salpicar. Había que cuidar de que el corte del traje de baño fuera favorecedor, que los músculos se perfilaran suavemente bajo una piel sin grasa. Comer se encontraba bajo sospecha; y cuanto más deliciosa fuera la comida, más se debía recelar. Bailar no tenía objetivo si se hacía sin pareja, y la apariencia de felicidad sustituyó al auténtico goce.

Desde que el verano amenazaba con los calores de mayo, el placer que antes sentía por la luz, los días más largos, las ropas ligeras y de colores, se convertía en preocupación. Como a todo el mundo le gustaba el verano, todo el mundo adoraba los fines de semana y las fiestas, yo sonreía, y mentía, y decía que también me gustaban, porque yo deseaba ser como todo el mundo.

Pero para eso aún faltaba que la niña nacida en julio saliera de la cuna, y aprendiera a ceder ante todas las normas sociales que le impondrían. Hasta entonces me aguardaban años de alegría y de correr por el puro placer de hacerlo, y de rechazar alimentos basándome en el gusto, y no en las calorías o en lo que debería o no comer.

Fui un bebé grande, gordito y sociable. A los pocos días de nacer, las enfermeras prohibieron a mi madre que me amamantara fuera del horario previsto para ello: a principios de los setenta aún se mantenía la idea de que a los niños les beneficiaba una disciplina en el sueño y la alimentación. Mientras se suponía que debía dormir, yo lloraba de hambre.

A veces, en los primeros momentos del sueño, antes de quedarme definitivamente dormida, recuerdo en la boca y en el esófago un sabor a lana, seco, invasivo, como si yo misma estuviera tejida en lana y fuera un muñeco diminuto. Luego me despierto con la boca seca, y una sensación de algo vivido hace mucho tiempo. Creo que, aún en el nido, chupaba las sábanas y la colcha para engañar el hambre.

Mi madre no quiso discutir con las enfermeras. Decidió por su cuenta que cuando regresáramos a casa yo comería lo que quisiera, y las reglas serían las suyas; pero la costumbre ya se había instaurado, y durante bastante tiempo rechacé el alimento. Vomitaba constantemente, y me negaba a comer. Los médicos diagnosticaron «estómago de calcetín»: mi estómago de uno o dos meses aún no había adoptado la forma definitiva, y era incapaz de aceptar la leche. Se asentaría, prometieron. No habría problema para cuando llegaran las comidas sólidas.

Sin embargo, ahí comenzaron realmente los problemas. Me negaba a abrir la boca, y mi madre empleaba horas en alimentarme. Cada cucharada se acompañaba de amenazas, ruegos, cuentos, libros abiertos y muñecos de peluche agitados. Cuando la papilla había desaparecido del plato, cuando la comida parecía al fin completada, yo, aparentemente sin esfuerzo, la vomitaba.

Quizás el hábito de vomitar, de liberarme de cualquier peso en el estómago, de rechazar esa amenaza que llegaba a lomos de una cuchara no me abandonó nunca, ni en los momentos en los que aceptaba el biberón, y parecía más feliz. Aún es posible, en casa de mis padres, abrir un libro viejo y encontrar rastros de papilla. Me recuerdo, aún muy pequeña, en brazos de mi madre, que intentaba distraerme con las luces de los edificios lejanos, con el silbido del tren, con los árboles que se rundían con la oscuridad y la distancia. Recuerdo una tristeza inmensa, una desolación que aún no era capaz de expresar, y el plato con la comida, un poco dispersa, en montones informes, sobre la mesa: la obligación, la necesidad. Lo ineludible.

Mi madre perdió tranquilidad y salud en aquellos meses en que su vida giraba únicamente en torno a mi alimentación: la casa continuaba ensuciándose, la ropa se arrugaba, había que marchar a la compra y aprovechar los momentos libres para hacer la colada, o pasar el polvo, o pensar en los nuevos gastos del bebé. Y aparte de atender a todos los problemas, a su propia salud, que no era muy buena, y a mi padre, debía emplear dos horas en cada una de mis tomas: preparar la papilla, aparte de la comida normal, utilizar todas sus argucias para que yo la tomara. Aguardar a que yo no vomitara. Si lo hacía, cambiarme de ropa, y a veces cambiarse también ella, limpiar la mesa y parte de la cocina. Y si la papilla se había terminado, preparar más y comenzar de nuevo el proceso. Cuando me reñía, yo lloriqueaba un poquito. No debía de ser una bonita visión, un bebé de año y medio con papilla sobre el trajecito, los zapatos, el pelo rizado y la trona, haciendo pucheros e intentando comprobar que pese a rechazar la rica zanahoria triturada en el pasapuré, o la papilla enriquecida con dos galletas, mamá me quería y me cambiaría el jersey sucio y jugaría conmigo después.

Imagino su cansancio, y su malhumor, y su miedo a que me muriera de hambre. Durante aquellos años le impedí un momento para sentarse y descansar, y monopolicé sus horas libres. Sé que me adoraba, y que tuvo también momentos de alegría. Yo me negaba a dormir si ella no estaba a mi lado, y prefería quedarme despierta y verla trabajar por la casa si no podía descansar conmigo. Pero sé también que debió de resentirse de esa relación agotadora, como lo hice yo. Mis primeros recuerdos de mi madre están mezclados con el miedo a disgustarla, con la imposibilidad de levantarme de la mesa hasta que todo hubiera desaparecido, y con el gesto agotado, triste, en su rostro, una necesidad de mantener el orden a toda costa, de que la vida continuara de manera normal y lógica.

Decidieron llevarme al pediatra, aparentemente sin ningún problema grave: la niña no come, la normal preocupación de los padres. Los médicos se mostraban escépticos. Se me veía rellenita y alegre, una nena despierta y sociable, que aprendió a hablar pronto y con corrección, y que no presentaba, de ninguna manera, señales de malnutrición. Era necesario entrar en detalles, y descubrir la tortura que suponía mantenerme en mi peso. Más preocupado por el estado de mi madre que por el mío, el último médico que consultaron comprobó mis reflejos y mi analítica y les aconsejó que no me prestaran atención.

—No se enfade, no grite, no se inmute. No le enseñen juguetes ni le cambien de lugar al comer. Continúe dándole la comida si ha terminado ya de vomitar. Respire profundamente y limpie todo sin decir ni una palabra. Es una lucha de voluntades, y tiene que demostrar quién es el ganador.

Ganó mi madre. Al tercer día yo había renunciado a vomitar, y aunque con una lentitud desesperante, comía lo que me presentaban. No se repitieron las riñas ni las escenas. Todo aquello había durado tres años.

Durante mucho tiempo pensé que intentaba llamar la atención con mi actitud, que aquella manera de negarme a comer expresaba mi necesidad de cariños, de afecto, el momento en el que todos se volcaban a mi alrededor con libros de dibujos, y muñequitos, y paseos por la casa. Pensé que cuando me demostraron que esa actitud no despertaba nada más que indiferencia, la deseché. No debe de ser fácil para una niña tan pequeña mostrar una obstinación tan obcecada. Pese a mi odio por la comida, debía de sentir hambre de vez en cuando, debía de asustarme cuando veía a los mayores avergonzados o furiosos. Los beneficios que lograba de esa actitud debían de ser lo suficientemente grandes como para compensar todo eso. Me crié como hija única, y mi familia entera, mis vecinos, me mimaban y atendían. ¿Era mi necesidad de atención tan grande como para exigir aún más de la que recibía?

Creí que aquello demostraba un carácter egoísta y manipulador desde la cuna. Pasé años sin perdonarme la dictadura sobre mi familia y asqueada por haber dejado aquella impresión siendo un bebé: niña difícil, niña egoísta, imposible contentarla, pequeña sanguijuela de tiempo y atenciones.

—Qué tontos fuimos —decía a veces mi madre— dejándonos embaucar. Cuando veo en la publicidad de papillas a los niños que se abalanzan sobre las cucharas no puedo creer que sea verdad. ¡No puedo creérmelo! Nada puede ser tan sencillo.

Una psiquiatra a la que conté la historia frunció el ceño y me ofreció una visión distinta:

—¿Y si lo que exigías con esa actitud era que te dejaran en paz? Al fin y al cabo, comenzaste a comer cuando los adultos se comportaron normalmente. ¿Y si en realidad no reaccionabas contra la comida, sino contra las tensiones que la rodeaban? Nunca estuviste en peligro, y cuando deseabas comer, comías.

No pude aceptar aquella explicación. Hubiera supuesto repartir la culpa entre los adultos y yo, y me había acostumbrado a aceptarla por entero, a considerarme una niña mala, una pequeña rebelde en manos de gente experta, de quienes sabían qué era lo mejor para mí, lo que necesitaba, cuándo y cómo. Incluso siendo una adulta no pude admitir que yo sabía a los dos años si tenía hambre o no, si me gustaba o no la zanahoria, si los mayores estaban tensos o no. Preferí no cuestionarme si los adultos tenían o no razón.

Hasta que llegué a la adolescencia, no hubo nada que pudiera presagiar un trastorno alimenticio. Aunque mis preferencias por la comida estaban muy definidas (me gustaban los alimentos dulces y los salados, las carnes, los pescados, pero nunca en grandes cantidades, rechazaba la verdura, el picante, todo lo amargo, parte de las frutas, las salsas y los alimentos nuevos), y comía con parsimonia, estaba sana y mostraba energía y buen humor.

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