Cuentos esenciales (108 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

—La he pescado yo hace un rato.

Marguerite no se iba.

El sacerdote prosiguió:

—Tráigame vino del bueno, vino blanco de Cabo Corso.

Ella hizo una especie de gesto de rebeldía y él tuvo que repetirle con aire severo: «Coja dos botellas». Porque cuando ofrecía vino a alguien, raro placer, se regalaba también él con una botella.

Philippe-Auguste, radiante, murmuró:

—Excelente. Buena idea. Hacía mucho tiempo que no comía así.

La criada volvió al cabo de un par de minutos que al sacerdote le parecieron dos eternidades, porque ahora una necesidad de saber le abrasaba la sangre, devorándole como un fuego infernal.

Aunque habían sido descorchadas las botellas, la criada no se iba, con los ojos fijos en el hombre.

—Déjenos —dijo el párroco.

Ella fingió no haber oído.

Él dijo casi con rudeza:

—Le he dicho que nos deje solos.

Entonces se fue.

Philippe-Auguste se comía el pescado ávidamente; y su padre le miraba, cada vez más sorprendido y disgustado por la bajeza que descubría en aquel rostro que tanto se le parecía. Los pequeños bocados que el reverendo Vilbois se llevaba a los labios se le quedaban en la boca, porque la encogida garganta se negaba a dejarlos pasar, y masticaba despacio, buscando, entre todas las preguntas que le venían a la mente, aquellas cuya respuesta le urgía.

Al final murmuró:

—¿De qué murió?

—De mal de pecho.

—¿Estuvo enferma mucho tiempo?

—Unos dieciocho meses más o menos.

—¿Cómo contrajo la enfermedad?

—No se sabe.

Guardaron silencio. El reverendo estaba pensativo. Muchas eran las cosas opresivas que le hubiera gustado saber, pues, desde el día de la ruptura, desde aquel día en que había estado a punto de matarla, no había vuelto a saber nada de ella. Verdad es que tampoco había querido saber nada, que la había echado resueltamente en una fosa de olvido, a ella y a sus días felices; pero ahora que estaba muerta sentía nacer en su interior un ardiente deseo de saber, un deseo celoso, casi un deseo de amante.

Prosiguió:

—¿No estaba sola, verdad?

—No, seguía viviendo con él.

El viejo se estremeció:

—¿Con él? ¿Con Pravallon?

—Pues sí.

El hombre antaño traicionado calculó que la mujer que le había engañado había permanecido más de treinta años con su rival.

Balbució casi a su pesar:

—¿Fueron felices juntos?

Riendo sarcásticamente, el joven respondió:

—¡Pues sí, con altibajos! Les habría ido mucho mejor sin mí. Yo siempre lo estropeé todo.

—¿Cómo y por qué? —preguntó el sacerdote.

—Ya se lo he contado. Porque él creyó que yo era hijo suyo hasta que cumplí los quince años. Pero el viejo no era tonto, y descubrió por sí solo el parecido, y entonces hubo escenas. Yo escuchaba detrás de las puertas. Él acusaba a mamá de haberle engañado. Mamá respondía: «¿Acaso es culpa mía? Sabías perfectamente, cuando me aceptaste, que yo era la amante del otro». El otro era usted.

—¡Ah!, ¿hablaban de mí en alguna ocasión?

—Pues sí, pero sin mencionarle nunca delante de mí, salvo al final, muy al final, en los últimos días, cuando mamá se sintió perdida. No se fiaban.

—¿Y usted…, usted supo pronto que su madre estaba en una situación irregular?

—¡Por Dios! No soy un alma cándida, y nunca lo he sido. Uno intuye enseguida estas cosas, tan pronto como se comienza a conocer el mundo.

Philippe-Auguste se ponía de beber una vez tras otra. Sus ojos se encendían, haciendo que, a causa de su largo ayuno, se emborrachara enseguida.

El sacerdote se dio cuenta; estuvo a punto de pararle, pero luego se le ocurrió pensar que la embriaguez le volvía imprudente y charlatán, y, tomando la botella, llenó de nuevo el vaso del joven.

Marguerite trajo el pollo con arroz. Después de haberlo dejado sobre la mesa, clavó de nuevo los ojos en el vagabundo y acto seguido le dijo a su amo con aire indignado:

—Pero mire lo borracho que está, señor cura.

—Déjanos tranquilos —prosiguió el sacerdote— y vete.

Ella salió dando un portazo.

Él preguntó:

—¿Qué decía su madre de mí?

—Pues lo que se acostumbra a decir de un hombre al que se ha dejado: que no era usted fácil de llevar, que tenía un carácter difícil para una mujer y que con sus ideas le habría creado siempre problemas.

—¿Lo decía a menudo?

—Sí, a veces con subterfugios, para que yo no comprendiera, pero lo entendía todo.

—¿Y cómo le trataban en esa casa?

—¿A mí? Al principio muy bien, pero después muy mal. Cuando mamá vio que yo arruinaba su relación, me echó a la calle.

—Pero ¡cómo!

—¿Que cómo? Muy sencillo. Yo hice algunas barrabasadas a los dieciséis años; entonces los muy granujas me metieron en un correccional para quitárseme de encima.

Clavó los codos sobre la mesa, apoyó las mejillas en sus manos y, completamente ebrio, la mente trastornada por el vino, le entró de repente una de esas ganas irresistibles de hablar de sí mismo que hacen divagar a los borrachos con fantásticas jactancias.

Y sonreía plácidamente, con una gracia femenina en los labios, una gracia perversa que el sacerdote no pudo dejar de reconocer. No sólo la reconoció, sino que sintió, odiosa y acariciante, esa gracia que le había conquistado y perdido a él en otro tiempo. Era a su madre a quien su hijo se parecía más ahora, no por los rasgos del rostro, sino por la mirada cautivadora e hipócrita y sobre todo por la seducción de la falaz sonrisa que parecía abrir la puerta de la boca a todas las infamias del interior.

Philippe-Auguste contó:

—¡Ja, ja, ja! Menuda vida la mía desde que salí del correccional, una vida realmente agitada por la que un gran novelista pagaría mucho dinero. La verdad, Dumas padre, con su
Conde de Montecristo
, no ha inventado cosas más chuscas que las que me han ocurrido a mí.

Se calló con la filosófica seriedad del hombre ebrio que reflexiona, pero luego dijo hablando despacio:

—Si se quiere que un muchacho no acabe mal, no se le debería encerrar nunca en un correccional, sea lo que sea lo que haya hecho, debido a la gente que se conoce allí dentro. Se me ocurrió una buena, pero acabó mal. Una noche, hacia las nueve, yendo de paseo con tres compañeros, los cuatro un poco alegres, por la carretera general que pasa cerca del vado de Folac, vemos un vehículo en el que estaban todos durmiendo, el cochero y su familia, una gente de Martinon que volvían de cenar de la ciudad. Cojo el caballo de la brida, lo hago subir a la chalana que cruza el río y empujo ésta dentro de la corriente. Como ello arma ruido, el cochero se despierta y, al no ver nada, da un latigazo. El caballo parte y se hunde en el agua con el carruaje. ¡Todos ahogados! Mis compañeros me denunciaron. Y eso que al principio se rieron con ganas al verme gastar la broma. Lo cierto es que no pensamos que la cosa acabaría tan mal. Creíamos que se darían sólo un remojón, para reírnos un rato.

»Tras esto, he hecho cosas peores para vengarme de la primera, pues no merecía el correccional, palabra de honor. Pero no vale la pena contarlas. Le contaré la última nada más, porque ésa seguro que le hará gracia. Le vengué, papá.

El reverendo miraba a su hijo con ojos aterrados y ya no comía nada.

Philippe-Auguste se disponía a hablar de nuevo.

—No —dijo el sacerdote—, ahora no, un poco más tarde.

Volviéndose, golpeó e hizo sonar el estridente címbalo chino.

Marguerite no tardó en entrar.

Y su amo mandó, con una voz tan ruda que ella bajó la cabeza, espantada y dócil:

—Tráenos la lámpara y todo cuanto tengas que traer aún a la mesa, y luego no vuelvas a aparecer más hasta que yo haga sonar de nuevo el gong.

Ella salió, volvió y dejó sobre el mantel una lámpara de porcelana blanca, cubierta con una pantalla verde, un grueso pedazo de queso, fruta, y se fue.

El sacerdote dijo con tono resuelto:

—Ahora le escucho.

Philippe-Auguste se llenó tranquilamente el plato y el vaso. La segunda botella estaba casi vacía, por más que el párroco no la hubiera tocado.

El joven siguió hablando entre balbuceos, la boca llena de comida y de embriaguez:

*

He aquí la última. Es realmente fuerte. Había vuelto a casa…, seguía allí a pesar de ellos porque sabía que me temían…, me temían… ¡Ah!, no es buena cosa fastidiarme…, pues soy capaz de todo cuando me fastidian… ¿Sabe?…, ellos vivían medio juntos. Él tenía dos domicilios, uno de senador y otro de amante. Pero estaba más a menudo en casa de mamá que en la suya, porque no podía prescindir de ella. ¡Ay, no era astuta ni nada, y fuerte…, mamá…, sabía cómo tener cogido a un hombre! Le tenía atrapado en cuerpo y alma, y lo conservó hasta el final. ¡Menudos necios son los hombres! Así pues, yo había vuelto y les tenía dominados por el miedo. Sé ser listo cuando es preciso, y en cuanto a malicia, artimañas y también los puños, no le temo a nadie. He aquí que mamá cae enferma y él la instala en una bonita propiedad próxima a Meulan, en medio de un parque grande como un bosque. Como le he dicho…, siguió así por espacio de unos dieciocho meses. Luego nos dimos cuenta de que el final estaba cerca. Él venía todos los días de París y se le veía sufrir, pero de verdad.

Así pues, una mañana, habían estado hablando casi una hora y yo me preguntaba de qué podían charlar tanto rato, cuando me llaman. Y mamá me dice:

«Estoy a punto de morir y hay una cosa que quisiera revelarte, en contra de la opinión del conde». Ella le llamaba siempre «el conde» al referirse a él. «Es el nombre de tu padre, que todavía vive.»

Yo se lo había preguntado más de cien veces…, más de cien veces…, el nombre de mi padre…, más de cien veces… y ella siempre se había negado a decirlo… Creo incluso que un día le di unas bofetadas para hacerla hablar, pero no sirvió de nada. Y luego, para quitárseme de encima, me anunció que usted había muerto sin un céntimo, que era usted un don nadie, un error de juventud, un paso en falso de virgen. Supo contármelo tan bien lo de su muerte que yo me lo tragué totalmente.

Así pues, ella me dijo:

«Es el nombre de tu padre».

El otro, que estaba sentado en un sillón, replica lo siguiente tres veces:

«Comete un error, comete un error, comete un error, Rosette».

Mamá se sienta en su cama. La veo aún con sus pómulos colorados y sus ojos brillosos, pues me quería mucho a pesar de todo; y va y le dice:

«¡Pues entonces haga algo por él, Philippe!»

Al dirigirse a él le llamaba «Philippe» y a mí «Auguste».

Y él se puso a gritar como un condenado:

«¡Por este crápula, nunca!, por este golfo, por este maleante, este…, este…, este…»

Y se le ocurrieron otros mil nombres para calificarme como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

Yo estaba a punto de amoscarme, cuando mamá me mandó callar y luego le dijo:

«Pues, entonces, quiere que se muera de hambre, ya que yo no poseo nada».

Él replicó sin inmutarse:

«Rosette, le he dado treinta y cinco mil francos por año, desde hace treinta, lo cual asciende a más de un millón. Ha vivido usted gracias a mí como una mujer rica, como una mujer amada y, me atrevería a decir, como una mujer feliz. Yo no le debo nada a este pordiosero que ha arruinado nuestros últimos años; y no tendrá nada de mí. Es inútil insistir. Dígale el nombre del otro, si quiere. Lo siento, pero yo me lavo las manos».

Entonces, mamá se vuelve hacia mí. Yo me decía entre mí: «Bueno…, al menos conoceré a mi verdadero padre…, y si tiene cuartos, estoy salvado…».

Ella continuó:

«Tu padre, el barón de Vilbois, se llama actualmente el reverendo Vilbois, cura de Garandou, cerca de Toulon. Era mi amante cuando le dejé por éste».

Y he aquí que ella me lo cuenta todo, excepto que le engañó respecto a su embarazo. Pero las mujeres, como ve, no dicen nunca la verdad.

Se reía sarcásticamente, dando rienda suelta a toda su abyección. Bebió de nuevo y, con el semblante en todo momento risueño, continuó:

Mamá murió dos días…, dos días más tarde. Habíamos acompañado su ataúd hasta el cementerio, él y yo…, tiene gracia… ¿no?…, él y yo… y tres criados…, eso es todo… Él lloraba a moco tendido…, estábamos uno al lado del otro…, se hubiera dicho papá y el hijo de papá.

Luego regresamos a casa. Nada más que nosotros dos. Yo me decía: «Tengo que largarme, sin un céntimo». No tenía más que cincuenta francos. ¿Qué podía hacer para vengarme?

Él me toca el brazo y me dice:

«Tengo que hablar con usted».

Le seguí a su gabinete. Se sentó a su mesa, y luego, barbotando entre lágrimas, me dice que no quiere ser tan malo conmigo como le decía a mamá; me ruega que no le moleste a usted… «Es algo entre usted y yo…» Y me ofrece un billete de mil…, mil…, mil…, ¿qué podía hacer yo con mil francos?…, yo…, un hombre como yo. Vi que tenía más en el cajón, un verdadero montón. Al ver todo aquel papel moneda me dieron ganas de acuchillarle. Alargo la mano para coger el que me ofrecía, pero, en vez de recibir su limosna, le salto encima, le arrojo al suelo y le aprieto la garganta hasta hacerle revirar los ojos; luego, cuando vi que iba a palmarla, le amordazo, le ato, le desnudo, le doy la vuelta y luego… ¡ja, ja, ja!…, ¡le vengué a usted a base de bien!…

Philippe-Auguste tosía, atosigándose de la alegría, y, en el labio alzado en un rictus feroz y alegre, el reverendo Vilbois descubría de nuevo la vieja sonrisa de la mujer que le había hecho perder la cabeza.

—¿Y después qué? —preguntó.

Después…. ¡Ja, ja, ja!… Había un gran fuego en la chimenea, era diciembre…, por el frío… había muerto…, mamá…, un gran fuego de carbón… Cojo el atizador…, lo pongo al rojo vivo… y le hago unas cruces en la espalda, ocho, diez, no sé ya cuántas, luego le doy la vuelta y le hago otras tantas en el vientre. ¡Tiene gracia, ¿eh?, papá! Así es como se marcaba a los forzados en otros tiempos. Él se retorcía igual que una anguila…, pero yo le había amordazado bien y no podía gritar. A continuación cogí los billetes, doce, que con el mío hacían trece… Lo cual no me trajo suerte. Y me largué diciéndoles a los criados que no molestaran al señor conde hasta la hora de la cena porque dormía.

Pensé que no diría nada por temor a armar un escándalo, puesto que es senador… Pero me equivoqué. Cuatro días después me pescaban en un restaurante de París. Estuve tres años en prisión. Por eso no pude venir a conocerle antes.

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