Cuentos esenciales (39 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

LOS ZUECOS
*

A Léon Fontaine

El viejo párroco farfullaba las últimas palabras de su sermón por encima de las blancas tocas de las campesinas y de los cabellos hirsutos o engominados de los labradores. Las grandes cestas de las granjeras llegadas de lejos para oír misa estaban colocadas en el suelo a su lado; y el pesado calor de un día de julio hacía que se desprendiera de todo el mundo un olor a ganado, a husmo de rebaño. Los cantos de los gallos entraban por la gran puerta abierta, así como los mugidos de las vacas echadas en un campo cercano. A veces un soplo de aire cargado de aromas de los campos penetraba por la puerta y, levantando a su paso los largos cintajos de los tocados, hacía vacilar sobre el altar las llamitas amarillentas de los cabos de los cirios… «Hágase la voluntad de Dios. Amén», decía el cura. Luego se calló, abrió su libro de rezos y se puso, como cada semana, a hacer las acostumbradas recomendaciones a sus fieles sobre los pequeños asuntos privados de la comunidad. Era un anciano de blanco cabello que estaba al cargo de la parroquia haría pronto cuarenta años, y se servía de la predicación para comunicarse de modo familiar con sus feligreses.

Prosiguió:

—Recomiendo a vuestras oraciones a Désiré Vallin, que está muy enferma y también a la Paumelle, para que se recupere pronto del parto.

No le venía a la mente nada más; buscó las hojitas metidas en un breviario. Por fin encontró dos y continuó:

—Los mozos y las mozas no deben seguir yendo al cementerio por la tarde, como hacen actualmente, porque me veré obligado a dar cuenta de ello al guardia rural. El señor Césaire Omont desearía encontrar a una muchacha honesta para que le sirva. —Tras otro momento de reflexión, añadió—: Es todo, hermanos, ésta es la gracia que os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Y bajó del púlpito para terminar su misa.

Una vez que los Malandain hubieron regresado a su casucha, la última de la aldea de la Sablière, a la vera del camino de Fourville, el padre, un viejo campesino, bajito, enjuto y arrugado, se sentó a la mesa y, mientras su mujer descolgaba la olla y su hija Adélaïde sacaba del aparador los vasos y los platos, dijo:

—Quizá esta colocación en casa del señor Omont no sería mala cosa, pues es viudo, no se lleva bien con su nuera, está solo y tiene dinero. Quizá haríamos bien mandándole a Adélaïde.

La mujer dejó sobre la mesa la olla renegrida, levantó la tapa, y, mientras subía al techo un vaho de sopa olorosa a col, reflexionó.

Él prosiguió:

—Dinero tiene, eso seguro. Pero tendría que ser un poco espabilada, y Adélaïde no lo es ni pizca.

Dijo entonces la mujer:

—No cuesta nada probar. —Y, volviéndose hacia su hija, una mocetona de aire ingenuo, cabellos rubios, mejillas regordetas y coloradas como la piel de las manzanas, exclamó—: ¿Has oído, tontorrona? Irás a ver al señor Omont para ofrecerte como sirvienta, y deberás hacer todo lo que él te mande.

La muchacha se echó a reír neciamente y no respondió. Luego los tres se pusieron a comer.

Al cabo de diez minutos, el padre continuó diciendo:

—Escucha lo que voy a decirte, hija mía, y trata de no echarlo en saco roto…

Le expuso con calma y minucia toda una regla de comportamiento, previendo los más mínimos detalles y preparándola para la conquista del viejo viudo en malos términos con la familia.

La madre había dejado de comer para escuchar y estaba con el tenedor en suspenso, mirando ya al marido, ya a la hija, mientras seguía con concentrada y silenciosa atención la lección.

Adélaïde permanecía inerte, con la mirada perdida y vaga, dócil y estúpida.

En cuanto hubieron terminado de comer, la madre le hizo ponerse su gorro, y salieron las dos para ir a ver al señor Césaire Omont. Vivía éste en una especie de pequeño chalecito de ladrillo adosado a los edificios de la explotación agrícola ocupados por sus colonos. Pues él se había retirado de la gestión directa para vivir de rentas.

Rondaba los cincuenta y cinco años; era gordo, jovial y brusco, como buen ricachón. Reía y vociferaba tan fuerte que parecía que fueran a venirse abajo las paredes, se tomaba vasos llenos de sidra y aguardiente y se le tenía por calenturiento, pese a sus años.

Le gustaba pasear por los campos, con las manos tras la espalda, hundiendo sus zuecos de madera en la tierra feraz, mientras examinaba cómo despuntaba el trigo o florecía la colza, con ojo de entendido que disfruta con ello, pero manteniéndose al margen.

Decían de él: «Es un bendito, aunque se levante algunos días con el pie izquierdo».

Recibió a las dos mujeres, con la panza sobre la mesa, mientras se terminaba el café. Echándose sobre el respaldo de la silla, preguntó:

—¿Qué desean ustedes?

Habló la madre:

—Vengo a ofrecerle los servicios como sirvienta de nuestra hija Adélaïde, según lo dicho por el señor cura esta mañana.

El señor Omont miró de arriba abajo a la muchacha y, de repente, dijo:

—¿Cuántos años tiene el pichoncito?

—Cumplirá veinte para San Miguel, señor Omont.

—Está bien; le daré quince francos mensuales, alojamiento y comida. La espero mañana para hacer las sopas a primera hora.

Y despidió a las dos mujeres.

Adélaïde asumió sus funciones al día siguiente y se puso a trabajar duro, sin decir una palabra, como hacía en casa de sus padres.

A eso de las nueve, mientras limpiaba los cristales de la cocina, el señor Omont la llamó:

—¡Adélaïde!

Ella acudió presurosa.

—Aquí me tiene, amo.

Cuando la tuvo delante, con las manos enrojecidas y descuidadas, la mirada turbia, declaró:

—Óyeme, quiero dejar las cosas bien claras entre nosotros. Tú eres mi sirvienta, pero nada más, ¿entendido? No pienses que vamos a mezclar nuestros zuecos.
1

—Sí, amo.

—Cada uno en su sitio, hija mía, tú en la cocina y yo en mi salita. Aparte de esto, todo es de los dos por igual. ¿De acuerdo?

—Sí, amo.

—Muy bien, vuelve a tu trabajo.

Y ella reanudó sus faenas domésticas.

A mediodía llevó la comida del señor a la salita revestida de papel pintado, y luego, con las sopas ya en la mesa, fue a avisar al señor Omont.

—Ya se las he servido, amo.

Él entró, se sentó, miró a su alrededor, desplegó su servilleta, dudó un segundo y luego, con voz tonante, llamó:

—¡Adélaïde!

Ella se presentó, espantada. Él gritó como si fuera a asesinarla.

—Pero bueno, ¡rediez!…, ¿y tu sitio cuál es?

—Pero…, amo…

Él vociferaba:

—No me gusta comer solo, ¡rediez!… O te sientas aquí o ahí tienes la puerta. Corre a buscarte un plato y un vaso.

Aterrada, ella se trajo su cubierto, balbuceando:

—Aquí me tiene, amo.

Y se sentó enfrente de él.

Entonces él se volvió jovial; trincaba, descargaba puñetazos sobre la mesa, contaba historias que ella escuchaba con los ojos gachos, sin atreverse a decir ni pío.

De vez en cuando se levantaba para ir a buscar pan, sidra, platos.

Al traer el café, puso una sola taza delante de él, que se enfureció de nuevo y gruñó:

—Bien, ¿y para ti?

—Yo no tomo, amo.

—¿Y por qué no tomas?

—Porque no me gusta.

Entonces él estalló de nuevo:

—Pues a mí no me gusta tomarme solo el café, ¡rediez!… Si no quieres tomarlo, ahí tienes la puerta, maldita sea… Ve a buscarte una taza y deprisa.

Ella fue a buscar una taza, se volvió a sentar, probó el negro líquido, hizo una mueca, pero, ante la mirada enfurecida del amo, se lo tragó todo. Luego tuvo que beber la primera copita de aguardiente de después del café, la segunda y la espuela.

Luego el señor Omont la despidió:

—Ahora ve a lavar los platos, eres una buena chica.

En la cena ocurrió otro tanto. A continuación, tuvo que jugar la partida de dominó y después la mandó a la cama.

—Vete a dormir, yo subo dentro de poco.

Ella subió a su habitación, una buhardilla bajo la techumbre. Dijo su oración, se desvistió y se metió entre las sábanas.

Pero de repente dio un salto, aterrada. Un grito furioso hacía temblar la casa.

—¡Adélaïde!

Ella abrió su puerta y respondió desde la buhardilla:

—Ya voy, amo.

—¿Dónde estás?

—Pues en mi cama, amo.

Entonces él vociferó:

—Haz el favor de bajar, ¡rediez!… No me gusta dormir solo, maldita sea…, y si no quieres, ahí tienes la puerta, ¡rediez!…

Entonces ella, despavorida mientras buscaba la candela, respondió desde arriba:

—¡Ya voy, amo!

Y él oyó el ruido de sus pequeños zuecos abiertos en la escalera de abeto; y, cuando estuvo en los últimos escalones, la cogió de un brazo y, tras haber dejado delante de la puerta sus estrechas almadreñas de madera junto a los enormes zuecos del amo, él la empujó dentro de la habitación, rezongando:

—Pero, date prisa, date prisa, ¡rediez!…

Y ella repetía sin cesar, sin saber ya lo que se decía:

—Ya voy, ya voy, amo.

Seis meses después, cuando un domingo fue a ver a sus padres, su padre la examinó con curiosidad, luego preguntó:

—¿No estarás preñada?

Ella se miró la barriga, asombrada, repitiendo:

—Pues no, no creo.

Entonces, él la interrogó, queriendo saberlo todo:

—Dime si no habéis mezclado vuestros zuecos alguna noche.

—Sí, los mezclé la primera noche y luego las otras.

—Pues, entonces, bombo al canto.

Ella estalló en sollozos, repitiendo:

—¿Qué sabía yo?, ¿qué sabía yo?

El viejo Malandain la observaba con ojos de vivales y cara de satisfacción. Preguntó:

—¿Qué es lo que no sabías?

Dijo ella saltándose las lágrimas:

—No sabía que los niños se hacen así.

En ese momento entraba la madre. El hombre le dijo, sin ira y separando bien las palabras:

—Aquí la tienes, preñada ya.

Pero la mujer se enojó, rebelándose por instinto, insultando a voz en grito a su hija llorosa, llamándola «palurda» y «pelandusca».

Entonces el viejo la hizo callar. Y cuando cogía su gorra para ir a hablar de sus asuntos con el señor Césaire Omont, declaró:

—Es más tonta incluso de lo que yo creía. No sabía ni lo que hacía, esta cateta…

En el sermón del domingo siguiente el viejo cura publicaba las amonestaciones del matrimonio entre el señor Onufre-Césaire Omont y Céleste-Adélaïde Malandain.

LA TOS
*

A Armand Sylvestre

Mi querido colega y amigo:

Tengo un cuentecillo para usted, un cuentecillo anodino. Espero que le guste si consigo contárselo bien, tan bien como aquella que me lo ha contado a mí.

No es tarea fácil, porque mi amiga es una mujer de enorme ingenio y que no tiene pelos en la lengua. Yo no cuento con las mismas dotes. No puedo, como ella, poner esa alegría loca en lo que cuento; y, ante la necesidad de no usar palabras demasiado específicas, me declaro incapaz de encontrar, como usted, delicados sinónimos.

Mi amiga, que es también una mujer de teatro de gran talento, no me ha autorizado a hacer pública su historia.

Por eso me apresuro a reservarle los derechos de autor para el caso de que quiera, un día u otro, escribir ella misma esta aventura. Lo haría mejor que yo, sin duda. Al ser más experta en el tema, encontraría mil otros detalles divertidos que yo soy incapaz de inventar.

Ya ve usted en qué aprieto me hallo. Desde la primera palabra necesitaría un término equivalente, que querría fuera genial. La
tos
no es asunto mío. Para que se me entienda, necesitaré al menos de un comentario o de una perífrasis a la manera del abate Delille:

La toux dont il s’agit ne vient point de la gorge
.
1

*

Estaba (mi amiga) durmiendo con un hombre al que amaba. Era, por supuesto, de noche.

Conocía poco a ese hombre, o mejor dicho, desde hacía poco. Son cosas que a veces pasan, sobre todo en el mundo del teatro. Dejemos que los burgueses se asombren por ello. En cuanto a dormir con un hombre, qué importa que se le conozca poco o mucho, pues la manera de actuar en el secreto del lecho no cambia en absoluto. Creo que, si yo fuera mujer, preferiría a los amigos nuevos. Deben de ser más agradables, en todos los sentidos, a los habituales.

En la llamada buena sociedad, existe una distinta manera de ver las cosas que no es la mía. Lo siento por las mujeres de dicha sociedad; pero yo me pregunto: ¿puede la manera de ver las cosas cambiar de modo considerable la forma de actuar?…

Así pues, ella dormía con un amigo nuevo. Se trata de algo delicado y extremadamente difícil. Con un viejo compañero se siente uno cómodo, sin molestias, se puede dar uno la vuelta a su gusto, soltar patadas, invadir tres cuartos de la cama, tirar de toda la manta y enrollarse en ella, roncar, gruñir, toser (digo toser a falta de una palabra mejor) o estornudar (¿qué le parece el estornudo como sinónimo?).

Pero para llegar a esto se requieren al menos seis meses de intimidad. Y me refiero a las personas de una naturaleza campechana. Los otros siempre guardan ciertas reservas, que yo apruebo por mi parte. Pero quizá no tenemos la misma manera de pensar al respecto.

Cuando se trata de una relación nueva que podemos suponer sentimental, hay que tomar por fuerza algunas precauciones para no fastidiar a nuestro compañero de cama, y para mantener un cierto prestigio, algo de poesía, y una cierta autoridad.

Ella dormía. Pero de repente la recorrió un dolor, interno, punzante, sin un punto fijo. Éste se inició en la boca del estómago y empezó a desplazarse descendiendo hacia…, hacia…, hacia las gargantas inferiores con un discreto ruido de tempestad intestinal.

El hombre, el amigo nuevo, yacía, tranquilo, tendido de espaldas, con los ojos cerrados. Ella le miró con el rabillo del ojo, inquieta, vacilante.

Se habrá encontrado usted alguna vez, querido colega, en algún estreno teatral, con un catarro. Toda la platea está ansiosa, jadea en medio de un absoluto silencio; pero usted no escucha ya nada, espera, espantado, un momento de ruido para toser. Tienen, a lo largo de toda su garganta, unos cosquilleos, unos picores insoportables. Al final no puede más; tanto peor para los que tiene a su lado. Tose usted. Y toda la sala se pone a gritar: «¡Fuera!».

Pues bien, ella se encontraba en el mismo caso, atribulada y torturada por unas ganas locas de toser. (Y cuando digo toser, le ruego que haga la transposición.)

Le parecía que dormía; respiraba tranquilo. Sin duda dormía.

Se dijo: «Tomaré precauciones. Trataré sólo de soplar, muy despacito, para no despertarle». E hizo como los que se tapan la boca con la mano y tratan de liberar, sin hacer ruido, su garganta expulsando el aire con habilidad.

Ya sea porque había calculado mal, ya porque la comezón era muy fuerte, lo cierto es que tosió.

Al punto perdió la cabeza. ¡Si lo había oído, qué vergüenza! ¡Y qué peligro! ¡Oh! ¿Y si, por casualidad, no dormía? ¿Cómo saberlo? Ella le miró fijamente, y, a la luz de la lamparilla de noche, creyó ver sonreír su rostro de ojos cerrados. Pero si reía…, es que no dormía…, ¿y si no dormía?…

Trató con su boca, la verdadera, de producir un ruido parecido, para… desviar la atención de su compañero.

No se le parecía en absoluto.

Pero él, ¿dormía?

Se dio la vuelta, se agitó, lo empujó, para saberlo con certeza.

Él no se movió.

Comenzó entonces a canturrear.

El señor no se movía.

Fuera de sí, le llamó:

«¿Ernest?».

Él no hizo movimiento alguno, pero respondió de inmediato:

«¿Qué quieres?».

Le empezó a palpitar el corazón. No dormía; ¡no había dormido en ningún momento!…

Ella preguntó:

«¿No duermes?».

Él murmuró con resignación:

«Ya ves que no».

Ella no sabía ya qué decir, enloquecida. Prosiguió al fin:

«¿No has oído nada?».

Él respondió, en todo momento inmóvil:

«No».

A ella le venían unas ganas locas de abofetearle, y, sentándose en la cama, dijo:

«Sin embargo, me ha parecido…».

«¿El qué?»

«Que caminaban por la casa.

Él sonrió. Cierto, esta vez le había visto sonreír, y él dijo:

«Déjame ya en paz, llevas media hora fastidiándome».

Ella se estremeció.

«¿Yo…? Me parece un poco exagerado. Me he despertado hace un momento. ¿Así que no has oído nada?»

«Sí.»

«¡Ah, por fin! ¡Has oído algo! ¿El qué?»

«He oído… toser.»

Ella dio un brinco y exclamó, furiosa:

«¿Toser? ¿Dónde? ¿Quién ha tosido? ¿Estás loco? ¡Responde inmediatamente!».

Él empezaba a perder la paciencia.

«Vamos, ¿quieres acabar con esto de una vez? Sabes perfectamente que has sido tú.»

Esta vez ella se indignó, vociferando:

«¿Yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Que yo he tosido? ¡He tosido, dice! ¡Ah, me insulta usted, me ofende, me desprecia! ¡Pues bien, adiós! No pienso seguir junto a un hombre que me trata así.».

E hizo un movimiento enérgico para salir de la cama.

Con voz cansada, buscando la paz a toda costa, él dijo:

«Vamos, quédate tranquila. He sido yo quien ha tosido».

Entonces ella tuvo un nuevo arranque de ira:

«Pero ¡cómo! ¿Ha tosido usted en mi cama…, a mi lado…, mientras yo dormía? Y encima lo confiesa. Pues es usted un plebeyo. ¿Y cree usted que yo voy a seguir con un hombre que… tose a mi lado?… Pero ¿por quién me toma?».

Y se puso de pie sobre la cama, tratando de pasar por encima de él para irse.

Tranquilo, él la cogió por los pies haciéndola caer a su lado, y reía, burlón y alegre:

«Vamos, Rose, ¿quieres tranquilizarte de una vez por todas? Has sido tú quien ha tosido. Precisamente tú. No protesto ni me ofendo; es más, me divierte. Pero ¿quieres meterte de nuevo en la cama, maldita sea?».

Esta vez ella se le escabulló de un brinco y saltó al suelo; y, mientras buscaba desesperadamente sus ropas, repetía:

«¿Y cree usted que voy a quedarme al lado de un hombre que permite a una mujer… toser en su cama? Es usted un plebeyo, querido mío».

Entonces él se levantó, y, en primer lugar, la abofeteó. Luego, mientras ella se debatía, le propinó una serie de pescozones; por último, tomándola entre los brazos, la arrojó de un empellón sobre la cama.

Mientras ella permanecía tendida, inerte y lloriqueante de cara a la pared, él se tumbó a su lado, y luego, tras hacerle darse la vuelta, tosió…, tosió repetidamente…, con pausas y repeticiones. De vez en cuando preguntaba: «¿Tienes bastante?» y, puesto que ella no respondía, volvía a empezar.

De repente ella estalló a reír como una loca, gritando:

«¡Ah, qué divertido! ¡Ah, qué divertido!».

Y le abrazó de golpe pegando su boca a la de él, murmurando entre dientes:

«Te amo, tesoro…».

No durmieron ya, hasta el amanecer.

*

Ésta es mi historia, querido Silvestre. Perdóneme que sea una incursión en su dominio. Pero he aquí otra palabra impropia. No es «dominio» la palabra que habría que emplear. Me divierte usted tan a menudo que no he podido resistir las ganas de seguir un poco su estela.

Pero le seguirá perteneciendo a usted la gloria de habernos abierto, ampliamente, este camino.

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